En casi todos los libros, escribe Thoreau, el yo, la primera persona, se omite; pero él la considera, asumiendo el egoísmo que implica, y volviéndola, además, su rasgo distintivo. Por: Derian Passaglia
Estaba en el colectivo, línea 95 o 100, sentado en la parte de atrás en los asientos individuales de la fila izquierda, leyendo un libro de Sade de tapa rosa. Se narraba una orgía, o algo así, una escena larga y sexual durante capítulos enteros. Los personajes se metían cosas duras y grandes, de porcelana o de goma, por la concha o el culo. Levanté la cabeza y miré por la ventanilla una fila de casas todas iguales, blancas. Todo era blanco: las puertas, las ventanas, los árboles, el cielo. De repente el blanco se aisló del resto de las cosas, y ya no pude distinguir ninguna forma del mundo más que el blanco. Se me había bajado la presión, por suerte me di cuenta al toque. Cerré el libro, me agarré de algo, una manija o el marco plateado de la ventanilla, y seguí mirando afuera para recibir el aire en la cara. El aire, de a poco, me empujó de vuelta a la realidad, al colectivo, a mí mismo pálido y temblando. ¿Eran las crueldades gratuitas que contaba Sade las que me causaron un efecto físico que nunca había tenido, ni volví a tener leyendo un libro, o eran los primeros síntomas del ataque de pánico que me duró un año, año y pico después del cambio?
El Walden de Thoreau está dirigido especialmente a estudiantes pobres, como era yo en ese momento, aunque tuve la suerte también de que mi familia me bancaria con el tema de la plata. Ni siquiera tuve que trabajar mientras estudié, lo que hubiera sido mi mayor miedo, y mi fantasmagórica desgracia. La noche en que me mudé al departamento de Honorio Pueyrredón dormí entre cajas. Había bajado a buscar un chino, compré jamón, queso, pan lactal y comí unos sánguches usando como mesa una caja. A las pocas semanas vinieron de visita mis viejos con mi abuela Mabel, y fuimos al Easy y a Minicuotas Ribeiro. Thoreau hubiera estado muy decepcionado de haber sabido que no construí la mesa con mis propias manos, ni la heladera, y que fue mi abuela la que me compró todo, incluidas las sillas, la compu con la que chateaba y escribía los parciales y las monografías, y hasta la ropa cara de shopping con la que me gustaba vestirme. Las comodidades que requiere un estudiante en Cambridge, o en cualquier otra parte, según Thoreau, le cuestan a él o a otro un sacrificio de vida diez veces mayor del que haría falta si se siguiera un método mejor por ambas partes, que es justamente el m´todo que quiere enseñar escribiendo el Walden…
Daniel Durand, quizá no con estas palabras porque el recuerdo de la conversación se deforma, dijo que Thoreau es un chamuyero: el bosque del lago Walden al que Thoreau se fue a vivir por dos años, donde construyó su casa y cosechó su comida, queda en realidad a pocas estaciones de tren de la ciudad. La épica que le pone al hecho de vivir en la profunda naturaleza, alejado de la civilización, el comercio y los ruidos, sería así re trucha. Mientras construye su casa, es verdad, Thoreau va y viene del bosque a la ciudad, de la ciudad al bosque. Pero lo que siente en un lugar no lo siente en otro, y ese sencillo desplazamiento le permite crear su propia grandeza interior, narrada con la épica de un romántico, aunque él mismo niegue proponerse escribir una oda a la melancolía, sino baladronear con tanta fuerza como el gallo sobre su pértiga, en la mañana, para despertar a los vecinos. Si alguna conciencia quiere despertar Thoreau con sus cacareos, es la de la persona que tiene al lado. El jefe de cátedra de la materia Literatura Estadounidense de la UBA, siguiendo el razonamiento de Daniel Durand, dice que Thoreau se llevaba al bosque de Walden un tupper con milanesas que le había cocinado la mamá. Al final no parecemos tan distintos, Henry Thoreau, porque cuando venían de visita desde Rosario mi mamá también me traía no uno sino dos tuppers con milanesas, y mi abuela me cocinaba torrejas de acelga para frizar, e íbamos al Jumbo de Felipe Vallese y Acoyte y yo feliz, porque la heladera iba a quedar llena por un mes al menos, y a veces por más.
¿Pero en qué lugar queda el sentimiento, la construcción del sentimiento de Thoreau, motivo despreciado en la literatura vanguardista del siglo anterior, en la que se privilegió el efecto y la técnica? En casi todos los libros, escribe Thoreau, el yo, la primera persona, se omite; pero él la considera, asumiendo el egoísmo que implica, y volviéndola, además, su rasgo distintivo. La importancia de ese yo, como la de todo aquel que cuenta algo, es que tiene en su experiencia algo distinto que contar, algo que otro no vivió pero en lo que se puede identificar, o al menos aprender. Es rara la experiencia en Walden, porque a diferencia de los relatos centrados en un yo, donde la experiencia es una situación particular que le pasa a ese yo y lo atraviesa, acá la experiencia se fabrica con las propias manos, como si Thoreau supiera que todo relato, a pesar de que cuente la vida, se debe construir. Convencionalmente, este yo que narra en Walden es la autoridad, es el que sabe.
En su crónica sobre el Walden, Hebe Uhart se centra en la parte utilitaria, en los detalles que cualquiera pasaría de largo, y en la vida cotidiana de los bosques: Thoreau comía en el bosque, dice Hebe Uhart, tocaba la flauta, patinaba en el lago con unos patines que se había inventado, y miraba halcones. Para Uhart, Thoreau no es solamente palabras impresas en un libro, ni un yo que cuenta su experiencia en forma de anécdota, sino un hombre de carne y hueso con el que tiene una relación desconcertante, extraña, no del todo amable. Por momentos le parece que Thoreau estaba un poco chiflado, y leyendo otras cosas le parece que tiene razón. Esa atracción entre polos opuestos que nota Hebe Uhart en la personalidad de Thoreau es increíble. Dos siglos después de haberse escrito el Walden, todavía no se puede encasillar del todo. ¿Estaba chiflado o tenía razón? ¿Hombre de genio o terrible y habilidoso chanta este Thoreau?