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viernes, noviembre 22, 2024

Un episodio amoroso en la vida de Franz Kafka

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Decía Ricardo Piglia que Kafka escribe tanto a Felice con el oscuro secreto de mantener a su amor lejos. Por: Derian Passaglia

Empecé a leer hace unos meses las Cartas a Felice de Franz Kafka, que abarcan seis años, de 1912 a 1917, y más de 700 páginas: había días en que Kafka le escribía más de una carta al día, y la pobre de Felice llegó a recibir 15 en una semana. Como la obra de Kafka, como su propia vida, las cartas son una tortura, y no se pueden pensar más que como un castigo que recibe Felice Bauer por algún mal que habrá hecho. ¡Más de 500 cartas de Franz quejándose porque ella no le escribe con la frecuencia que desea, llorando porque lo quiera, mendigándole cariño! Es un tóxico con todas las letras.

En estas cartas quedan claros los problemas de autoestima de Franz, la psiquis retorcida y autodestructiva, los excesos de pensamientos intrusivos que lo arrastraban a la soledad, la timidez y las inseguridades. “Pobre amor mío -le escribe a su amada-, atrapada entre un demonio que la atormenta sin escrúpulos…” Y también estas líneas que levantarán el ánimo de cualquier caído: “Yo soy en el fondo (…) un ser miserable y desgraciado; aquello que en mí es extraordinario lo es, en su mayor parte, en un sentido triste y malo…”

Decía Ricardo Piglia que Kafka escribe tanto a Felice con el oscuro secreto de mantener a su amor lejos. Esa distancia le sirve para escribir, para no consumar el amor, para que brille su propia literatura. Franz es sensible, todo le afecta, el trabajo le aturde, su padre lo hostiga y su madre lo trata como un nene. Pero el lector termina preguntándose, efectivamente, ¿por qué no se toma ese bendito tren hasta Berlín a visitar a su amada? Quizá era una forma de mantener la relación de una manera retorcida, cruelmente dependiente de sus emociones parasitarias, de estrechar un vínculo que quizá solo existía en la palabra.

Hasta la página 224 de mi edición (Nórdica, 2013) no aparece este, el mejor episodio, que no tiene que ver con el amor, aunque sí, porque Kafka se lo cuenta a Felice, pero se trata de una situación incómoda que vivió en su trabajo y que bien podría ser otro de esos cuentos breves que era marca de su estilo personal. A él y a dos colegas más van a ascenderlos, y el jefe, el “káiser”, los reúne en una ceremonia protocolar. Uno de sus colegas empieza a hablar, agradece la oportunidad, despliega una retórica sensata y elegante, pero cuando termina su discurso “el presidente levantó la cabeza y entonces por un momento se apoderó de mí un pánico sin risa, pues entonces podía ver ya las expresiones de mi cara, y constatar fácilmente que lo que salía de mi boca, para mi gran consternación, no era en absoluto tos, sino risa”. Desde ese momento, y durante casi tres páginas, Kafka le relata a Felice el ataque de risa que tuvo frente a su jefe y que no pudo para, mientras el resto de sus colegas lo miraba como diciendo: “¿y a este loco qué le pasa?”. Una situación kafkiana protagonizada por el propio autor en un escenario y un motivo que usó también para su propia obra.

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