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miércoles, noviembre 27, 2024

Teléfonos públicos

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Derian Passaglia escribe sobre la experiencia ligada a un artefacto del pasado: el teléfono público.

Los teléfonos públicos posibilitaron una forma narrativa, incluso poética, que ya no existe y que solo puede verse en las obras del pasado. Es como la palabra samovar, lo que más me gustaba de las novelas de Dostoievski. La palabra samovar no tenía forma en mi cabeza, porque nunca la había escuchado en la vida, porque solo existía en las novelas de Dostoievski, donde generalmente los personajes se reunían en una sala, era el momento en que conversaban, se hablaba de política y de cuestiones cotidianas, y la trama se apaciguaba, se volvía innecesaria y hermosa. Con un samovar de por medio, la acción se frenaba, no pasaba nada. ¿Y cómo era el samovar? ¿Qué forma tenía? En mi mente se componía de porcelana, de humo blanco subiendo al techo, de sillones largos y pisos alfombrados de colores apagados, gris y bordó.

El avance tecnológico frenético sepulta las formas narrativas que usaron la tecnología del pasado, cabinas telefónicas y teléfonos de línea, celulares con tapita, tranvías y telégrafos, autos y motos, personajes que fuman en los aviones. A veces, el teléfono de una cabina sonaba sin que hubiera nadie para atenderlo, sonaba en el vacío, esperando que alguien caiga en la trampa. Las informaciones secretas, anónimas, ocultas, los doble agentes que no podían ser descubiertos, los asesinos que llamaban a la víctima con guantes negros en las manos, las mujeres que pedían ayuda, los policías que se comunicaban con su informante, el enamorado que se iba de viaje y llamaba a su chica en medio de una ruta desértica, los adolescentes con camperas de cuero que citaban a una minita en un bar con pool de luces de neón ya no existen más que en el tiempo encapsulado, feliz y trágico de las obras de arte del pasado. Como en este poema de Ezequiel Alemián:

¡ERA YO!

Pasé muchos años sin teléfono. Cuando necesitaba hablar con alguien, lo hacía desde los aparatos públicos que había en la puerta de la telefónica estatal. Frente a cada aparato se formaban colas y se improvisaban discusiones civiles que no viene al caso recordar.

Una mañana descolgué el tubo y cuando me llevé la bocina al oído descubrí que la línea estaba ligada; había una pareja hablando. “Matías”, dijo el muchacho (que habría oído algún sonido que delataba otra presencia en vivo), “Matías, cortá ya mismo porque si no te parto la cara”. No corté para no admitir que había sido descubierto. Hubo un tiempo de silencio y después siguieron hablando. Al cabo de unos minutos se despidieron: se oyó el ruido técnico de la comunicación que se interrumpía. Me mantuve aferrado al tubo. Entonces volvía a escuchar la voz de ella, que había seguido en línea.

“¡Hola! ¡Hola! ¿Quién es? ¿Quién está ahí?”, preguntó.

 

Me encanta su simpleza y misterio. Parece un cuento corto, casi un microcuento, con el espíritu de un chiste: todo el relato confluye en el título, al que hay que volver al final, entre signos de exclamaciones, para aclarar la confusión. Si bien el título aclara el misterio para el lector, los personajes dentro de la historia van a seguir perturbados. Las líneas se ligan, las confusiones pasan porque alguien se cuela en la comunicación sin previo aviso, por un error, se escuchan ruidos técnicos, el narrador se aferra a un tubo y se lleva la bocina al oído. Todo sobre lo que habla no podría pasar en ninguna circunstancia de la vida, ya no, nada de lo que dice nos habla, ninguno de los elementos que aparecen los podemos reconocer más que como venidos de otro tiempo, en otro mundo posible, casi alternativo al nuestro, y a pesar de todo esto igual conmueve: una pareja conversando, la incomunicación entre los personajes, el mensaje que no llega a destino. Una tragicomedia shakesperiana escrita como por un comediante de cine mudo.

Antes de plantear la situación narrativa, una sola oración pinta el mundo en sentido general. No se puede pasar mucho tiempo hablando, metido en la cabina, pegado al teléfono, porque se forma una larga fila de personas que también quieren hablar. Como es un teléfono público, es decir, bancado por el Estado, su uso es extendido y barato, por eso hay que medirse con el tiempo. Es un aparato como para usar unos minutos, dar informaciones precisas, concretas, nada de andar colgado quince minutos chusmeando con la abuela o resolver cuestiones amorosas complicadas con un novio. Para eso están los bares, el cara a cara, la vida real. Más que las largas colas alrededor de las cabinas telefónicas, sorprenden las discusiones civiles que el narrador evita recordar, con lo que el misterio se prepara y crece. ¿De qué trataban esas discusiones de cuyo nombre Ezequiel Alemián no se quiere acordar? Cuestiones políticas, climáticas, observaciones de coyuntura y comentarios irónicos acerca del uso del tiempo en la cabina. Conversaciones al paso, conversaciones de ascensor. ¿Qué otra cosa se puede decir? Cada cual deja ver en un instante su ideología, su forma de ser en unas pocas palabras.

El segundo párrafo presenta un suspenso hitchcockiano oscuro, y al mismo tiempo una situación completamente normal dentro de las situaciones posibles en una cabina telefónica: una línea ligada, una voz del otro lado que no se reconoce, que no nos habla a nosotros, confundida con que somos el destinatario de su mensaje. El narrador, fantasmagórico, es una presencia y su presencia es delatada por otro del otro lado de la línea. Es como en la primaria, cuando en la casa de Fernando Clemente, después de tirarnos a la Pelopincho, sosteníamos el dedo índice sobre un nombre, un apellido y un teléfono de las páginas amarillas, una víctima al azar de dos chicos aburridos. Pero el narrador no quiere hacer una broma por teléfono, aunque el título inserte al texto en el género de bromas telefónicas. En la confusión, el narrador obtiene datos que lo posicionan en una situación de omnisciencia: sabe el nombre de Matías, sabe que es una pareja. No es, ni puede ser, un narrador omnisciente el que narra, porque está interfiriendo entre sus personajes, y los personajes lo saben, saben que alguien está narrándolos, que están metidos por equivocación en la historia de otro.

Inspirado en uno de los últimos teléfonos públicos que había en pie en la Ciudad de Buenos Aires, hace una década atrás, escribí un poema. Lo copio y pego acá con vergüenza, y aprovecho para modificarle un par de palabras, algún que otro verso. La cabina telefónica estaba en la esquina de Honorio Pueyrredón y Felipe Vallese, barrio en el que viví durante cuatro años en un monoambiente interno:

INCOMUNICADOS por un desperfecto técnico

que afecta a gran parte de la ciudad,

no voy a poder darte las buenas noches.

Bajo las escaleras cuatro pisos,

los ascensores no funcionan.

“¿Tenés luz?”, dice una voz en el pasillo.

“Sí, ¿vos?”, responde un pibe. “No,

¿me convidás?”, “¿qué cosa?”, “luz”,

“no sé cómo se hace”. Llevo monedas

en el bolsillo de la bermuda,

y como si hubiera crecido en otro siglo,

te llamo por un teléfono público.

Hablamos hasta la hora de comer,

mientras miro pasar a un gordo

llevando una caja de pizza en la mano

y a un rubio en la parada del 92

con medias de fútbol.

Nos saludamos hasta el día siguiente,

la incertidumbre de si volveremos

a usar el chat o el teléfono

nos conduce lentamente

a una perplejidad: no entendemos

cómo hay que actuar, qué decirse

cuándo colgar.

 

Aunque es medio aburrido el tono y el corte de los versos predecible, me sigue gustando el motivo. El poema se inscribe en la tradición objetiva, que por ese momento leía y mucha, sobre todo a mis contemporáneos. A diferencia del texto de Alemián, en este no hay misterio, sino una sensación apocalíptica de fondo. Los vecinos tampoco tienen luz, están todos en la misma, el edificio entero permanece a oscuras. La incomunicación, ahora sí como en el de Alemián, se produce por un desperfecto técnico más amplio, menos íntimo, porque las sombras se expanden sobre la ciudad. Lo veo como una debilidad mía, me cuesta la intimidad en la literatura, tiendo a volver sociales y colectivas las tragedias personales, a sufrir o reír en conjunto. A veces pienso que este sentimiento me viene de haber pasado algunas tardes y noches en el sector de la platea baja de Cordiviola, o en la popular baja de Regatas, en el Gigante de Arroyito, alentando al Club Atlético Rosario Central; otras veces siento que representa una incapacidad personal por exponer al desnudo mis vulnerabilidades. Puede ser que sea un poco y un poco, pero también tiene que ver con una posición ideológica con respecto a mis ideas sobre la literatura: no va de lo particular a lo general, como toda la literatura moderna y posmoderna, sino de lo general a lo particular, salteando la modernidad para volver al realismo decimonónico, a la poesía última de César Vallejo, a un utopismo soviético vacío de revoluciones.

En medio del caos eléctrico, el tercer verso cuela la intimidad, resulta tierno que ese yo esté preocupado por darle el beso de las buenas noches a ese vos al que le habla. Versos más abajo, llega la parte que inspiró el poema entero: un diálogo compuesto únicamente de voces. Si le hubiera borrado el “pibe” y puesto “responde otra voz” habría quedado más lindo, quizá hasta misterioso, un efecto teatral en la oscuridad que me recuerda a una obra de Beckett representada en la calle Corrientes: personajes que hablan y que no se sabe quiénes son, monólogos desprendidos del contexto. Me había parecido raro que la luz se pudiera convidar, porque esa voz en la oscuridad del pasillo de escaleras del edificio me había llevado a pensar en algo nuevo, que escuchaba por primera vez. Se puede convidar luz a un vecino. ¿Se puede convidar luz a un vecino? La palabra convidar, aparte, trae el recuerdo de la infancia, cuando le decíamos a un compañerito.

Mientras caminaba por el pasillo del edificio iba transformando lo general en particular. El centro de sentido del poema aparece en el verso que introduce el tiempo, una vez que el espacio fue delimitado: ese yo parece haber crecido en otro siglo, un efecto que permite la confluencia de muchos tiempos en uno, como si el pasado siguiera existiendo en el presente, como si nunca hubiera pasado, como si el futuro se sintiera por contraste en los objetos del pasado, un teléfono público que sigue funcionando y salva al yo en su desesperación. En el poema está puesto de una forma tal que parece que el haber crecido en otro siglo le da una perspectiva, una visión particular ante las cosas, que no me parece tan errada ahora. Vi la decadencia de un tiempo experimentada a través de la felicidad y la nostalgia infantil, vi la explosión, el choque entre dos tiempos diferentes en la adolescencia con el cambio de siglo, y me convertí en adulto en este tiempo, en el que veo el surgimiento de un nuevo mundo con sospecha y sin esperanza.

El poema habla de un pasaje temporal en medio de la ruina de las cosas: no se sabe cómo funciona un teléfono público, pero igual el yo lo usa, desacostumbrado, y lo trata casi con miedo, con extrañeza. El teléfono público es una aparición brillante en la ciudad, que siempre estuvo ahí, mágico y perdido. Aunque no estuviera dicho, en el texto de Alemián también hay perplejidad, como en el final de este poema. Producto de un tiempo que no conoceremos más que a través de la historia, expresión de una forma de poderío y fe en el progreso de la humanidad, el teléfono público seguirá viviendo en los museos, en las fotos, en la poesía, en la memoria de los nostálgicos.

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