El filósofo César Zapata escribe sobre Chile, su país natal, una emotiva crónica donde se cruzan lo biográfico con el contexto de la dictadura de Augusto Pinochet.
- Se murió la vieja, weón, se murió la vieja!!!
Eran las palabras frenéticas que escuché en el audio de wsp, que me enviaba un compatriota desde Chile, un intelectual e historiador de excelencia. Enseguida revisé las redes sociales y leí una explosión de alegría carnavalesca en clave de celebración. Yo, un chileno, que vive en Paraguay casi 10 años, quedé algo perplejo por la situación, estos chilenos están dementes, fue lo primero que pensé.
Sabía perfectamente quien era la vieja, su nombre fue Lucía Hiriart de Pinochet (Chile 1923-2021), la esposa y por consiguiente ex primera dama de uno de los dictadores latinoamericanos más atroces del mundo: Augusto Pinochet Ugarte (1915-2006)
Inmediatamente se vino a mi memoria: la fotografía de la pareja en sus mejores tiempos, cuando eran dueños de Chile, sus rostros exudaban poder, prepotencia, alegría y un carisma tornasolado entre criminal y misericordioso. En este particular binomio, la puesta en escena de Lucía se objetivaba como un elemento suavizador, empático, familiar, femenino, con ribetes de dulzura y hasta sensibilidad social canalizada en un CEMA CHILE, institución que bajo su poder se hizo experta en dar migajas a los pobres, en su mayoría agradecidos y algunos reconvertidos a incondicionales. Veo la imagen de mi querida y risueña tía Estela, visitándonos en Calama y enseñándole a mi mamá como ahorrar gas cuando se usa una olla a presión, pues ella era monitora en ese programa de gobierno.
En un principio pude vivir la dictadura, sin parientes torturados, desaparecidos o asesinados, pero después la cantidad de amigos y conocidos violentados y muertos por la tiranía militar crecía y crecía. La sensación vital, la piel existencial que primó en mi espíritu fue el miedo, inoculado por la criminalidad del régimen y por mis viejos que me rogaban que no me metiera en ningún lío. Pero toda enfermedad crea su antídoto, y como muchos encontraba la ocasión y el arrojo necesario para ir a las protestas.
En ese tiempo, creo, me da impresión que Chile no era tan demente (y que me perdonen mis queridos dementes) pues las protestas, los enfrentamientos, la criminalidades horrendas, el misterio de los rusos, Rambo representando a EEUU y Lucia acariciando a un niño proletario, eran los ingredientes de una sopa farmacéutica que dejaba todo en su lugar, todos sabían lo que eran, lo que tenían ser o lo que tenían que fingir para parecer aquello que el sistema pedía. Incluso la posología era perfecta, pues al último quedaba en el paladar un sabor enrarecido de esperanza, claro, algún día la dictadura debe terminar. Lo único en discusión era cómo iba a terminar.
El ecosistema en su increíble atrocidad construía límites claros cuyo campo de coherencia mantenía cierta cordura, tanto en la distorsionada cabeza de los torturadores que luchaban contra el comunismo como en el canto de protesta claro oscuro, narcotizado y comprometido en su determinación por vencer la injusticia. En una frase todo estaba dotado de sentido, cualquier cosa que recogieras en el jardín social tenía un significado en la relación totalizante. Hablando a lo Deleuze, el ballet de máquinas deseantes en el escenario de la dictadura, no tenía muchos puntos de fuga y las reterritorializaciones eran casi inexistentes, o por lo menos predecibles.
- Zonas marginales y Pinilla.
Cierta vez hice clases en un colegio en Chile, corrían los finales del 90, casi 10 años después de la dictadura, y en cierto sentido fue una las instituciones educativas que más me identificaba, pues era tan marginal como yo. Los alumnos eran los desechados por el sistema, por rendimiento académico, conducta, por edad, por cualquier cosa. Y yo en ese tiempo era uno de los tantos docentes asqueados de trabajar y renunciar a horrorosos colegios particulares subvencionados y universidades de quinta categoría. Por eso en este nido marginal me sentía muy cómodo.
La oferta del colegio era algo así como sacar la enseñanza básica y media en tiempo exprés, dos años por uno, incluso tres o cuatro años por uno, ya no recuerdo. Solía tener alumnos futbolistas, incapaces de concentrarse si no era en torno a una pelota, dormían en clases y se despertaban para golpearse entre sí, apenas aprendían lo justo para aprobar. Muchos de ellos se convirtieron en amigos, pues una cosa bella de ese nido marginal era que borraba casi por completo la jerarquía entre profesor y alumno.
En una ocasión acepté hacer clases en enseñanza básica, trataba de educar a chic@s algo así como de 14 o 15 años en adelante, y tuve otro alumno futbolista, Mauricio Pinilla (ex futbolista y animador en la tv chilena) que hubiese pasado totalmente desapercibido, sino fuese porque el equipo de profesores (comandado por una directora, también marginal por lésbica, muy lúcida en el tema de educación) hiciera una observación pedagógica en relación al fenómeno de la mediación educativa o la educación entre pares.
Pinilla venía de una familia con un poco más dinero que la mayoría de los otros, y se autoconcebía como superior por clase social y por su prerrogativa de futbolista profesional, la escuela para él era un trámite que papá arreglaba. El resto del curso, que en realidad apenas se podía llamar curso, pues casi se trataba de un conjunto de individuos reunidos en una sala, lo captó de inmediato y la verdad es que nadie lo tomaba en cuenta, otra de las cosas contextualmente bellas en esta marginalidad era que quieras o no quieras a nadie le interesaba tu vida.
Hasta aquí todo dentro de lo esperable, sin embargo entró en escena otro alumno, no recuerdo su nombre pero era muy similar a Jaimito, tenía dificultades de aprendizaje severas, de hecho su diagnóstico era de oligofrenia moderada o algo así, eso tampoco era problema para nadie, era uno más, pero a la hora de hacer trabajos o tareas en clases nadie lo elegía, salvo otro, al que tampoco elegía nadie: Pinilla.
Lucia Hiriart y Pinochet, nuestra primera pareja simbolizaba el espíritu de la época en su complejo cúmulo de sentido (camino) y finalidad (meta) que justamente dio uno de sus estertores 31 años más tarde apelando a su última prerrogativa: la justicia divina o lo que es lo mismo la naturaleza implacable de la muerte justiciera que llevó a la otrora ex primera dama. Festejar el fallecimiento de la vieja fue un indicador de la perfecta teleleogía de la dictadura militar, cuando no hay justicia, la inmanencia metafísica de la muerte se vuelve la finalidad. Y no son tan dementes en realidad los chilenos, por más que así lo parezcan.
Mientras que el nido marginal y su caso de aula con Pinilla y Jaimito, representaban la cara más sana de las banalidad de los 90, si bien no se podría decir que eran amigos, Pinilla colaboró a que su compañero de sala aprendiera algo, mientras éste le retribuía con un cobijo de pertenencia al grupo, de alguna forma, Pinilla, representó la figura del hermano mayor, pero que no nace de un genuino interés o preocupación por el otro, sino de una alianza funcional, oportunista, incapaz de crear un sentido que no sea en torno a algo inmediato. Así, justamente era el Chile que entraba a otro milenio, superficial de punta a punta, pero a la vez generador de nidos marginales que funcionaban como antídotos donde beber de la botella del desencanto hasta quedar medio inmune, y simplemente funcionar en la belleza del fracaso, que por lo demás tenía menos poder para mantener la cordura en el manicomio neoliberal de la época.