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domingo, mayo 19, 2024

La estética de los noventa (Parte 2)

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En su segunda entrega sobre la estética cinematográfica de los novena, Derian Passaglia pinta un fresco de los productos culturales de esta década, con un fuerte énfasis en la reflexión sobre lo barroco.

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Por: Derian Passaglia

La conciencia de que la vida es sueño y apariencia proviene de la sensibilidad  barroca más clásica. Teatro y puesta en escena, una representación, un espejismo que se refleja en un más allá donde está Dios y la vida eterna. Lo que pasa es una apariencia, una careta, un mundo lleno de caretas que no se caen, lo que pasa no es verdad, no puede ser verdad. Bill Murray se despierta en la cama del hotel donde duerme y descubre que todos los días es el mismo día, y que nada de lo que haga puede cambiar el futuro, ni robar plata de un blindado, ni tratar mal a un viejo conocido que se le acerca todos los días a saludarlo con la misma cara de estúpido feliz. No puede cambiar el futuro desde el presente, tiene que vivir el día a día, que es único y es igual a todos, porque todos los días pasa lo mismo. Un presente eterno que solo va a cambiar cuando su compañera de trabajo, que lo odia, porque Bill Murray es un periodista egocéntrico del pronóstico del tiempo, se enamora de él, y se enamora de él porque cambia su forma de ser día a día, que son a su vez el mismo día. Bill Murray, como la década de los noventa, tiene consciencia del tiempo que está viviendo: sabe cuándo algo va a pasar, sabe el nombre de todos en el pueblo, sabe tocar el piano, y todo lo aprendió en un día.

El barroco es un decorado, un embellecimiento consciente de las palabras. Pero en los noventa hay un desfasaje, una intención distinta. El barroco clásico y el barroco de la estética de los noventa no coinciden en espíritu, porque mientras que aquél trata de impugnar y oponerse a un período como el Renacimiento, en éste, en estos noventas de barroco desenfrenado, enloquecido y desatado, no se busca impugnar ni oponerse a una estética determinada. El poeta rosarino Daniel García Helder, uno de los primeros anti barrocos de los noventa, sintetiza algunos de sus procedimientos en la poesía de la segunda mitad del siglo XX: superficie, cosmética y parodia, ensimismamiento. Un maléfico Dennis Hopper, caracterizado como terrorista que se ríe gracioso cada vez que hace alguna maldad como apuntar con un arma a alguien, se regocija mirando las imágenes que la televisión transmite, cubriendo una toma de rehenes que él mismo ideó en un colectivo que puede volar en pedazos si baja la velocidad a menos de 50 km por hora. Dennis Hopper contempla su obra de arte terrorista por la tele mientras toma una Coca. El mundo está hablando de él, y él lo disfruta, es un perverso.

Está lleno de televisores en las películas de los noventa. Winona Ryder quiere dirigir un documental sobre su generación, sobre los miedos, los sueños y las esperanzas de una generación. El VHS es el reflejo de una década que descubre que las imágenes ya no son privadas. El personaje misterioso de Bad Influence filma al nerd de las computadoras que engaña a la novia con una chica que se levantó en el museo, en realidad el personaje misterioso se la levantó en el museo. Esa filmación llega a manos de la futura esposa del nerd en una reunión con invitados en la mansión de los padres. La filmación, en estas películas, supone romper los límites de lo que se considera privado y público, una distinción que hoy ya no existe. El arte de los noventa tiene la posibilidad de desenmascarar el caretaje mostrando lo que no se muestra, lo oculto, lo que pasa en la realidad, las miserias, las bajezas, los vicios, las inseguridades, los demonios que se esconden detrás del lujo y los buenos modales, en esas súper mansiones de escaleras anchas y blancas, donde el color dorado lastima los ojos. La belleza que debe admirarse, la supuesta distinción, no es más que una apariencia.

Superficie, cosmética, parodia y ensimismamiento. Me sorprende que una manera superficial de hacer arte pueda ser considerada barroca, teniendo en cuenta que en el barroco la opacidad del lenguaje, la oscuridad de los significados, el fondo semántico de las palabras y las imágenes está olvidado y perdido, sencillamente no importa, porque lo único que importa es la música y la resonancia de las palabras, la belleza de las imágenes. Parece un oxímoron el barroco, en su superficialidad está la clave de su estética, y por eso no hay que hacer grandes y sesudos análisis cuando se ve una película de los noventa, hay que entregarse al delirio de las imágenes que se llaman unas a otras, se convocan libidinosamente, se llaman y se desean porque lo que importa es solo las imágenes y nada más que las imágenes. La década de los noventa descubre el sexo. Las escenas de sexo son literalmente interminables, a veces torpes, a veces muy torpes, a veces hay alcohol y drogas de por medio, a veces es en una pileta el sexo, a veces es una tensión que se rompe pero que no se libera, porque el sexo resulta más bien sórdido.

¿Por qué se estiran tanto las escenas de sexo? Apropósito o no, consciente o inconsciente, el sexo produce que el tiempo se vuelva lento, que nuestros padres nos mandaran a dormir por una sola escena incómoda que quebraba el ritmo entero de la película, caprichosa, sin un fin, donde el significado es superficial, lo único que importa es la imagen, revolucionaria, inquietante, provocadora, porque hasta ese momento en el cine nadie había filmado el sexo con tanto detalle como para producir una forma.

El sexo es medio ridículo y no tiene otra intención detrás de esas imágenes que mostrar una determinada acción. Para que resulte verdadero, debe haber una cortina blanca agitándose detrás, luces bajas que difuminen pero que no oculten las bocas ni los cuerpos, entregados a un placer que se registra obsesivamente, y que cuando termina, ya está, ya no importa, se pasa a otra cosa, vuelve la trama a protagonizar el argumento. Cuando terminan de coger, la ex esposa de William Defoe se da cuenta de que cometió un error, y no quiere verlo más. El sexo es un error en la matrix, un desvío que constituye una parte esencial de la estética de la década. William Defoe, al final, recibe la visita en la cárcel de su jefa, Susan Sarandon, una narcotraficante de estupefacientes y sustancias. Cuando él le pregunta si alguna vez tuvieron sexo, ella le dice que lo han intentado pero que él estaba borracho en una fiesta, y otra vez se quedó a dormir en su casa pero que no pasó mucho más de unos coqueteos. Entonces él le dice que estuvo pensando en eso, en el sexo con ella, y ella le dice que también pensó, le tiende la mano y él se la besa. Es bueno mantener la fantasía, pronuncia Susan Sarandon la frase final de la peli. Las películas de los noventa no sugieren, muestran, y si tienen que sugerir, y si sugieren, terminan.

La cosmética de la que habla Daniel García Helder para la poesía neobarroca no es más que la puesta en escena de una frivolidad y una ornamentación. Parece que estuviera hablando del cine de Hollywood de los noventa, pero habla de autores de la literatura latinoamericana como Severo Sarduy, Néstor Perlongher y Arturo Carrera. Lo que es seguro es que ni en Sarduy ni en Perlongher ni en Carrera hay enormes mansiones alfombradas ni imaginaciones que reproducen estatuas antiguas en un jardín, vajillas de plata y salones donde fumar puros acompañados de tragos fuertes de licores de botellas añejadas por años y años.

La frivolidad no tiene que ver con una sintaxis retorcida ni una elección léxica particular, sino con el gusto obsesivo por los dólares, el deseo explícito de volverse millonario y exitoso, conseguir un marido que pague la operación de tetas, manejar un descapotable a toda velocidad por una avenida ancha donde unas palmeras, a los costados de la calle, no son capaces de dar sombra. ¿Comerán esos abogados y financistas, esos hombres de traje y maletín, esos narcos de camisa abierta, esas rubias de labios pintados y camisolas blancas, los cocos que caen de las palmeras?

La cosmética en la estética de los noventa es el deseo profundo de una década que lo quiere todo, lo mejor, lo más caro, lo fácil, lo instantáneo, lo fugaz. El milenio se termina, las pasiones se desatan, hay que dar rienda suelta a los más oscuros deseos. La esposa del abogado del Diablo se ve tentada por esas mujeres liberales que rondan los cócteles más exclusivos, que se miran al espejo y se tocan el cuerpo y entre risas hablan de la plata que sus maridos le dan, porque no pueden darles otras cosas, o no quieren, para eso están los amantes, y se tocan la cintura y la cadera y le preguntan a la esposa del abogado del Diablo si quiere conocerlas desnudas, y una de ellas se desnuda sin más, y muestra su cuerpo escultural y sus tetas firmes y redondas y la cara muta, ya no es una mujer, la boca se ensancha y los dientes son filosos, los ojos son huecos vacíos en una cara podrida, gris y con pozos, es un instante, un instante en que muestra su verdadera cara, la cara de un demonio.

La parodia proviene del exceso y se produce por casualidad, una casualidad inevitable, como si fuera la consecuencia misma del exceso, la coherencia que produce el hecho de pasarse de rosca, lo que se diría una parodia de sí mismo, una caricatura. Como está en el apogeo de su decadencia, pero al mismo tiempo esta decadencia es la encarnación de los valores más excitantes de la década de los noventa, Al Pacino interpreta con su risa siempre inoportuna y su carisma igual a cero, quizá los mejores papeles de la década. Puede hacer de Diablo pero también de un antiguo narcotraficante puertorriqueño que sale de la cárcel y se encuentra que el mundo ya no es lo que era, en las calles no hay códigos. Nadie lo respeta, nadie se acuerda de él, es una leyenda urbana en el barrio que lo vio nacer, ahora lo que importa es otra cosa. Ese presente donde nadie respeta a los viejos, donde los distribuidores de droga toman del mismo producto que venden a sus consumidores adictos, difuminando las líneas que separan a uno y otro, convierte a Al Pacino en un extraño de otro tiempo, que no está cómodo consigo mismo en ningún lugar. Es horrible estar incómodo en un lugar. La persona de Al Pacino, la actuación de Al Pacino, todo lo que Al Pacino es, todo lo que Al Pacino será, todo lo que se conoce de él, todos los significados que pueden caber en las palabras Al Pacino, cobran una forma. Se trata de una yuxtaposición de elementos donde un determinado personaje inserto en un contexto que no le pertenece genera una forma nueva. Él es viejo y el mundo es nuevo. En ese mundo de cocaína, de fiestas, de alcohol y de sexo, en la que hasta los discapacitados como Viggo Mortensen son capaces de traicionar por la espalda, Al Pacino es un extranjero. La parodia no se produce porque la veamos nosotros, y acá la década de los noventa agrega un nivel de complejidad a la representación, la parodia se produce porque la está viendo, la está experimentando, la está sufriendo Al Pacino. El que está en decadencia aparentemente es él, porque nadie sabe que en otro tiempo fue un gran y temido narcotraficante, pero lo que ve Al Pacino es la degradación absoluta de todos los valores que produjo y consideró como positivos el siglo XX.

La realidad es caótica para la estética de los noventa, y una de sus maneras de organizarla es a través de la parodia. Un abogado exitoso y cocainómano que quiere usarlo para no me acuerdo qué cosa lo invita a Al Pacino a una fiesta en su casa, enorme casa que da al río, tiene pileta, mozos y chefs que atienden a los invitados, hombres y mujeres en malla que se amontonan alrededor de mesas redondas de manteles blancos y sombrillas blancas en el borde de una pileta, donde blancos son también los brazos y las piernas y rubios los pelos. La escena es breve y le saqué un screenshot al encuadre porque es hermoso. Al Pacino no quiere saber nada con esa fiesta, ni con esos gordos millonarios que invitan a las mujeres a tomar merca con el dedo meñique de una mano. La disposición de los cuerpos, el movimiento de los cuerpos, la situación de recreación en un lugar al aire libre entre una comunidad determinada, hacen pensar en una obra maestra del cine francés como es Une partie de campagne de Jean Renoir, pasada por el tamiz de una década donde la elegancia no está en el campo, ni en las cestas de frutas, ni en los manteles, ni en una tarde al aire fresco del Sena, sino en el frenesí de un futuro que se acaba y del que hay que aprovechar su último suspiro.

Pareciera que a Daniel García Helder le gusta el neobarroco pero que no se atreve a confesarlo. El ensimismamiento en la poesía neobarroca, para Helder, es un tropiezo, una torpeza: una poesía que quiere ser irónica termina, por ineptitud, siendo banal. No lee mal el neobarroco, porque Helder es uno de los mejores lectores que leí, lo lee a su modo, diferenciándose, se para en la otra vereda para absorber su espíritu, para prenderle fuego como Nick Nolte a su padre en el establo y mira arder los restos de su pasado desde la ventana, afuera nieva, y disfruta la consumación de su obra con un trago de vodka o whisky en la mano, y el teléfono suena y no atiende, porque disfruta, quiere disfrutar de las llamas que crecen sobre el techo de madera que se cae a pedazos. El padre lo oprimió toda la vida.

El tema de la poesía es la poesía misma, ese es el ensimismamiento del neobarroco, que escribe sobre lo que escribe y sobre la literatura, mediante el recurso surrealista (otra vez, como en toda vanguardia del siglo XX que se precie como tal aparece la palabra surrealismo), que busca la confusión de lo que se hace con lo que se dice que se hace. Mucho texto, Daniel García Helder, te quiero mucho igual. Mi modo de asociación casi que es mecánico, pero no puedo dejar de ver este ensimismamiento en una década cuyo cine no habla del cine mismo, no pone en escena la representación de sus propios modos de hacer y de decir, sino que toma los recursos de la televisión (googlear: características del posmodernismo, Trainspotting, MTV), representa y tematiza las formas de la tele.

El ensimismamiento es más bien una obsesión: el cine pierde terreno frente al avance de ese nuevo medio de comunicación que es más rápido, que es más fácil, que se prende y apaga a la hora que uno quiere, que se puede ver desde casa, que no exige una máxima atención, que se puede ver alegre o deprimido, con una caja de pizza encima de la panza y una lata de cerveza en la mano, para el cual no hay que pagar entrada, que se puede dejar de fondo mientras se lava la ropa, se cocina, se tiene sexo, que se puede comentar con amigos y familiares, que es una excusa para dejar en silencio a una familia a la hora de la cena.

Aquellas, aquellos que no crecieron viendo los decorados suntuosos de Yo me quiero casar, ¿y usted?, conducido por un elegante Roberto Galán, siempre de bigote, traje y pelo blanco engominado impecable, revoleando tarjetas misteriosas donde la producción le escribía quién sabe qué cosa, buscando parejas de la tercera edad que se sentaban en sillones pulcros enfrentados, con una cortina musical romántica que hacía suspirar hasta el más cínico de los televidentes, que arroje al vacío la primera piedra. En las películas de los noventa, los personajes miran televisión como se miraba televisión entonces: echado sobre una silla o un sofá, con los ojos vacíos y rojos, vacío también el espíritu, esperando sin ninguna esperanza que una noticia funesta, un llamado por teléfono de línea, un golpe de manos del vecino que viene a pedir azúcar o contar un chisme, rompiera esa irrealidad a la que nos sometían las imágenes de la tele; un hipnotismo, una quietud, una sensibilidad a la que hoy nos someten otros medios.

Titanic la vi en el cine al momento de su estreno. Me llevó mi tía Tuti. Yo tenía, si saco cuentas, entre ocho y nueve años. Era una tarde de sol, fuimos en colectivo, me acuerdo porque es un colectivo que no solía tomar, que iba por calle Alem hasta el centro. En Alem y Gaboto quedaba el trabajo de mi mamá, un edificio enorme donde sellaba papeles (todavía sella, pero ahora en otra sede) en el Ministerio de Educación de la provincia de Santa Fe. ¿Qué película habrá visto aquel chico sentado en la butaca del Cine Brodway, hoy ya extinto, en una sala semivacía al lado de su tía? De aquella primera visión no recuerdo más que la música, interminable, penetrante, que inducía un estado del alma en particular, y a mi tía llorando, moqueando como si hubiera perdido a un ser querido, los ojos rojos y vidriosos y las lágrimas que no le paraban de caer por la cara y le hacían brillar los cachetes y el verde de los ojos en la oscuridad de la sala. Yo no sabía por qué lloraba mi tía y me angustié mucho. ¿Por qué lloraba? Así entendí yo los noventa en ese momento. Una década que te hacía llorar.

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