La venganza nunca es buena, dice el Chavo, mata el alma y la envenena… Por: Derian Passaglia
¿Otra vez estoy contando lo mismo, quizá con las mismas palabras, o con otras si estas mismas no fueron antes dichas, como un abuelo que se olvida de tomar la pastilla, como un padre típico de familia tipo, o como un amigo tal vez, sí, un amigo que se junta con los suyos a recordar lo que los unió, a sembrar los mitos de la amistad y el tiempo? Sí, otra vez, se ve, estoy contando lo mismo… ¿Pero serán otras palabras o serán las mismas que ya usé, en otro texto, en otra voz, en una época de la cual ya no extraño más que la libertad de no levantarme a las seis de la mañana, con el frío primaveral, para pedalear hasta el trabajo?
Se jugaba a la pelota en el campito en otra jornada de luz y celeste bajo los rayos blancos si de lleno pegaba el sol en los ojos. Había sol, había pelota, porque yo era el dueño de la pelota, ah sí, eso sí, yo era el dueño… ¡Nadie más tenía pelota en el barrio! ¡Se jugaba con la mía! Y me venían a buscar a casa, y habían inventado un cantito, remixando la cancioncita del programa de Susana Giménez: «Derian Passaglia / te estamos llamando / queremos jugar / a la pelota”. Sí, eran aquellos tiempos de lo que hablo, podrá pensarse que con nostalgia. Amigos y amigas, queridas lectoras, queridos lectores, no es nostalgia, no, es amor, simplemente, un poco del amor que me queda a la vida, a la humanidad, a las cosas que uno siente cuando siente tanto…
Pasaba la mañana así, pasaba la tarde así, pasaba el sol todo embrillado por sobre la copa de los plátanos y los sauces, también nuestros favoritos, los paraísos, árboles que tenían “venenitos”. Picaban los venenitos, sobre la espalda desnuda picaban, dejaban una roncha en el gemelo de la pierna y en el muslo, cuando nos entrabamos a tirar, en una especie de guerra, venenitos y todos contra todos. Era así, sí, como se pasaban las tardes, los días… Los más grandes ya lo saben, los más chicos quizá no tanto, quizá puedan verlo en la imaginación, puedan meterse a través de las pantallas y llegar a una tarde soleada sin soledad, donde cada gota de transpiración bajaba tibia por el cachete, y molestaba como un bichito inmaterial que solo sirve para joder la existencia…
Fue una de estas tardes en que le pegué al Cona, una piña o dos, no sé. Cona tenía dos o tres años menos que yo, y se fue llorando. Pero volvió, al rato, con tres más: el Quelo, su hermano mayor; Juancho, mi primo segundo o algo así (en el barrio hay muchos primos); el Berti. Volvió con tres jinetes del apocalipsis a cobrar su venganza. Volvió a recuperar lo suyo, lo que yo le arrebaté entre lágrimas, volvió por la dignidad y el desamparo. La venganza nunca es buena, dice el Chavo, mata el alma y la envenena… Y ahí estaban los tres, en medio del campito, ante la mirada atenta del resto como el gif de Michael Jackson, con pochoclos zombis en las manos, y me pegaban por todo el cuerpo, en la pierna, en la cintura, en la cabeza, ¡qué importaba! En la panza, en la frente, en el brazo, en el culo, en la espalda. Y yo tiraba mis manotazos sin ver, piña va, piña viene.
Queda suave y dulce el cuerpo después de una buena golpiza, como si fuera el nirvana de la filosofía oriental, o como si la filosofía oriental se aplicara en la calle, al otro lado del mundo, entre unos pibitos de la zona más austral de la ciudad, ahí donde no llegaba el tendido de la red cloacal y los caballos de tracción a sangre, en carruajes de madera, pertenecían a una baja nobleza de cacharreros y buscavidas como el Osvaldo. El cuerpo ya no siente, entonces, y queda como en un estado de espiritual impotencia. Después de la pelea nos sentamos en la tierra, cansados.
-Yo te quiero mucho -me dijo el Juancho- pero no tenés que ser tan soberbio…
Y así recibía un poco de mi medicina, mientras el Juancho me aleccionaba, aplicando los mismos métodos mafiosos que yo había aplicado con el Cona. Y así aprendí, lectoras amigas, lectores amigos, a no ser tan soberbio, y a no cagar a piñas a los menores que uno, a los desvaídos, a los rotos, a los minusválidos, a los enfermos, a los desgraciados. ¡A los tristes y deprimidos de este mundo! ¡A los infelices! ¡A los desfallecientes y derrotados! ¡A los humillados y ofendidos! ¡A los vencidos, a los abandonados! ¡ A los más chiquitos, a esos no, a esos no hay que pegarles!