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domingo, abril 28, 2024

Jurista paraguayo que trabaja en la Corte ecuatoriana: «Nuestra Constitución asigna una misión clara a los partidos políticos»

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César Trapani es un jurista paraguayo que se desempeña actualmente como Relator de la Corte Constitucional del Ecuador. En esta entrevista exclusiva para El Trueno, habló de diferentes temas ligados al derecho constitucional y a nuestra actual coyuntura política.

[El Trueno] “Marito violó la Constitución al inscribir el movimiento Concordia Colorada con HC, opinan juristas”, titula el diario ABC Color una nota de hace unos días. Dicha afirmación invoca el artículo 237 sobre las incompatibilidades. ¿Coincidís con esa interpretación?

[César Trapani] No coincido con dicha interpretación. Debemos leer con atención el artículo 237, que empieza señalando que el presidente y el vicepresidente no podrán ejercer otros cargos públicos, remunerados o no, tampoco dedicarse a la industria o ejercer el comercio, actividad profesional alguna. Luego, en la última parte del artículo dice, como consecuencia lógica de lo anterior,  “debiendo dedicarse en exclusividad a sus funciones”. Es decir, “dedicarse en exclusividad a sus funciones” se entiende como no incurrir en dichas actividades claramente referidas. Sin embargo, es de la frase “dedicación exclusiva” de donde ciertos juristas extraen la supuesta prohibición que pesa sobre el presidente sobre actividades políticas en general, aunque en el artículo no exista referencia alguna a la misma.

Uno podría, de cualquier modo, insistir y sostener que esto incluye también a la actividad política, aunque cueste imaginar que el ejercicio de las funciones presidenciales pueda prescindir de lo político. Pero es aquí donde hay en nuestra Constitución una razón fuerte en términos normativos: en otros artículos sí se prohibió taxativamente, de forma manifiesta, la actividad política para otras autoridades y funcionarios. Debemos preguntar entonces: ¿por qué la Constitución, cuando prohibió a los magistrados y fiscales ejercer actividad política alguna en sus artículos 254 y 270, no impuso al presidente la misma proscripción? La prohibición de actividad política aparece en varias ocasiones: para los militares en servicio, en el artículo 173; para los policías, en el artículo 175; hasta para el Defensor del Pueblo, en el artículo 277.

En ningún artículo este tipo de prohibiciones recae sobre el presidente y el vicepresidente. Sobre esto último, siempre me llamó la atención la falta de la misma puntillosidad con autoridades que sí tienen prohibida la actividad política, como los jueces y fiscales. Estos, no obstante, hacen de manera permanente un lobby activo, tienen asociaciones que funcionan como grupos de presión y negociación con los partidos. La prohibición de cualquier actividad política contra estas autoridades es realmente taxativa pero casi nunca esto es señalado.

[ET] Más allá de que no sea inconstitucional inscribir un movimiento o participar en cuestiones partidarias. ¿Sería igualmente posible no hacer política para un presidente?

[CT] El asunto de que el presidente se dedique a la actividad política o no, no se va a resolver impidiéndole que él registre un movimiento político partidario. Hay que pensar de manera más profunda e ir a nuestro propio sistema de gobierno: el presidencialismo.

Una de las características centrales del presidencialismo es que la figura del jefe de Estado y del jefe de gobierno coinciden en una misma persona. Para muchos esto supone un déficit institucional, y no faltaron politólogos que escribieran que ésta es la causa de los problemas de inestabilidad democrática. Los mismos recomendaron ir hacia sistemas parlamentarios o semipresidencialistas, como el caso de Francia. Por ejemplo, el Consejo para la Consolidación de la Democracia, coordinado por el prestigioso jurista argentino Carlos Nino, le recomendó al entonces presidente Raúl Alfonsín que promueva una reforma constitucional y vaya hacia un sistema mixto, que tenga un presidente y un primer ministro, porque decía que una de sus ventajas sería evitar el conflicto de que se asocie al jefe de Estado con el representante de una fuerza política. Esto, entonces, está fuertemente vinculado al tipo de sistema de gobierno.

Paraguay tiene un sistema presidencialista -aunque muchos creen que es un presidencialismo débil- y esto supone virtudes y deficiencias, entre ellas, según los críticos de los presidencialismos, está el hecho de que, por representar a la primera mayoría, es difícil que la figura del presidente condense la representación de la Nación toda. Ahora bien, si la crítica es realmente consistente, lo que se debería impulsar es una reforma de nuestro sistema político.

[ET] Retomando este punto, en el marco de nuestro sistema político y su diseño institucional, muchos pueden decir que una cosa es la política y otra cosa es lo partidario. Pero, ¿hasta qué punto se puede separar la actividad de un presidente de su liderazgo partidario? Para nosotros, construir orden, gobernabilidad y consenso no solo no es una tarea ajena a las funciones presidenciales, sino que es la primera función sin la cual las demás carecen de posibilidad de realización. Nos gustaría saber qué pensás de este tema y, sobre todo, si nuestro marco constitucional da cuenta de eso, o si es algo que cae totalmente por fuera del derecho.

[CT] Como expliqué, según mi criterio, la “dedicación exclusiva de funciones” no impide que el presidente realice actividades políticas. Estoy de acuerdo, como decían en la pregunta, con que resulta difícil pensar al presidente separado del liderazgo político y partidario. Además, hay una cuestión de fondo aún más importante: no podemos desconocer la misión que le da la Constitución a los partidos políticos en su artículo 124. La nuestra es una democracia comprometida en términos constitucionales con los partidos políticos, ya que la Constitución no solamente declara a los partidos como personas jurídicas de derecho público -algo muy importante-  sino que, además, les asigna una misión, que es concurrir, aparte de a la formación de las autoridades electivas, a la orientación de la política nacional. Se asume desde la misma Constitución que es en la actividad partidaria donde se realiza la conducción política nacional. Es un punto que refuerza aún más el contrasentido que existe en invocar la letra constitucional para vedar la actividad política a un presidente en nuestro ordenamiento jurídico.

[ET] En nuestro país es una práctica habitual de los medios masivos de comunicación entrevistar a los convencionales constituyentes para buscar el sentido último de nuestra Constitución. A veces se les asigna un lugar de autoridad que va contra la idea misma de Estado de derecho, cuya característica central es descansar en un orden jurídico sistemático y no en la opinión de personas particulares. ¿Cuál es tu opinión de esta práctica tan extendida?

[CT] Creo que debemos ir a la teoría constitucional para explicar mejor eso. En materia interpretativa, una de las tradiciones existentes es la del originalismo, que tiene como objetivo asegurar la mayor fidelidad posible a las directivas de los constituyentes. Por eso, algunos constitucionalistas originalistas lo que hacen es, cada vez que se presenta una duda, salir a rastrear qué quisieron decir los constituyentes. Este tipo de criterio ha sido fuertemente criticado por diversas posiciones en la teoría constitucional, dado que resulta difícil precisar qué debemos tomar en cuenta para esta tarea. Por ejemplo, en el caso de la Constituyente que redactó la Constitución del ‘92, ¿qué hacemos? ¿Ponemos el ojo en la comisión redactora, donde los debates fueron más acalorados, abstractos y profundos? ¿O hay que circunscribirse a la discusión en la plenaria, que representaba al poder constituyente en toda su luz? ¿Qué hacemos si encontramos contradicciones? ¿Qué opiniones deberían pesar más si hay tensiones entre dos o más de ellas? ¿Hay acaso una fórmula matemática que nos permita calcular la media aritmética entre posturas contradictorias? No la hay. Las objeciones al originalismo permiten ver lo problemático que es tratar de rescatar intenciones en el pasado.

Hay otra versión del originalismo más nueva, que dice que para salvar este problema, en lugar de buscar la verdadera intención, la interpretación constitucional debe someterse al significado del texto al momento de ser aprobado, a su significado público. La idea acá es, en lugar de salir a encontrar la intención en el pasado, retratar el significado de lo inscripto en ese instante. Entonces, en lugar de buscar lo que se dijo en el plenario o en la comisión redactora del ‘92, podría tener más peso un ensayo escrito por alguno de los constituyentes, donde dejó ver el significado que le adjudicaba a algún principio en ese momento u otra evidencia que muestre el uso del lenguaje de esa época. Todo esto pesaría más que las actas constituyentes en sí mismas, porque no se buscaría encontrar respuestas en las intenciones que estuvieron presentes en el recinto constituyente, sino que lo único que importaría sería desentrañar el verdadero significado del texto.

De esta manera, en lugar de ponernos a mirar qué dijeron en ese momento, cuál era verdadera intención, este originalismo intenta descifrar qué decía ese texto en el momento preciso en que se escribió. Sin embargo, el problema no se resuelve, porque pueden encontrarse contradicciones entre los materiales que se utilizan. Por ejemplo, dos ensayos de dos constituyentes diferentes con posturas encontradas sobre diferentes conceptos jurídicos. ¿Cuál tenemos en cuenta? Entonces la concurrencia de materiales relevantes y contradictorios para la definición del significado público muestra lo difícil que es hallar la certeza a través de este método. Si bien hay una estrategia para saber qué es lo que se busca en la historia, no se dice nada con relación a qué elementos de la historia debemos tomar en cuenta.

[ET]¿Habría una aplicación de la doctrina originalista en la obsesión que tienen los medios respecto de la opinión de los constituyentes?

[CT] Ni siquiera existe eso. En nuestro contexto local de interpretación constitucional se pretende utilizar argumentos que provienen de la doctrina originalista pero sin utilizar sus métodos. No se intenta conocer qué significaba tal o cual norma, ni la intención del constituyente que propuso el artículo que terminó siendo aprobado. No buscamos rastros de su intención en sus escritos políticos o en sus memorias. Simplemente, como tenemos la suerte de poder seguir hablando con ellos, lo que les preguntamos es “¿qué quiso decir con esto?”. Tampoco se realiza ningún esfuerzo por indagar el significado público de ese particular momento de la historia. Ni la intención ni el significado público son buscados de acuerdo a este criterio interpretativo. En realidad, lo único que se hace es consultarles para que nos digan, con completa libertad -como si esto fuera posible- cómo resolver nuestros desacuerdos interpretativos, dándoles completa autoridad para iluminar sobre el significado. Aunque quizás en ese momento no se haya dicho nada, no haya habido mayor discusión al respecto, o aunque la discusión muestre una intención absolutamente contraria, incluso aunque haya evidencia documental que indique que el significado era radicalmente distinto a lo que sostiene hoy en día.

Frente a todo esto, otra crítica que se la hace a estos criterios interpretativos consiste en señalar que, más allá de sus versiones, son todos sumamente controversiales en términos democráticos. Desde la teoría política se objeta el carácter contra-mayoritario del poder judicial, de la justicia, una élite no elegida por el pueblo que tiene la última palabra sobre el significado del documento más importante para la comunidad.

En nuestro caso es peor, porque ni siquiera es la Corte Suprema la que ha recurrido a estos métodos para interpretar la Constitución, sino que cada vez que tenemos desacuerdos y surgen discusiones, lo que se intenta hacer es fijar significados a partir de las entrevistas con los constituyentes (sin prestar atención a todas las objeciones que menciono). Así, ni siquiera podemos cuestionar el modo en que se han resuelto las controversias constitucionales, porque ni se llega a ese punto. El debate se cierra en un plano puramente mediático.

[ET] Se habla de que el Paraguay tiene un presidencialismo débil, porque el poder legislativo es más fuerte que en otros países. ¿Coincidís con esta mirada?

[CT] En Paraguay existe un fuerte sentido común con relación a la debilidad del presidencialismo. Se dice, habitualmente, que nuestro sistema político es un presidencialismo débil o atenuado, llegando inclusive a veces a sostenerse que tenemos una especie de «presidencialismo parlamentarizado». Me parece sorprendente que básicamente se llegue a estas conclusiones mirando nada más que el reparto de facultades y competencias entre las distintas ramas de poder. No hay una evaluación de cómo se ejercen esos poderes y cuál es el alcance que adquirieron con el tiempo.

Pensemos, por ejemplo, en los llamados «poderes de emergencia», un elemento que se tiene en cuenta para establecer la fortaleza de los presidentes. Se ha dicho que en Paraguay el régimen del estado de excepción es sumamente acotado, y que el presidente no tiene mucho margen de acción para tomas medidas extraordinarias. Sin embargo, la realidad es que hoy día, y desde hace 5 meses, el presidente de la república restringe derechos mediante decretos. Quizá la figura de excepción de la Constitución paraguaya sea mucho más estrecha que la de otros países latinoamericanos, pero lo cierto es que, como ningún otro, nuestro Poder Ejecutivo regula la vida pública mediante actos administrativos ordinarios. ¿Qué otro presidente, sin prácticamente ningún control, ejerce este tipo de poderes de emergencia como Mario Abdo Benítez?
O, pensemos por ejemplo, en el crecimiento de la administración pública por decisión unilateral del presidente. Hay instituciones creadas meramente por decreto, circunstancia que, frente a la casi nula existencia de carreras administrativas, le da un amplísimo e incontrolado espacio de control de la burocracia.

También podemos pensar en regímenes legales importantísimos, como el del sistema de contrataciones públicas o el de la función pública. Sus autoridades dependen del Poder Ejecutivo y tienen a su cargo, quizá, dos de los espacios más importantes relativos al control de la administración pública. Hasta ahora, siguen sin designarse de acuerdo al procedimiento previsto, y el presidente puede disponer libremente de ellos, no habiendo ningún incentivo para desempeñar el cargo más que la dependencia al presidente.
Ni qué decir de la selección de altos funcionarios, como la de los ministros de la Corte Suprema, una decisión supuestamente compartida con el Senado, pero que con el tiempo la posición del presidente, con relación a la del Senado, ha mejorado y prevalecido en la interacción entre ambos. Me parece que pensamos mal el funcionamiento de nuestro sistema institucional.

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