El sentimiento nacional debe volverse un proyecto de país que tenga como eje la defensa de nuestros recursos naturales, la transformación de nuestra matriz productiva, el avance de la ciencia y la tecnología para disminuir la dependencia de los centros hegemónicos de poder.
Atacar un monumento nacional como el Panteón Nacional de los Héroes es un hecho repudiable, sin otra explicación que la pulsión cosmpolita que ve en lo nacional y lo estatal la fuente de todo mal.
El edificio en cuestión no es solamente una estructura de hormigón, así como tampoco la bandera paraguaya es un simple trapo de tela, como sostienen quienes no son capaces de ver la realidad más allá de un materialismo extremadamente vulgar, aun cuando adopten poses de aspiraciones críticas.
Los símbolos atacados forman parte del patrimonio histórico nacional, independientemente a los gobernantes coyunturales, dado que representan a la historia de un pueblo. Los símbolos son justamente símbolos porque tienen una capacidad de perdurabilidad, detentan una materialidad que atraviesa a las generaciones, y aluden siempre a una memoria cargada de sentido.
Por todo esto, los edificios históricos deben ser velados en su integridad por el Estado y los habitantes de este país. Esto es, en todo caso, una gran deuda que tiene el Estado nacional, incapaz durante sucesivos gobiernos de tener políticas públicas de preservación de nuestro patrimonio, incapaz de construir instituciones fuertes donde se piense la historia, sus complejidades y desafíos.
Más allá de estas puntualizaciones, la agresión al Panteón por parte de un grupo de activistas, sin cabezas visibles, sin organicidad, ni explicación pública de los objetivos, generó una inmediata reacción. Horas después de lo acontecido, el Panteón de los Héroes se llenó de arreglos florales, en repudio a los hechos vandálicos, en una suerte de contra-performance, esta vez de corte patriótico.
Sin embargo, hay que decir que solo con este entusiasta patriotismo floral no alcanza, porque puede terminar en una completa irrelevancia, en un mero espectáculo para el regocijo de las redes sociales, si éste no tiene una correcta apropiación colectiva. No obstante, es un claro indicador de afectos y sentimientos masivos que deben ser disputados políticamente.
Por eso, el sentimiento general de rechazo a la agresión de nuestros símbolos debe ir más allá de la anécdota de las flores, y pasar a constituirse en un verdadero programa de reivindicación de lo nacional, exigiendo, por ejemplo, la defensa de nuestros recursos naturales estratégicos, cada día más capturados por multinacionales extractivistas.
Ese sentimiento nacional, presente en gran parte de la población, debe volverse un proyecto de país que tenga como eje el avance de la ciencia, la investigación y la tecnología para que, en el futuro, podamos disminuir la dependencia extrema de los centros hegemónicos del poder.
Cualquier patriotismo es estéril si no tiene como proyecto la transformación de una matriz productiva que nos mantiene como simple proveedor de materias primas a los países industrializados. Por eso, debemos fortalecer a las industrias nacionales, defender la capacidad de consumo de nuestros trabajadores y trabajadoras, proteger al campesinado, reivindicando la soberanía alimentaria, la preservación de sus tierras y la diversidad de nuestras semillas autóctonas.
Hay que orientar el patriotismo popular hacia la reivindicación de aquella “Ley de Seguridad Fronteriza” aprobada en el 2005, ley que prohibía la venta de nuestras tierras fronterizas al capital extranjero, que pensaba nuestra unidad geográfica como el suelo de la soberanía nacional y practicaba como política internacional el no alineamiento a las potencias del primer mundo.
Las fuerzas políticas nacionales y populares deben conducir el sentimiento patriótico hacia la defensa de nuestras empresas públicas, mostrando que, al igual que en muchos Estados, éstas pueden ser eficientes y generadoras de beneficio para grandes mayorías. La energía eléctrica, el agua, las telecomunicaciones y otros recursos estratégicos del país deben ser puestos al servicio del desarrollo nacional y no terminar en manos de los que consideran a nuestro país como una simple oportunidad de negocios.
El afecto popular hacia nuestros símbolos se debe convertir en una convicción colectiva que reivindique la soberanía nacional como un programa provisto de medidas concretas, y no como una excusa para declamaciones vacías.