Paranaländer descubre de sopetón en una afirmación feminista de los años 20 el origen quizá en el fondo no popular de las ideas progresistas que tratan de instituirse en nuestro medio.
“La carencia de fábrica hace que en realidad la mujer obrera no exista en nuestro país”.
Esto declara María Felicidad González, pionera del feminismo local paraguayo, en una artículo periodístico titulado “La mujer paraguaya” del 8 de julio de 1922 (Caras y caretas, p. 36).
Merece tal contundente afirmación al menos dos disquisiciones. Una actual, candente y, la otra, histórica.
Suponiendo sea cierta tal afirmación, queda flotando una primera pregunta: ¿entonces es un mito esa rancia y unánime creencia de que las ideas vienen de abajo, de las capas populares, etc.? Si no había obreras en los años 20 liberales del Paraguay, ¿cómo asomó la idea del feminismo en Paraguay? ¿Fue una mera idea foránea (USA/UK) elucubrada por intelectuales de una clase con acceso a la instrucción universitaria?
Esta cuestión hoy está muy debatida en relación al origen de la teoría de género, la ley trans, la sustitución con la e de toda vocal que suene a masculino, etc. Al parecer su génesis, una vez más, nos llevaría a las academias norteamericanas, es decir, a los estudiantes y/o profesores universitarios. Por ningún lado se vislumbra un obrero, campesino ni algún homeless como cerebro-ebrio de tales innovaciones posmodernas.
En suma, que las ideas revolucionarias, progresistas, de Occidente, todas, o casi todas, han surgido no de abajo (como se ha creído y propalado habitualmente) sino de arriba y en países poderosos (colonialistas o con visos imperiales).
De hecho, la señora González termina su artículo tarareando el home sweet home yanqui (“ella -es decir, la mujer paraguaya, canta con las clases media y rica”) además de ensalzar al gran país del norte como “cuna” de las ideas más progresistas de la humanidad. También piropea al gobierno liberal de Ayala y al parlamentario femeninista Telémaco Silvera. Pero tiene que reconocer que los derechos políticos de la mujer aún están por instituirse. Casi 40 años después se lograría el voto femenino, en la era de Stroessner (1961).
La segunda cuestión, más histórica que conceptual o aporética, es el motivo por el cual la señora Felicidad González invisibiliza a las mujeres trabajadoras, por ejemplo a las célebres mercaderas. Y esto antes de aclarar si había o no obreras en Paraguay a comienzos del siglo. Las mercaderas no serían obreras pero eran las trabajadoras más conspicuas entonces en la capital. vendiendo su pety, avati, mandió, naranjas, cumandá, manduvi, etc.
Este desdén por un sector femenino ya se había efectuado en la obra de Serafina Dávalos, quien preocupada por la paranoia higienista y sanitaria acusa a las mujeres de la plaza uruguaya de propagar la blenorragia y la sífilis dentro de la sociedad paraguayensis. corriéndose el riesgo con ello, pensaba la doctora, de que el país se llene de sifilíticos y deficientes mentales. (Otro avatar de este celo positivista extremista -venido del siglo XIX- se revela en el lenguaje de la época, sobre todo con el apotegma inmortalizado tristemente por Báez: “Paraguay país de cretinos”).
“La mujer de la clase elevada reparte su tiempo entre los cuidados de su hogar los que le demandan las múltiples instituciones de beneficencia de que forma parte. Las asociaciones arriba citadas (“Asilo de huérfanos y mendigos, Asilo de ancianos, Asociación Santa Marta para instruir a la gente de servicio, Asociación Nacional de Damas de Caridad protuberculosos, Asociación de protección a los niños pobres, Asociación pro presos, La gota de leche, etc.”) están compuestas en su totalidad de lo más granado de la sociedad paraguaya. No obstante haber sido hechas para la vida exterior y brillante, ellas son las guardianas de un hogar bien constituido, y es digno de alabarse su espíritu de familia”.