Los salarios de los funcionarios públicos y sus derechos adquiridos funcionan -aquí y en el resto del mundo- como una referencia habilitadora de reivindicaciones, exigencias, demandas y luchas en pos de la mejora de la vida de todos los trabajadores, públicos y privados.
El rubro de restaurantes, bares y cafés pasa por una crisis enorme, porque si bien pudieron volver a abrir en esta etapa 3 de la “cuarentena inteligente”, la realidad es que todavía no recuperaron el dinamismo prepandémico.
En los últimos días salieron a la luz en redes sociales una gran cantidad de testimonios de trabajadores de dicho sector, quienes están sin empleo, y, por lo tanto, sin miedo ya a ser despedidos. Así, aprovecharon para contar sus experiencias de maltrato, crueldad, inhumanidad, falta de cumplimiento de pago, descuentos compulsivos, trabajo informal no registrado, y un sinfín de actos de explotación laboral por parte de sus empleadores.
Además de que esto es una noticia en sí misma -que desnuda la falta de políticas públicas de las autoridades y su incapacidad para regular el mercado laboral conforme a las leyes vigentes- los relatos de estas situaciones llamó mucho la atención porque, justamente, los “emprendedores” del rubro estuvieron, desde el comienzo de la cuarentena, reclamando al Estado soluciones ante sus problemas. Estos empresarios gastronómicos se instalaron como supuestos portavoces de una ciudadanía investida de superioridad moral, contra un Estado asociado de manera absoluta al mal.
En este sentido, una de las figuras que más resaltó fue la de Arami O’Hara, quien incluso llegó a reclamar recortes y despidos en el sector público, como manera de “compensar” la mala situación del sector privado. Este reclamo encontró eco en gran parte de la población, sobre todo los que ven sus medios de vida comprometidos por causa del coronavirus y sus consecuencias nefastas en la economía.
Sin embargo, la verdadera motivación por la cual el empresariado nacional quiso movilizar a la ciudadanía en general contra el funcionariado público obedece a que el sector público tiene mayores niveles de sindicalización -producto de largas luchas- que en realidad son un piso y no un techo a la condición salarial.
Los salarios de los funcionarios públicos y sus derechos adquiridos funcionan -aquí y en el resto del mundo- como una referencia habilitadora de reivindicaciones, exigencias, demandas y luchas en pos de la mejora de la vida de todos los trabajadores, públicos y privados.
La operación de los medios masivos y de determinados referentes de la sociedad civil consiste en, por un lado, quebrar la relación de continuidad entre la suerte de los trabajadores públicos y privados y, en segundo lugar y como consecuencia de aquello, romper lo que hoy funciona como un estándar por el que luchar, es decir, las condiciones de formalidad, estabilidad y previsibilidad dentro del respeto a la ley laboral que gozan gran parte de los empleados del Estado.
Es comprensible que un trabajador ultraprecarizado, sin vacaciones pagas ni horas extras, quien tiene que reclamarle a sus empleadores por el pago de su jornal, sienta un malestar ante un par que, empleado de la administración pública, cobra su salario religiosamente aun en medio de la cuarentena.
Sin embargo, lo que los trabajadores del sector privado no ven es que en nada les ayudaría que el funcionariado sufra recortes y despidos porque esta situación habilitaría más incumplimientos a las leyes laborales. De este modo, el único objetivo de la lucha contra los «privilegios estatales» fue lograr un margen aun más amplio para despedir, explotar e incumplir todas las normativas laborales vigentes. Detrás de aquella campaña estuvo el odio a la clase trabajadora y las ansias de seguir lucrando con el sudor del pueblo paraguayo.