Entonces, pensaba, debería vestirme bien para entregar a aquellos niños y niñas de 2do y 4to año todo mi potencial saber que había aprendido en las aulas de la Universidad de Buenos Aires. Por: Derian Passaglia
Durante algunos años me vestí con camisa a cuadros, cinto, jean achupinado, o esos pantalones de gabardina suavecitos al tacto, pero no porque fuera un oficinista del microcentro con su latte macchiato en vasos plásticos descartables con tapitas, esperando cruzar avenida de Mayo y Tacuarí para subir a su cubículo oscuro que tiene por oficina y mandar un mail a sus superiores, sino porque era docente de la materia Lengua y literatura de una escuela muy pudiente de la zona más residencial de la Ciudad de Buenos Aires, en la lujosa y empedrada Avenida de los Incas, cuando nace en Crámer.
Entonces, pensaba, debería vestirme bien para entregar a aquellos niños y niñas de 2do y 4to año todo mi potencial saber que había aprendido en las aulas de la Universidad de Buenos Aires, porque creía, en aquella época, que todo lo que había aprendido gracias a la universidad gratuita, de alguna forma tenía que devolverlo a la sociedad… Como una responsabilidad lo sentía, sí, pero fue una época, una época en la que caminaba por entre las tipas y las mansiones de Zapiola, mansiones blancas y de grandes ventanales, y miraba todo ese mundo que no me pertenecía, y veía pasar a la monja por los pasillos de la escuela, con su larga túnica gris impoluta casi hasta el suelo, y esa rigidez aprendida en claustros silenciosos y divinos, y la veía pasar con sus ojos celeste polacos o rusos inmigrantes, y me hacía acordar al mismo tiempo a las monjas de mi propia escuela, aunque no tan pudientes, de allá lejos y hace tiempo, cuando era adolescente, en Las Oblatas, la escuela religiosa de la que fui alumno en Rosario.
Una escuela chiquita era, acogedora, es cierto, pero no tan amable como podría parecer, porque la cuota era muy alta, y los cursos de poco más que veinte alumnos, y era un placer trabajar con los chicos y chicas, porque habían tenido una educación que superaba ampliamente a la mía, que leía libros de Borges y de César Aira, que tenía como su propia religión la Medea de Eurípides, que se emocionaba con la prosa límpida y vanguardista de Pier Paolo Pasolini, fan de la poesía argentina de la década del noventa, o que había visto gran parte de la filmografía de Alfred Hitchcock y John Carpenter, pero que no sabía dividir por dos cifras, o los componentes de una célula, o procesos básicos vitales e históricos que los chicos de la escuela religiosa pudiente habían aprendido quizá en la primaria. Amable y delicadamente, porque su educación también se veía reflejada en las maneras del decir, alguno corregía al profesor de Lengua y literatura cuando se mandaba alguna de sus burradas en el pizarrón, tratando de enseñar con sus dos materias pedagógicas encima, la diferencia entre objeto directo e indirecto, la posición de un circunstancial en la cadena oracional de los textos o los componentes característicos de la fábula…
Chicos y chicas bien peinados, perfumados, con la ropa planchada y reluciente, con aroma a juventud y privilegios, que reían por lo bajo de mi nula pronunciación de la letra “s” en posición final, por mi condición de rosarino comegato; chicos y chicas que se ausentaban dos semanas, o tres, o un mes entero por un viaje a islas remotas de continentes que no imaginaba ni siquiera en sueños, que se levantaban militarmente cuando el profesor entraba al aula, y que me hacían sentir una estrella de Hollywood desfilando por la alfombra roja para recibir su premio dorado en el altar; chicos y chicas que lo habían tenido todo, y así seguirían hasta el final de sus días, teniéndolo todo, incluso una educación del más alto nivel en la Argentina, sí, esos eran mis alumnos, mis alumnas, y era un placer enseñarles, porque casi, casi, que no tenía que esforzarme, y porque eran ellos, a veces, los que me enseñaban a mí…
Pero aquellos días de turista de los privilegios ajenos terminaron abruptamente cuando la directora me mandó a llamar a través de la preceptora, y quizá yo intuí que algo fulero se venía, algo feo, porque bajé lentamente la escalera de madera, pensando lo peor, y lo peor finalmente, cuando se lo espera, llega. La directora, que era también una gran creyente, como la monja polaca o rusa dueña de la escuela, me dijo:
-Sentate.
Y yo me senté temblando.
-¿Vos les estuviste hablando a los chicos sobre el aborto?
Y yo, en un primer momento, confuso, le expliqué que sí, o que en realidad no, que eran ellos los que habían hablado sobre el aborto, que eran ellos los que pusieron el tema sobre la mesa, en la intimidad del aula que daba a una callecita empedrada a pocos metros de la Avenida de los Incas, y en el marco de una clase sobre «el texto argumentativo”, se inició una discusión acalorada a raíz de otro tema, que por aquellos días llenaba la agenda de la prensa y la opinión pública, porque en el congreso se debatía la ley 27.610, que regula el acceso a la interrupción voluntaria y legal del embarazo. La discusión había desnudado ideologías de un lado y de otro, y me defendí ante la directora:
-Pero yo no opiné. Fueron ellos los que opinaron.
-Los chicos me dijeron que te vieron haciendo caras. Son temas para tratar en Religión, no en Lengua.
Y así me fui de su escritorio, desolado, con el corazón desecho y desempleado, porque la directora me comunicaba que “prescindirían de mis servicios”, como dicen los periodistas deportivos, y que me depositarían en la cuenta la indemnización entera, una buena suma y cantidad que me serviría para después mudarme, años después, de casa y de barrio, lejos de todo aquello, lejos también de aquella angustia, muy lejos y más allá, casi al borde del riachuelo…