Thoreau, al ver su cabaña, su lago y su bosque en sentido religioso, comulga con la naturaleza, y provoca uno de los esfuerzos literarios más grandes de un ser humano por transformarse en nada. Por: Derian Passaglia
Las mejores páginas del Walden nacen de esta suspensión involuntaria del “yo”, de la pobreza buscada y de la descripción del bosque. No lo dice nunca, porque sus intenciones son utilitarias, pero pareciera que en el fondo lo único que Thoreau desea es vivir como en un cuento de hadas, en un lugar hermoso y mágico, doloroso, cruel, atemporal y solitario. Su casa, dice, era meramente una defensa contra la lluvia, sin revoque ni chimenea; y las paredes, formadas de toscas tablas manchadas por la intemperie, tenían anchas rendijas que dejaban penetrar el frío durante la noche. Ese frío helado lo hubiera podido arreglar fácilmente con otras cuantas tablas y herramientas, ¿pero no era también buscado? ¿No lo hacía, ese viento del bosque nocturno, sentir que vivía? ¿Que abrazaba la vida en toda su dimensión, con lo que tiene de bueno y lo que tiene de malo?
La cabaña, sigue, era apropiada para recibir a un dios viajero, y donde una diosa habría podido arrastrar la cola de su vestido. Yo gozaba, dice después, como si el gozo fuera uno de los sentimientos más fugaces y más deseados, el gozo de la felicidad plena, yo gozaba de la inmediata vecindad de los pájaros, no por haber aprisionado alguno, sino por haberme puesto yo mismo en una jaula cerca de ellos. Y en esa inversión de la escritura, Thoreau se vuelve un animal del bosque. Ya no estamos leyendo a un humano, la que escribe ahora, a partir de ahora, es la naturaleza misma, la ilusión de una naturaleza escritora. Y cuando salía el sol, sigue Thoreau, lo veía quitarse sus vestidos nocturnos de niebla, y aquí y allá, sus delicadas ondas o su tersa y espejeante superficie comenzaban a descubrirse gradualmente, mientras las nieblas se apartaban furtivas y espectrales, en todas direcciones, como si se dispersara algún aquelarre nocturno. El rocío mismo parecía colgar de los árboles hasta más tarde de lo usual, como sucede en las faldas de las montañas.
Como es la naturaleza la que cuenta su vida por intermedio de Thoreau, y como es el bosque a lo que se accede en su realidad, sin aparentes construcciones literarias, también somos nosotros observadores. Y lo que se observa en el bosque, cuando se está ahí, es el tiempo que pasa en las cosas: se corre el sol, se alargan y achican las sombras, hace más frío, hace más calor. Al promediar la tarde, sigue Thoreau, reinaba la serenidad del anochecer y el tordo cantaba por los alrededores y se oía de una orilla hasta la otra. El agua, llena de luz y de reflejos, se convierte en un cielo mucho más bajo, y por eso mismo, más importante que el otro. La realidad real del bosque, sin estéticas, en su naturalidad, es esta paz, esta quietud que ofrece Thoreau con su experiencia, aunque él no crea que está construyendo una forma determinada de ver al bosque, aunque sepa muy bien que se trata solamente de un punto de vista. Descubrí que mi casa, dice en la página siguiente, estaba realmente situada en una parte del universo no sólo apartada, sino nueva y jamás profanada. Thoreau, al ver su cabaña, su lago y su bosque en sentido religioso, comulga con la naturaleza, y provoca uno de los esfuerzos literarios más grandes de un ser humano por transformarse en nada, en pura materia orgánica.
Ser un observador de la propia experiencia quizá sea un don de sabios antiguos, de filósofos chinos o griegos milenarios, o de Marcel Proust encerrado en su pieza, aislado de los ruidos para escribir mejor y para no sentir ya nada más que ese pasado que latía en su espíritu. Quizá, el Walden no revela la forma real de un bosque, o quizá sí. Pero lo que seguro muestra, todavía involuntariamente, es que la escritura sobre uno mismo, sobre el “yo”, no necesita tanto de la experiencia como de la observación. Es el método que usan los científicos, es el método casi objetivo de la ciencia para estudiar, en la literatura, el interior de una persona.
Cuando llegaba la noche, los fines de semana, me tiraba a la cama con la compu entre las piernas, una película y unos vasos de cerveza. Tomaba durante toda la peli, hasta que ya no me daba cuenta el pedo que tenía y la vista se me nublaba. Una de esas noches terminé de ver Armageddon llorando, un llanto incontenible, imparable, porque Bruce Willis había salvado el mundo de su destrucción, y para eso había tenido que dar la vida. Bruce Willis se sacrificó por todos nosotros como Thoreau en el bosque para regalarnos su palabra, y a mí esa entrega, ese destino que se acepta seguro y sin miedo, me mató. Lloraba tapándome la cara, sin consuelo. Después de la película, borracho, abría Youtube y ponía algunos temas melancólicos que me hacían acordar a mi ciudad, al barrio, a la vida que ya no existía y que solo iba a persistir y revivir cada vez en la memoria. Entonces agarraba el celular con tapita, y como podía buscaba el contacto de mamá, o de papá, y los llamaba así, con los ojos hinchados, sentado en el piso de la cocina para que no escucharan los vecinos, aunque igual escuchaban, porque se escuchaba todo en el pulmón milimétrico, y les hablaba con la voz tartamuda por el alcohol y el llanto, y algo les decía, ¿pero qué? ¿Que les decía? Sus voces, pasados unos minutos, me calmaban, y me quedaba un rato después, con el celular entre las piernas, mirando las baldosas a granito blanco y negro de la cocina, escuchando el ruido del motor de la heladera a la madrugada.