Paranaländer opera un zoom sobre una afirmación enigmática del periodista y dramaturgo concepcionero Leopoldo Centurión (1893- 1922), extrayendo -justo 100 después- una lectura crítica de nuestra sensibilidad actual fagocitada por la tiranía de las filosofías del deseo.
Leopoldo Centurión, dramaturgo y periodista, hijo de Ciriaco Mario Centurión y Juana Torres Romero, nació el 23 de septiembre de 1893 en la ciudad de Concepción y allí se educó en la Escuela de la Iglesia. Comenzó de jovenzuelo a escribir tanto para la prensa como para el teatro; como periodista ha colaborado en varios periódicos como “La Razón” y “Pegaso” (de Montevideo), “La Tribuna”, “El Municipio” (de Concepción) y en la revista “Crónica”, y ha sido editor de las tres últimas. Como dramaturgo ha producido “La cena de los románticos”, comedia en dos actos, presentada en el Teatro Nacional de Asunción en 1916; “Final de un cuento”, una comedia, 1908; “El huracán”, comedia costumbrista, 1920. Ha publicado también “A través de un alma”, novela psicológica, 1911, y “A través del monóculo”, colección de artículos críticos y satíricos, 1915, con el alias de Leo-Cen. Falleció en 1922, destruido por los estragos de la morfina.
En febrero de 1914, Miguel Avecedo lo describe así: “Tipo del ‘muchacho malo’, del terrible ‘muchacho’ que produce inquietud y a su paso, las gentes, no saben si odiarle o admirarle”.
Natalicio nos da más detalles: ”Alto, magro, pulcro, paseaba su silueta por las calles de Asunción. En sus labios sensuales florecía una sonrisa un poco volteriana”.
He accedido a las obras de Leopoldo Centurión publicadas en Crónica, revista literaria, científica, social, festiva y de actualidades (“aparece los sábados). Entre ellas “Vida y aventuras de Casimiro Floripón” (festiva), “¡Quiero morir!”, “El enamorado de las piedras” (dedicado a Miguel Acevedo), “Fémina” (aparecido el 26-IV 1913, año 1, n° 2 de la revista), “La ciudad gris”, “La confesión de fray Angelo”, “Carlota Corday” (dedicado a la cortesana de ojos verdes del 30-VI 1913, año 1, n° 6), “El bohemio”, “El árbol muerto” (30-IX 1913, año 1, n° 11-12), “El jorobado” (dedicado a Eloy), “Maniquíes de cera”, “Maldición”, “La vuelta”, “Laura”, “Sueño roto” (textos que oscilan entre el poema en prosa y el cuento), “Los paraísos” (diálogo que incorpora a un truculento coro de gusanos), y en la revista Letras publicó el drama en dos actos “Huracán” (75-98 pp, 1916). El apotegma que les quería glosar apareció en Crónica (mayo de 1913) en un breve ensayo titulado “Arte libre” (que, a su vez, remite al título de una revista parisina editada por el argentino Alejandro Sux, promocionada por Crónica como revista aliada).
“Somos más que hombre: somos vehículo de la Belleza”.
Lo que entonces se habrá asimilado como expresión del decadentismo morfinómano, hoy nos suena a cursilería ingenua.
Desdeñar una instancia asociada con un fin por otra (idealista-platónica) relegada a un papel subsidiario, de mero medio, nos llama mucho la atención y nos parece muy pertinente en la hora presente.
¿Por qué no siente ningún orgullo por el hombre (aquí, claro está, en cuanto humanidad, como especie y no como simple género)? ¿Por qué considera más noble a la belleza?
¿Qué es hombre? ¿Qué es belleza? Para Centurión belleza es aún arte (hoy para nosotros ya nos cuesta relacionar automáticamente arte con belleza, arte o es feo o lo relacionamos con una broma cara y lujosa, como el neo kitsch cínico de Jeff Koons con su Michael Jackson con mono). Acaso como Keats la pondera como eterna, mientras la humanidad solo de eterno porta el pesar y sufrimiento. Pero hay más aquí, en este despojamiento deliberado de la condición humana por ser vehículo de belleza, enlace de lo divino con lo terreno (a la manera elitista del poeta poundiano, esa antena de la humanidad). Su “antihumanismo” (o posthumanismo) nos interpela profundamente. Pues según sabemos por Éric Sadin, el hombre desde el liberalismo ha profesado el credo de la individualidad que se expresa libremente redundando esta faena en un interés general. Cuando me expreso, la comunidad gana. En el aforismo centurioniano vemos que esta fe se ha diluido, escorándose abiertamente hacia el papel secundario (y más noble) de medio de un fin abstracto llamado belleza. Noble porque no tiene la exigencia del hombre social-liberal burgués abrumado hasta el surmenage por la filosofía del deseo, (del deseo-delezianismo tout court, deletéreo-deseo-delezianismo total), el hombre que todo el tiempo debe expresar su subjetividad, su deseo, su talento interior, su personalidad, su yo, en beneficio último de la sociedad a la cual pertenece. Abandono pues del yo deseante, yo que busca el bienestar social con su autonomía expresiva, en pos del rincón casi budista de médium de la belleza.
He aquí la actualidad de nuestro malogrado autor novecentista. Abdicando del peso del hombre liberal en nombre de una idealidad de belleza ya extinta hoy.
Paranaländer