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lunes, noviembre 25, 2024

El salvaje americano

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Paranaländer cae en la cuenta, gracias a Hélène Clastres. de que el salvaje es una invención europea del silgo XVIII, perpetrada por los prohombres de la Ilustración.

 

Por: Paranaländer.

 

En SALVAJES Y CIVILIZADOS EN EL SIGLO XVIII de Héléne Clastres, se nos describe al salvaje, generalmente usando al salvaje más conocido entonces, el salvaje americano, como ideal de una naturaleza universal acorde a la ilustración dominante. Los salvajes son objeto de un discurso que sólo los tiene en cuenta debido a que son aptos para encarnar la idea de una naturaleza universal; cuando se habla de ellos se habla de inmediato de la naturaleza, y únicamente de ella: naturaleza sabia, razón natural, opuesta al artificio y a la convención; pero también naturaleza dura, ineficacia y debilidad del derecho natural en relación con el derecho positivo. El salvaje sirve solamente para devolver a los civilizados la imagen de lo que no son. Y resulta gracioso, los ejemplos que pone la investigadora francesa, pues cuando el salvaje es llevado a efectuar su autorretrato, habla como un filósofo. Ya se vuelva directo y acusatorio, como el discurso de adiós a Bougainville que en “Supplément au voyage de Bougainville”, Diderot pone en boca del viejo tahitiano, o burlón e impertinente, como las réplicas del hurón al barón de La Hontan en “Dialogues curieux entre l’auteur et un sauvage de bon sens”. El lenguaje del salvaje es el de un hombre iluminado del siglo: «Nosotros somos inocentes, somos felices; y tú sólo puedes perjudicar nuestra felicidad. Nosotros seguimos el puro instinto de la naturaleza…». «¡Ah! vivan los hurones que sin leyes, sin prisiones y sin torturas pasan la vida en la dulzura, en Ja tranquilidad y gozan de una felicidad desconocida por los franceses. Nosotros vivimos simplemente bajo las leyes del instinto y de la conducta inocente que la naturaleza sabia nos ha impreso desde la cuna».

La diferencia, en suma, consiste en que el caníbal de Montaigne hace etnología, mientras que los salvajes de Diderot o de La Hontan hacen, más bien, moral. La Hontan (muy leído en el siglo XVIII) había vivido mucho tiempo en Canadá, y Diderot conocía muy bien a los testigos (Bougainville, pero también a Charlevoix o el padre Gumilla, al que se refiere en su ensayo sobre las mujeres, y para mostrar esta vez, por comparación con el estatuto poco envidiable de las mujeres del Orinoco, que la consideración debida a las mujeres es asunto de una sociedad civilizada).

La Enciclopedia dice, en el artículo «Salvaje»: «Pueblos bárbaros que viven sin leyes, sin policía, sin religión y que no tienen morada fija». a primera vista, una cascada de negaciones connota el estado salvaje, es decir, el estado natural de la sociedad (porque, a excepción de Rousseau, casi no se cuestiona que la sociabilidad sea un hecho de la naturaleza).

El primer atributo del salvajismo, al que remiten todas las negaciones precedentes, es la libertad: es decir, a la vez el estado natural de los individuos, y, en tanto que tal, el objeto de legislación de la sociedad.

Dicho sea de paso, esta definición de los salvajes explica que el ejemplo tipo, aquel al cual se haga referencia con mucha más frecuencia, sea el salvaje americano. África, por ejemplo, casi no cuenta en este esquema. Del africano se dice que «ha nacido para servir», que es gobernado «por la voluntad arbitraria de sus amos»: los términos son de Linneo pero expresan lo que por entonces es lugar común.

«Los pretendidos salvajes de América», escribe Voltaire en el “Ensayo sobre las costumbres”, «son soberanos que reciben embajadores de nuestras colonias… Conocen el honor del que nunca nuestros salvajes de Europa han escuchado hablar».

Charlevoix recuerda la libertad excesiva (nefasta para gente demasiado estúpida como para emplearla adecuadamente) en que se hallaban los indios de Paraguay antes del establecimiento de los jesuitas, y la anarquía en que todavía se encuentran los indios de Canadá.

Se lo reprueben (y así lo hace la mayoría de los misioneros: ¿no están ahí para acabar con aquello?) o se lo admiren (el padre Dobrizhoffer no escatima sus alabanzas a los abipones), el gusto por la independencia caracteriza a los americanos.

Se entiende que Buffon pueda describir a la sociedad salvaje como «un conjunto tumultuoso de hombres bárbaros e independientes que no obedecen más que a sus pasiones particulares”.

Las controversias quieren establecer que el «derecho natural», si bien no es contrario a la razón, es sin duda alguna demasiado frágil para asegurarlo: de ahí la doble figura del salvajismo que ofrece tanto la imagen de la paz y la inocencia como la de la violencia y la crueldad.

En las descripciones no faltan creencias y ritos, así haya conformidad para ver en ellos, globalmente, un «montón de absurdos», como dice de Brosses del fetichismo (y tal es el caso de Gumilla o de Charlevoix), o que se preste atención a mostrar su diversidad y se valore su función de principios de ética y de educación para cada sociedad (Dobrizhoffer o Lafitau).

Raynal niega que el estado inca haya podido ser verdaderamente civilizado con el tipo de propiedad que le era propio, aunque no atribuya, por otra parte, a los indios peruanos los mismos defectos que a los otros salvajes (indolente, perezoso, ignorante, estúpido… para el haitiano; estúpido, inconstante, perezoso en exceso, cobarde… para el guaraní). Ocurre que los peruanos, al menos, tenían amos.

¿El salvaje es perezoso? Signo de su degeneración y de su estupidez (Raynal, Charlevoix, otros más); o prueba que en él todavía no se ha sofocado la naturaleza, y aparece Rousseau («No hacer nada es la primera y más fuerte pasión del hombre…»), el único filósofo del siglo de los moralistas.

Todo es allí más débil. «Los leones de América son enclenques y cobardes», dice Voltaire (así llama al puma); y los tigres también (el jaguar); y el trigo americano (el maíz) es menos bueno. No hay nada de «sorprendente, pues, en que el hombre sea allí también más lánguido: más temeroso, más indolente, etc.; sobre todo, le falta ardor hacia el otro sexo (en cuanto a este último punto, los misioneros tienen otra opinión: ¿pero se le puede creer en cita a un misionero?).

FUENTE: François Châtelet (ed.), Historia de las ideologías. Tomo III. Saber y poder (del siglo XVIII al XX), 1980

 

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