Derian Passaglia presenta la segunda parte de su ensayo sobre Philippe Bourgois: «La observación participante encuentra sus límites en el punto justo en el que el método se vuelve una virtud».
Por: Derian Passaglia.
La observación participante analiza la individualidad para sacar conclusiones generales sobre la estructura social. Primo, adicto al perico, la heroína y el alcohol, padre abandónico de veintiséis años que fue echado de su trabajo legal precarizado, no quiere ni puede salir de su estado actual, porque con la venta ilegal de drogas se gana bien. Hay todo un sistema, al interior de la comunidad, avalado por instituciones, políticas, comportamientos y creencias, que asignan un lugar a un determinado tipo de sujeto. La mirada institucional vuelve estereotipos a los actores de una sociedad, y esos actores no hacen otra cosa que actuar a raíz de lo que se espera de ellos. Las sociedades parecen funcionar sobre la base de estas premisas ilusorias. Borges decía que escribía cuentos fantásticos porque era lo que se esperaba de él. Philippe Bourgois rompe con esta ilusión y se dedica a estudiar el estereotipo por dentro, como si al examinarlo de cerca, en detalle, pudiera desmenuzar cada uno de los componentes discursivos por los cuales está compuesto. Como un investigador de laboratorio, rata de biblioteca con su guardapolvo blanco, el pelo sucio y desaliñado, la mirada perdida, Bourgois es otro estereotipo, el del científico loco.
Primo mira con orgullo y envidia el progreso de sus hermanas: tienen hijos, se casan, trabajan de día y estudian carreras terciarias o tecnicaturas por las noches. Al observador participante, como a un narrador de otra época, le interesan los valores, los sentimientos, las intuiciones, el vocabulario, los gestos, la sintaxis, los recuerdos, los silencios, las nostalgias, las frustraciones e ilusiones de sus personajes. En ciertos pasajes metatextuales los personajes hablan de su narrador, juegan a convertirse en grandes héroes de la historia marginal de una nación: “¡Acho, Felipe! Nos haces quedar como joseadores tan sensibles”, dice César comentando el manuscrito de En busca del respeto.
El observador participante observa desde los ojos de sus personajes, ingresa en el alma humana de otra cultura y otra forma de vida. La técnica muestra la interioridad antes que la individualidad de sus criaturas. ¿Primo y César son sensibles o es sensible Felipe, quien es capaz de abrir la mente y liberar todo tipo de prejuicios para sacar lo mejor y lo peor de otros? Philippe Bourgois no está ajeno a los sentimientos, porque aunque narrador, se trata de una primera persona que está en el aquí y el ahora de sus personajes, en su presente, compartiendo del pico la misma botella de cerveza. Así como el observador participante tiene los poderes para fundirse con su objeto, también tiene la capacidad de distanciarse de acuerdo a reglas morales internas de sus propias creencias. La antropología, como la literatura, revela las creencias, los usos y las costumbres de cualquier universo autónomo, de ahí su esencia mágica y misteriosa. Para la antropología, como también para la literatura, cualquier cosa puede pasar en el mundo porque la explicación racional deberá buscarse en la creencia de quien sostiene determinado discurso. Eso es lo que no comprendió el realismo mágico, para quien las propiedades de la magia estaba en la tierra y no en una visión particular del universo.
La antropología persigue el funcionamiento de la magia y descubre sus trucos; la literatura muestra su brillo. Uno imagina que en el East Harlem nunca sale el sol y el único destello de luz proviene de los ojos vidriosos y anestesiados de los drogadictos. En El Barrio no anochece, porque la noche parece el único momento que conoce del día. Felipe prende el grabador para escuchar a sus personajes. En el poco tiempo que duraron en la escuela, Primo y César se encargaron de hacer destrozos, maltratar compañeros y profesores, vender marihuana en el baño y hasta de pegarle a un niño con parálisis cerebral. Esto al observador participante lo toca especialmente de cerca, “[nota mi ceño fruncido]” escribe en sus notas de campo mientras sus criaturas, ahora perversas, se ríen de las discapacidades. “Las contradicciones de la metodología etnográfica, en este caso la práctica de suspender todo juicio moral, me afectaron personalmente. En ese entonces, todavía estaba conmocionado por las dificultades físicas de mi hijo, y nunca perdoné a César por su crueldad”.
La observación participante encuentra sus límites en el punto justo en el que el método se vuelve una virtud. Lo que parece una intrusión del investigador, que no puede permanecer indiferente a lo que cree una injusticia, repercute en la lectura, y el lector entiende que Felipe no está ajeno al mundo, como no lo está nadie que participe de él, que viva en el planeta Tierra y pertenezca a la especie humana. Plantear una supuesta objetividad para un estudio de la humanidad es otra ilusión que esta escena destruye. La escritura es en apariencia objetiva, contenida, de un realismo naturalista que transmite el terror:
Súbitamente, un ataque de pánico interrumpió mi participación en el duelo de Primo al ver que un grupo de hombres cruzaba el East River Drive y caminaba en dirección a nosotros. Eran al menos las tres de la mañana y ellos nos superaban en número. El año anterior, un indigente de treinta y cinco años había sido asesinado en este mismo sitio víctima de una paliza con bates de béisbol, puñales y un cuchillo de carnicero. Dos meses después, una inmigrante recién arribada de Colombia había aparecido violada, apuñalada y estrangulada en el lugar. Miré a Primo, que se lamentaba en la oscuridad, y a César, con el gesto sombrío, encorvado y cubierto por la capucha de una chaqueta, y caí en la cuenta de que me encontraba a salvo. Ambos inspiraban un temor recíproco en cualquier persona que pensara en asaltarnos a esa hora de la noche en un lugar aislado como éste.
Los miedos del observador participante son concretos y nacen de hechos verificables cuantitativamente. El ataque de pánico lo paraliza, y de repente olvida que es un investigador, que está estudiando, que las calles de El Barrio es su campo de trabajo y que lo observado es material de análisis. Al observador participante también le pasan cosas. El realismo de la escena parece crudo, exagerado, miedos que sólo podrían provenir de alguien que está desubicado, que no conoce el lugar y de repente se descubre terriblemente solo entre personas ajenas, en un hecho extraordinario. Pero enseguida la observación participante saca de la galera el poder de la identificación, que le permite convertirse en aquello que mira.
En el Epílogo, la vida de Primo da un vuelco. También la de César, en menor medida. Philippe Bourgois, al terminar su estudio, no se desentiende de sus personajes, vuelve de visita cada tanto a El Barrio. Primo dejó de consumir droga y encontró un trabajo temporal de verano como encargado suplente en un condominio de lujo en el Upper East Side. César, a pesar de que sigue consumiendo, dejó de vender drogas. ¿Las vidas de estas personas se hubieran modificado sin la presencia del observador participante en sus destinos? Todo parece indicar que no.