El bosque representa para Hudson un sentimiento muy específico. Estaba él en una laguna o estanque poco profundo, que había descubierto unas semanas antes… Por: Derian Passaglia
Lo que lleva a escribir es el sentimiento. A mí me emocionan las formas en el arte y la literatura, pero el sentimiento es algo distinto, intuitivo, y capaz previo. Hay una cosa acá adentro que necesariamente tiene que salir para afuera. Estos renglones, esta tinta, siguen siendo un medio, pero el más tremendamente eficaz y preciso, a tal punto que se vuelve una forma, que viaja a través de un sentimiento, un sentimiento que flota sobre la hoja, o levita sobre la hoja, como una luz inquieta que no encuentra reposo sino en alguien que también lee. Y aquel otro que lee, aquella otra, ¿atraparán la luz en su interior, crearán otra de esa misma o simplemente la dejarán flotar? Esto es lo que siento, acá lo dejo, porque lo quiero compartir y me gusta también sentirme acompañado.
El bosque representa para Hudson un sentimiento muy específico. Estaba él en una laguna o estanque poco profundo, que había descubierto unas semanas antes. Era una mañana tibia y luminosa de fines de abril. La laguna, escondida en una depresión del terreno, entre arbustos tupidos de cojo, zarza y endino, en un terreno pantanoso, seco y descolorido, daba al visitante una soledad asegurada. Esa soledad es la misma que fue a buscar Thoreau al bosque del Walden. ¿Será que cuando pensamos en la naturaleza creemos que lo que tiene para darnos es soledad? ¿Un espacio vacío para el ser, como la Sala del Alma y el Tiempo en Dragon Ball, donde Gokú entrena a Gohan y alcanza la transformación en Super Sayayín? No sé, pero pareciera que cuando uno se va a estos lugares tan alejados, increíblemente hermosos, es para pensar en soledad, para buscar algún tipo de respuestas que no está encontrando en otro lado, o como hacen los ricos y las empresas con sus retiros espirituales. Hudson quiere estar solo y se va a una laguna; cuando quiero estar solo leo y escribo, si es en la cama mucho mejor, porque es mi lugar favorito para leer y escribir, y a veces levanto la cabeza y veo las nubes y sus formas en el cielo de Barracas, y hago consciente el ruido como de estática de los autos en la autopista.
Rodeado de toda esa belleza mágica, a Hudson lo asalta un pensamiento triste, no dice cuál es, se lo guarda… ¿Será que cortó con la novia? ¿Tal vez no llega con el sueldo de migajas a fin de mes? ¿O piensa en algo más eterno y no tan banal, como que todas las cosas en algún momento finalmente terminan, porque así es el ciclo biológico de la existencia? Va a quedar la duda. La cosa es que Hudson se mambeó en la laguna, como le puede pasar a cualquiera. Lo mismo de siempre también: lo terriblemente hermoso lo llevó a pensar en lo terriblemente feo. Pasa cuando se empieza una relación, por ejemplo, y todo es tan nuevo y tan lindo, que de repente y sin esperarlo interrumpen pensamientos intrusivos que atacan por todos los frentes: ¿se acabará esto alguna vez?, nos preguntamos, ¿nos ganará la rutina o el acostumbramiento? ¿Qué pasará en el futuro y cómo será? Como Hudson, y aunque no en la laguna, yo también ando un poco mambeado.
Para no pensar más en lo triste, Hudson se concentra en los sonidos de extraño volumen del chiff-chaff, la curruca de ese distrito pantanoso, que abundaba en esa época más que en cualquier otro lugar de Inglaterra. Había al menos una docena de esos pájaros, y esa experiencia musical lo lleva a pensar en un historiador de la antigua religión romana, Warde Fowler, sobre la dulce estación que trae nueva vida y esperanza a los hombres, porque claro, el título de la crónica es “Melancolía primaveral”. La experiencia no es previa a la literatura, no es necesario vivir para después contarlo, porque fue la relación entre la literatura y la vida lo que provocó el despertar de un sentimiento en Hudson: el canto de los pájaros le recordó una frase, y eran esos mismos pájaros los que validaban o certificaban la frase, como si los únicos críticos literarios que necesita un escritor son los que se encuentran volando de rama en rama.
Es primavera y Hudson siente melancolía en la soledad de la laguna. Pero es raro, se dice a sí mismo, ¿no debería sentirse bien o feliz ante el verdor de las hojas y la fragancia de la zarza, y el vecino emplumado de los abedules revoloteando acá y allá? Esta contradicción, que lo mambea de repente, proviene de la visión externa, de la naturaleza misma que le devuelve como un espejo su naturaleza interior. Hudson no encuentra lo que va a buscar a la laguna. No hay paz ni tranquilidad a pesar de todo. Algo insiste en no desaparecer. La huída de la ciudad no sirvió de nada, porque aquello de lo que intentaba escapar también está en la naturaleza, es más, parte de la naturaleza misma, de toda cosa visible. Cada flor y cada hoja y cada mata le hablaba de sus desgracias, le señalaba su tristeza y su falta. La misma luz del sol, que daba vida y brillo a todas las cosas, se decoloraba en una oscuridad sin salida.
Hudson está solo y piensa en los amigos que ya no están, y le parece tan real ese pensamiento, como si el entorno natural hubiera creado una cápsula en el tiempo, que siente a sus queridos y viejos amigos al lado suyo, casi como si estuvieran con vida, y los ve pasar e irse, desfilando por las nubes de su mente y los latidos, inaudibles, de su corazón. Hudson siente que el último de esos amigos estaba con él hasta ayer nomás, y lo miraba, siempre en su imaginación, y el amigo le pedía que escuchara al chiff-chaff, esa pequeña melodía de primavera. ¿Y no es verdad que a veces, al cruzar una avenida, la puerta vidriada de un café, o descubrir una foto entre las cajas de mudanza que se acumulan en el placard, el pasado toma forma, sin aviso previo, y se vuelve parte del presente? Se vuelve, más bien, el universo entero en el presente, y hay una necesidad de investigarlo, no para señalar sus faltas, sus errores, como tan común se volvió, sino para escucharlo, como Hudson a su amigo muerto o imaginario en la laguna, lo que ese pasado tenga para decirnos.