En todo cuento de Carver hay algo “no dicho”, un recurso literario que Carver aprendió y modificó levemente de Hemingway. Por: Derian Passaglia
Raymond Carver es uno de los escritores yankis más imitados en Latinoamérica después de Faulkner y Hemingway. Su influencia es incalculable, aún en escritores que no lo leyeron, que repiten las mismas fórmulas en el mero desconocimiento. Así que cuando usted, lector, lectora, se enfrente con una novela o un cuento que represente la decadencia de la sociedad burguesa en sus capas medias, cuando lea un relato que tematice los problemas de relaciones familiares, a través de una prosa escueta, seca y que maneje el recurso literario de lo “no dicho”, sepa que de fondo está leyendo a Carver, y bostece.
Pero Carver no es sus imitadores. Carver es más que sus imitadores y que su propio editor. Cuenta el mito de origen (según Aira, todo escritor necesita el mito de origen para contarse a sí mismo) que el editor le borraba párrafos enteros y le cambiaba los finales, y hacía lo que quería con sus cuentos, hasta el punto en que el estilo “carveriano” se forjó a base de esas correcciones. Quizá sea aquel primer antecedente lo que provocó que cada vez más los editores y talleristas tengan real incidencia en la literatura, o en el producto final, que sería el libro. En el caso de Carver, el editor, el hecho mismo de la edición, va unida a su literatura, como si fuera un relato más que hay que leer para apreciarlo.
En todo cuento de Carver hay algo “no dicho”, un recurso literario que Carver aprendió y modificó levemente de Hemingway. Toda la literatura norteamericana podría leerse desde esta mirada: hay cosas no narradas, no contadas en los hechos que pasan, y es el lector quien debe interpretarlos. Por un lado, está bueno, porque le da un gran espacio y un poder imaginativo al lector; por otro lado, resulta contradictorio que la literatura esté formada por palabras, y que la cuestión importante de lo “no dicho” sea justamente no decir palabras. A mí me gustan las palabras, me gusta que me las digan, me gusta decirlas y me gusta leerlas. Si el escritor no me va a decir algunas cosas, supuestamente importantes de lo que pasa, ¿para qué escribe? ¿Qué sentido tiene así? Lo que no me gusta en literatura es la venta de humo.
El cuento “El gordo” bien podría ser cancelado por las sensibilidades contemporáneas debido a su temática: se trata de la anécdota que una chica, moza en un clásico dinner, le cuenta a una amiga suya, y la historia que le cuenta es sobre un gordo que atendió una vez, que era gordo pero gordo, tan gordo que comía y seguía comiendo, y seguía pidiendo comida y bebida y postre, y otra vez postre… A la moza este gordo le horroriza, y entra y sale a la cocina con bandejas, y no puede dejar de mirar lo gordo que es. El cuento es genial, porque va al centro espiritual de los productos del capitalismo del Mundo Libre: el consumo desmedido que genera cuerpos grotescos, monstruosos y sin forma.
Tiene un final inesperado. Toda la anécdota que la chica le cuenta a su amiga, imitando perfectamente las convenciones de la oralidad, con sus repeticiones y sus lagunas, es para decirle que ese gordo le hizo acordar a su novio, cuando una noche tuvieron sexo: se le tiró arriba suyo y sentía que se le estaba tirando aquel gordo, es decir, la chica habrá tenido la misma sensación de asco y repulsión. Me parece fascinante cómo ilustra Carver un sentimiento de pareja con una anécdota, con una figura, con apenas una situación. “Mi vida va a cambiar -dice la chica en la última oración-, lo presiento”. El cuento se puede leer acá.