El Bicho feo tiene la panza amarilla según veo ahora en Wikipedia, el pico fino en punta y en la cabeza negra dos rayas blancas por arriba de los ojos, como si se hubiera pintado para ir a la guerra y camuflarse del Depredador de Schwarzenegger.
Mi mamá lavaba la ropa a mano en el fondo de casa, con los guantes amarillos puestos, esos guantes de un Walter White distraído del otro sur, de aquél sur de allá, en la zona sur de Rosario, y encorvada sobre la canilla no decía nada, lavaba nomás, lavaba y pensaba. ¿Y en qué andaría pensando mi mamá, lavando la ropa a mano, la ropa más delicada, la que si no se lava a mano destiñe? Pensaba ella, en algo pensaba, porque miraba como para adentro, como me gusta mirar a mí también, miraba para adentro mientras hacía otra cosa, refregando y refregando una tela con otra, pasándole jabón blanco, enjuagando las manchas más difíciles de sacar. Hay manchas que el lavarropas no saca, ¿y esa mancha de qué era? ¿Me habría volcado vino en la remera? Y ella me habría dicho:
-Dame que te la lavo.
Y yo, aprovechando que mi mamá me hace todo, siempre todo, a pesar ya de mis treinta casi a la mitad de década:
-Gracias, Bichi.
Eso fue lo que me gustó de García Lorca, las lavanderas del arroyo, las que iban y venían del pueblo con canastos y se agachaban también, con delantales y manos precisas, para enjuagar la ropa al sol de un otoño o de un invierno entibiado por el amarillo de la tarde. Mi mamá lavaba la ropa a mano y era verano, no invierno, seguro verano, el momento del año en que me tiro en la reposera a descansar de adolescentes atrevidos, de pruebas y comunicados, de la tinta de agua que se borra fácilmente de los pizarrones blancos, de los chistes de Sofía por mi nuevo tatuaje, de subir la bici en el ascensor y después otro piso más por escalera hasta la sala de profes… Descansaba yo tirado lo más pancho mientras mi mamá lavaba la remera del señorito.
¿Y en qué pensaba mi mamá? ¿Pensaba en la comida de la noche, pensaba en lo que me convenía hacer para tener obra social? Después me lo iba a decir, a la hora de la comida, como me decía todo lo que me convenía, lo que según ella me convenía:
-Tenés que ir a la obra social y sacarte el carnet. Porque si te pasa algo, si te llega a pasar algo, no estás cubierto…
Y yo, para no despegar los ojos del libro que estaría leyendo:
-Sí, Bichito, tenés razón.
-Es importante -volvía a decir ella, esta vez de otra forma, con una rigidez asertiva.
Y así se pasaba la tarde de verano, con Oso que a veces salía de su cucha y nos hacía compañía, el perro loco de mi mamá, con esa mirada que tenía de haber sufrido mucho, antes de que lo rescataran de Limusa, la protectora de animales. Oso con su pata mocha, con su falta de confianza que era miedo a no ser aceptado y era también un poco de locura, se tiraba un rato al sol panza arriba y comía pasto.
-Ahí vino el Limusita -le decía mi mamá.
-Salió de la cueva el Limusita -lo jodía mi mamá a Oso, porque Oso no iba mucho para el fondo de casa, le costaba adueñarse de los espacios, ¿cuándo habrá sido el momento en que empezó a sentirse parte de nuestro mundo? Oso era del mundo de la Bichi, de la Bichi y nada más.
Los gatos iban y venían por el filo de las medianeras, y cruzaban los techos con sus patitas artísticas de imperio vecinal, y Oso se enfermaba y los corría, pero los gatos ni bola, seguían caminando indiferentes, porque sabían que Oso nunca iba a llegar tan alto. Entonces, desde el tilo de los vecinos, cuya copa trasciende la medianera, en un rincón del fondo, y es tan grande que su verde opaca o achica el celeste del cielo, llegó un cantito… Era un cantito suave pero erizado, de una música enemiga.
-Bicho feo, bicho feo -cantaba el benteveo en el tilo, sin dejarse ver.
-Bicho feo, bicho feo -le hacía la mímica mi mamá, como si su respuesta fuera una forma de comunicación con el pájaro vecino.
El bicho feo cantaba, ignorante o enojado por la respuesta de mi mamá, y mi mamá le respondía otra vez.
-Me está peleando -dijo.
El Bicho feo tiene la panza amarilla según veo ahora en Wikipedia, el pico fino en punta y en la cabeza negra dos rayas blancas por arriba de los ojos, como si se hubiera pintado para ir a la guerra y camuflarse del Depredador de Schwarzenegger. ¿Creía mi mamá que le decía “bicho feo” a ella? ¿A ella, justo a ella? Hermosa con sus pecas y su andar de provincia hasta la carnicería… El bicho feo la peleaba, y ella, para no ser menos, para no quedarse callada, se quería quedar con la última palabra, porque terca como toda taurina, no estaba dispuesta a permitir que el bicho feo se aprovechara de su posición privilegiada en la rama del tilo, a la sombra del sol de enero, bajo el agua tambaleante de la Pelopincho, tibia y llena de bichitos que se juntan en el limonero y que el viento barre. Otros bichitos, no feos, lindos y también amarillos como la panza del benteveo… ¡Cuántos bichos lindos en el fondo de casa! Y el bicho feo no paraba, cantaba enloquecido:
-Bicho feo, bicho feo.
-Bicho feo, bicho feo -le llegaba desde abajo, en el fondo, la respuesta de mi mamá.