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sábado, noviembre 23, 2024

Ficción biopolítica

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Paranaländer escribe en esta ocasión sobre el libro “Las cuatro verdades”, de Marcel Aymé, y describe específicamente a la “masoquina”, que es una droga ficcional ideada por el autor en dicha obra.

 

La novela (y el teatro) y las drogas biopolíticas ficcionales: soma de Huxley (en “Un Mundo Feliz”, 1932), serotonina de Houellebecq (en la novela del mismo título, 2019), la ginebra sintética de Orwell (en “1984”, 1949), kallocaína de Karin Boye (en la novela epónima, 1940) y la masoquina de Marcel Aymé (en “Las cuatro verdades”, Sur, 1954)

La masoquina, droga inventada por un joven bioquímico de los Laboratorios Tréviére, Olivier Andrieu, casado con Nicole, hija de los Tréviére, en esta comedia en cuatro actos, cuyo nombre dice a las claras lo que es. No se contenta con liberar el subconsciente: provoca un deseo imperioso, irresistible, de decir la verdad, todas las verdades, especialmente aquellas que conviene callar, hasta el masoquismo.

Esta comedia fue representada por primera vez en París, en el Teatro de L’Atelier, el 23 de enero de 1954.

Hay dos mundos, el mundo de la vida social, de la cortesía y la parquedad emocional, en donde ahorramos a nuestros congéneres el infierno de nuestras verdades inconfesables, sórdidas: un mundo de mentiras pero altruista en el fondo. Y el mundo de la conciencia individual, procaz, interesado, lleno de mentiras y pasiones elementales.

La droga llamada masoquina conecta estos dos mundos irreductibles, eternos casi, reduciendo milagrosamente la primera a la segunda. Sueño de la razón (científica, actual) que alcanza un devenir pesadillesco. Las verdades sí pero a cuentagotas, como verdad piadosa, o verdad matemática, abstracta, remota, pues la verdad desnuda puede matarnos con su faz horripilante.

La idea subyacente de esta droga es que no hay fondo de los seres, que “lo que ocultamos a unos se lo mostramos a otros seres y el fondo se convierte en superficie”. Reductio de todo a la superficie. Si el mundo fuera drogado con la masoquina, le gritaríamos a nuestros parientes y más cercanos sus defectos y pesadeces como le gritamos a nuestra gata -para echarla de nuestro entorno- que estamos hasta la coronilla de su insufrible aullido de gata en celo.

Superficializar el mundo es limitar el mundo a un mundo sin mentiras, solo habitado de verdades.  Olvido de que “la existencia más límpida está sostenida de pequeñas mentiras”.

Deseo de la confesión sin fin de pecados y traiciones, que el mundo exude sin parar su verdad desnuda, anhelo patológico de la ciencia.

Olivier patentó la masoquina -solución que administrada en inyecciones procura un ansia frenética de verdad- para que su esposa le confiese sus cornadas. Olivier, ser impávido y nulo, que no siente nada ante un cielo estrellado.

No es un suero de la verdad cinematográfico, que actúa suprimiendo ciertas reacciones de auto-defensa que la mentira pone en movimiento. La masoquina llega a un resultado más completo, por un proceso opuesto. En vez de aminorar las reacciones del paciente, exalta en él un sentimiento que no es natural y que pretendidas necesidades nos obligan a tener semiapagado.

“Mi profesión no me permite decir la verdad”, exclama el periodista de La Linterna Liberada. “La evidencia nada puede contra las palabras”, sentencia un bioquímico enamorado.

 

Marcel Aymé (Joigny, Borgoña, 1902-París, 1967). Hizo estudios de medicina que abandonó para entrar a un banco. Trabajo de empleado de comercio, periodista, extra cinematográfico, agente de seguros, etc. En 1929 ganó el premio Renaudot. “El hombre que atravesaba las paredes” (Schapire, 1953) es un libro de relatos que fue traducido tempranamente al español. Existe versión cinematográfica (1959) de este cuento obra del director magyar Ladislao Vajda y un remake del 2016 dirigida por Dante Desarthe.

 

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