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martes, mayo 21, 2024

La emoción. Primera parte

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«Temor y compasión, los primeros sentimientos humanos que una obra literaria despertó en el lector según Aristóteles, nacen con el deseo de parecerse o diferenciarse del héroe», por Derian Passaglia.

Mi tía Tuti lloraba en la oscuridad. Los ojos de mi tía son grandes y verdes y era la primera vez que la veía así, con la sangre inyectada en lo blanco del ojo, angustiada, con la mirada fija en la pantalla. Uno al lado del otro estábamos, cada uno en su butaca. A la Tuti no parecía importarle que yo la mirara en un estado de fragilidad total, mientras lloraba, en el momento justo en el que el ser humano exterioriza su interioridad. El llanto es incontenible, parece difícil de programar, surge, excede el control de las pasiones y se revela a través de las lágrimas, de los ojos hinchados, de los gritos, de la furia, la impotencia, la pena. Al mostrar los sentimientos que viven en las profundidades del alma, el llanto vuelve real aquello que parecía imaginario o una simple intuición del cuerpo, que se vuelve el objeto de transmisión de las emociones.

Yo me asusté, no sabía qué estaba pasando, si bien tenía plena conciencia de que la oscuridad era necesaria en una sala de cine, el silencio era una parte de la ceremonia de la función, que invitaba a la pasividad y a la observación contemplativa, la película para mí se desarrollaba por fuera de las imágenes de la proyección, en la realidad misma. No lo puedo asegurar, porque no estaba pendiente de la historia y no me importaba (¿a qué nene de nueve años le puede importar una historia de amor decimonónica ocurrida a principios del siglo XX?), pero nunca tuve dudas de que el llanto de la Tuti fue en la escena en la que Jack muere congelado y Rose lo llama, con la piel blanca, transparente, los labios resquebrajados y escarchas de hielo en el pelo. “¿Jack, Jack?”, le dice, y Jack no responde, está quieto. Rose rompe en llanto cuando se da cuenta de la realidad funesta, y desprende los brazos de su amante del pedazo de madera que cumplía la función de salvavidas. Me gusta de esa escena la voz de Rose, afónica, casi un hilo indistinguible, tuvo que usar un silbato para llamar al bote que volvía en busca de sobrevivientes.

El llanto es una sensación física. Producto del arte, pocos libros me hicieron llorar, y solamente uno del marqués de Sade me bajó la presión. Estaba sentado en el colectivo y tuve que abrir la ventana porque pensaba que no lo iba a soportar. Por el aire y luz del departamento interno que alquilaba cuando vivía en Caballito, subía un ruido extraño en las madrugadas, que no podía identificar su procedencia ni origen. Pasó no sé cuánto tiempo, meses, años tal vez, hasta que me di cuenta que ese rumor entrecortado, en el silencio del edificio, cuando la mayoría de la gente duerme, provenía de la planta baja, donde vivía una señora grande. Las veces que me la encontré en el ascensor me dio miedo, porque miraba con desprecio e indiferencia y no saludaba. Pero cuando la escuchaba llorar de esa forma, a esa hora de la noche en que el único deseo es no tardar mucho en dormirse para descansar bien, me decía para adentro: “pobre”. Era como si me diera lástima, un sentimiento horrible, el peor, el que no se le debe tener a nadie. En perpendicular, también por las noches, espiaba la ventana de un señor, dos pisos arriba, que estaba en pijama, se sentaba siempre al borde de la cama, con el velador prendido, y miraba una foto. La sostenía con una mano y la miraba y miraba sin decir nada, concentrado, perdido en las cosas reales o imaginarias del pasado.

La identificación que se produce entre el lector y los personajes de la historia (el destino de esos personajes, los que le toca en suerte, mejor) es un legado de la filosofía aristotélica, que sistematizó la forma de la tragedia. La identificación supone representación, que la ficción no existe, porque los personajes se experimentan como reales, como si lo que le pasara a un personaje de la literatura pudiera pasarle también al que está leyendo, entonces la forma de concebir la lectura aparece como conservadora, no se le da ninguna entidad, ningún aprecio, ningún valor al modo en que se muestra la historia sino solamente a los hechos que se muestran, a lo que pasa. La explicación de la catarsis aristotélica es análitica, tiene sus pasos, cuando en realidad una catarsis parece todo lo contrario: una explosión del ser, un elemento que se expande y cobra una vida propia dentro de la propia interioridad, es tan enorme y tan fuerte que moviliza el cuerpo, como en esas posesiones de espíritus y exorcismos. Temor y compasión, los primeros sentimientos humanos que una obra literaria despertó en el lector según Aristóteles, nacen con el deseo de parecerse o diferenciarse del héroe.

La catarsis sobrevive en aquel arte que tiene la intención de causar una emoción determinada en el lector. Es como si fuera el objetivo de la obra, y parece unidireccional, como si la obra ya tuviera de antemano definida una emoción (reconocida, elaborada) y buscara implantarla en el lector como una bomba, un mensaje, una moraleja. Es decir, que el lector debe reconocer que cuando está ante una determinada situación narrativa, como la Tuti en el cine viendo Titanic, necesariamente debe llorar. Todo género produce una emoción, y esas emociones son de distintos tipos, una de mis favoritas son las persecuciones en las películas de acción. Lo emocionante es ver cómo se escapan de la policía, y la emoción se puede identificar con una excitación, un nerviosismo extático que impide moverse del sillón o la cama, según dónde se esté viendo la peli, provoca admiración y desesperación.

Para Mario Levrero, que construyó toda su obra alrededor de una frase del psicoanalista Charles Baudouin, la literatura es una comunicación de alma a alma. Sin mediaciones, sin editoriales, sin críticos, sin profesores, sin historia, sin libros, sin páginas y hasta pareciera que sin palabras. Los autores que Levrero lee ingresan en su interior y se comunican con su espíritu como fantasmas de navidades pasadas que vuelven a manifestar sus verdades. En la concepción estética de Levrero existe el supuesto de que al escribir y al leer literatura necesariamente hay algo que comunicar, un elemento que escapa a las palabras, que se vuelven herramientas. Me pregunto si será posible comunicar una emoción a través de la literatura concibiéndola no como Levrero, una herramienta para penetrar las fibras sensibles de otro ser humano, sino como una construcción ficticia autónoma.

 

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