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domingo, mayo 19, 2024

Literatura sin códigos. Primera parte

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Derian Passaglia presenta la primera parte de un ensayo sobre el Borges de Bioy Casares. El texto fue leído en las Tertulias Literarias del Centro Cultural Juan de Salazar.

 

Por: Derian Passaglia.

 

Texto leído en el encuentro virtual Tertulias Literarias en el Centro Cultural Juan de Salazar

 

En un diciembre de 1931 o un enero de 1932, en la casa de San Isidro de Victoria Ocampo, durante un almuerzo para agasajar a no se sabe qué poeta francés, Borges y Bioy se conocen. Este episodio se repite tres veces: uno en la realidad, otro en el Borges de Bioy y otro en las Memorias. En las Memorias, Bioy cuenta el hecho de manera casi informativa, reproduciendo el diálogo que tuvo con Borges para darle un realismo clásico a la escena, como si dos escritores no se pudieran conocer de otra manera si no fuera hablando de otros escritores, de literatura, antes de saludarse. Bioy lleva a Borges en el auto de vuelta a la ciudad después de la reunión. Borges le pregunta por sus escritores favoritos con esa afectación naturalista con la que hablaba. Bioy repite como un sermón: Gabriel Miró, Azorín, James Joyce. En el Borges de Bioy la escena ofrece una variante en el cambio de escenario. Están en Villa Ocampo, presumiblemente en una sala separada del resto, y Borges tira sin querer una lámpara al suelo, una torpeza que se la señala a Bioy “como un alma gemela, entre gente tan segura de sí y tan cómoda”. El cambio entre una y otra es sutil, y hasta podría pasar desapercibido entre la cantidad de encuentros, conversaciones y libros enteros que escribieron Borges y Bioy, pero instala entre los dos escritores una intimidad a partir de una confidencia mínima, una complicidad en medio de un almuerzo de la alta sociedad entre burócratas de la palabra. Aparece otro elemento, además de lo íntimo, que es el amor, un amor a primera vista incluso, un alma gemela. Borges tenía 32 años y Bioy 17.

Una amistad literaria que se volvió una historia romántica de amor con su inevitable final trágico, propio de una tragedia griega decadentista, fue la de Verlaine y Rimbaud, los poetas malditos de mi adolescencia. Verlaine estaba casado con una chica llamada Mathilde, se mudan a la casa de los padres de ella y en el medio conoce a Rimbaud, del que se vuelve amante. La deja a su mujer por el genio precoz de la poesía y escapan a Londres. El 10 de julio de 1873, cansado de la inconstancia afectiva y mental de su amante, Verlaine le dispara dos tiros a Rimbaud en la muñeca. La amistad no está exenta de pasiones, de las pasiones que más afectan, y muchas veces se la valora mejor que cualquier amor, es más fuerte, más duradera y más intensa.

Cuando está la literatura de por medio, la amistad puede darse como una relación entre discípulo y maestro, figuras que Dante usó para estructurar La Divina Comedia. Dante y Virgilio, como Verlaine y Rimbaud, descienden al infierno. Se supone que el discípulo debe superar al maestro, pero esto pocas veces pasa en la realidad, y en general es el maestro quien sobrevive a sus discípulos, como Confucio tomando vino y lanzando sus enseñanzas sentado en posición de loto bajo un sauce mientras los alumnos escuchan y toman nota a la sombra. Borges no tenía la intención de enseñar nada, era Bioy el que necesitaba aprender.

A fines del siglo XIX nacía la conciencia de las generaciones, de los colectivismos y las utopías, y las primeras vanguardias fueron la manifestación de que la amistad puede derivar en la literatura, o al revés, la literatura puede compartirse a través de los gustos, las lecturas, los horizontes, los ideales, los carnets de partidos políticos y hasta los mismos procedimientos literarios. Una amistad como una secta, reglas determinadas que deben adaptarse a una norma, como esas películas yanquis de cofradías adolescentes donde Zac Efron lidera una fraternidad y quiere dar la mejor fiesta de fin de año para unirse al Salón de la Fama de Delta Psi, la fraternidad más grande de todas en la Universidad de Vermont. Estas amistades parecen pura apariencia, porque apenas se deja de sostener las mismas ideas, apenas alguien se desvía un milímetro de lo establecido, lo expulsan, lo discriminan. La amistad tiene sus ritos, la de Borges y Bioy también era religiosa, y pasaba en el living de la casa de Bioy. “Come en casa Borges”, la frase que se repite en el comienzo de muchas entradas del diario, puede leerse como un rezo, una oración.

Fierro y Cruz eran amigos, el Quijote y Sancho eran amigos, Mauro Icardi y Maxi López eran amigos. En la amistad existe la posibilidad de la traición, de borrar de un plumazo todos los momentos compartidos al destruir los códigos tácitos que fundan la amistad. Son mandamientos no redactados por ninguna de las partes interesadas, aunque en la amistad no haya interés, dicho sea de paso, como le pasó al bueno de Jekyll, quien le dejó sus bienes a Hyde, su amigo, en un testamento que lo consignaba como único heredero de su fortuna. ¿Qué se le deja a un amigo cuando uno de los dos se muere? Para Bioy, la publicación de su Borges habrá sido como verlo revivir a su mejor amigo, hablar con él, otra vez, como durante tantas noches, y no un puñal clavado por la espalda al mostrarlo débil, indefenso y ciego, meándole la tapa del inodoro mientras recita los versos de un poeta y pintor inglés del siglo XIX. Borges parece no escuchar que Bioy le dice que está meando en el piso. O no lo escucha, o se hace el distraído, porque la amistad tiene esas cosas, total Borges sabe que limpia la empleada doméstica. Después de recitar, Borges sigue hablando como si nada: “Una poesía como la de Rossetti, puramente literaria, puramente decorativa, ¿es lícita?”, dice. ¿Existe algo más en la literatura que lo puramente literario para un escritor que ficcionalizó la ficción y volvió a Adolfo Bioy Casares un personaje de sus mejores cuentos?

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