Derian Passaglia escribe sobre En busca del tiempo perdido, célebre obra del escritor francés Marcel Proust.
Esta nota es una simple paráfrasis a una escena de la mejor novela del siglo XX, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, específicamente del tomo III, titulado Del lado de Guermantes, con el objeto de que cualquiera se anime a leerla. Puede abrumar, ya sé, que te digan “esta novela es la mejor del siglo”, “hay que leer a Proust”, pero no hay que tenerle miedo, o mejor, hay que perderle el miedo a los grandes, porque son en definitiva los que más se disfrutan una vez que se les encuentra la vuelta.
Hasta el tercer tomo, por lo menos, casi la totalidad de la novela consiste en asistir a grandes cenas en palacios y salones de la alta aristocracia francesa de fines del siglo XIX. Eso es hermoso, porque parece que nosotros, como lectores, vulgares sudamericanos con unos pocos años de historia en el mundo, viviendo al día, ingresamos a un universo que nos resulta completamente ajeno. En esos largos banquetes hay marquesas, duques, princesas, diplomáticos, toda gente importante y de sangre real, y también está el narrador, un joven aspirante a escritor que parece y no parece pertenecer a ese mundo: se limita a observar y a comentar la escena, y en general a ridiculizar sutilmente a los presentes.
Estamos en ese momento, en ese lugar, como invitados que se colaron por la ventana. Visto así, da un poco de morbo, porque parece que nadie nos invitó a ese momento de intimidad, y eso es cierto: estamos con el narrador, entramos como fantasmas silenciosos de la mano de Marcel Proust a una cena en la casa de la marquesa de Guermantes. ¡Por primera vez en nuestras vidas estamos dentro de un palacio! Es increíble, es excitante. Las cenas duran páginas y páginas, a veces más de cien, y ese recurso de no cortar la escena, de hacerlo durar, nos da una sensación de realidad infinita.
Al narrador, en la cena en casa de la marquesa, le llama la atención la amabilidad de la princesa de Parma. Las princesas suelen ser mala onda, comenta el narrador, se hacen las divas, pasan por al lado tuyo y ni te registran, te miran de arriba a abajo… ¿Quiénes se creen que son? ¿Se comieron el personaje? Pero la princesa de Parma no, era la amabilidad hecha persona, entonces el narrador se pregunta las razones. ¿Por qué la princesa de Parma es tan amable? ¿Qué oculta? ¿Qué la lleva a ser diferente a otras princesas? Y ensaya los motivos.
El primero de los motivos era, claro, su educación. Todos los nobles esos son muy educados, de hecho las buenas maneras, la finura de las formas, es el modo de relación de esta gente. La madre de la princesa, soberana entroncada con todas las familias reales de Europa, le había “inculcado los preceptos orgullosamente humildes de un esnobismo evangélico”. ¿Cómo se puede ser un evangélico snob? Los evangélicos que conocemos son ex adictos en recuperación por las drogas, personas en situación de calle, hombres y mujeres de profundos lugares que buscan una redención personal al vacío de la existencia, la falta de amor o de plata. La princesa de Parma, entonces, nos es algo próxima: es evangélica, aunque snob. Todos los personajes proustianos practican el snobismo en alguna medida.
La madre de la princesa, entonces, le habría lavado la cabeza con Dios y con un discurso de humildad que habría penetrado profundamente en ella, y así se habría vuelto una persona adornada con joyas brillantes y encajes pero que habría tenido una conciencia muy diferente a la de su alta sociedad, en general mezquina y elitista, porque la princesa de Parma tendría la capacidad de recordar las palabras de su madre, abrir su corazón al prójimo, y pensar que Dios ha querido en su bondad que posea todas las acciones del canal de Suez, y tres veces tanto de la Royal Dutch como Edmond de Rothschild, y sus antepasados habían sido príncipes de Cleves y de Juliers desde el año 647. ¿Por qué, así, ser despreciable con el resto, con los inferiores, con los que menos tienen?
El segundo motivo era, quizá, más personal para el narrador: la princesa de Parma era muy amable con Marcel, el joven aspirante a escritor. La princesa de Parma estaba convencida de antemano, explica el narrador, que todo lo que veía en casa de la duquesa de Guermantes, gentes y cosas, era de una calidad superior a lo que había visto en casa de ella. Pero también hay que decir que la princesa de Parma actuaba siempre así, en cualquier otra casa de gran dama a la que asistía. Por el plato más simple, ante las flores más ordinarias, pedía permiso para mandar buscar la receta al día siguiente o a hacer ver la especie por su cocinero o por su jardinero principal, personajes de grandes salarios, que tenían su coche propio y, sobre todo, sus pretensiones profesionales, y que se sentían muy humillados de ir a la casucha de la duquesa de Guermantes para informarse sobre un plato desdeñado o tomar de modelo una variedad de claveles que no era ni la mitad de bella a las que había en casa de la princesa de Parma.
¿Era sobreactuada esta amabilidad? ¿La princesa de Parma realmente exageraba las maneras, estiraba la sonrisa, para con el resto de las personas, incluso de rangos nobles y personalidades importantes? Quizá hiciera un poco de ruido tanta humildad, tanta atención hacia lo ordinario por parte de la princesa, pero de lo que no debía dudarse era de su corazón, porque al fin y al cabo era diferente a los demás, y siempre lo había sido así, y no le interesaba ostentar ni jactarse de nada. En todo caso, es el lector, la lectora, a quienes nos toca juzgar su comportamiento. ¿Somos capaces de juzgar a una princesa o ese acto quizá nos devuelva a nuestra propia condición vulgar, miserable, en nuestros departamentos alquilados, en nuestras con manchas de humedad en las paredes y pérdida de agua en los caños? ¡Gracias Marcel por tu generosidad! ¡Por compartirnos ese mundo de lujos y snobismo al que no hubiéramos accedido de ninguna otra forma!