El padecimiento de miles de pequeños empresarios es una realidad innegable, pero la causa no son los derechos salariales de los funcionarios públicos. La verdadera razón de ese padecimiento es la debilidad del Estado para disciplinar a los bancos y financieras, quienes han fracaso en facilitar la gran cantidad de créditos disponibles.
El mundo es testigo de la ineficacia de la iniciativa privada en tiempos de crisis, excepción y pandemia. El mercado ha fracasado como asignador de bienes esenciales para hacer frente al coronavirus, y los Estados nacionales recurren a ancestrales prácticas de pillaje, despojos y demás intervenciones que nada tienen que ver con equilibrios óptimos de modelos económicos para poder hacerse de los insumos básicos (respiradores, mascarillas, trajes, camas de terapia intensiva, etc.).
Ante este contexto, nuestro país parece una isla donde el neoliberalismo criollo sigue gozando de buena salud. No solo no se discute una verdadera reforma del Estado, sino que se califica de inmoral que lo público no «sufra» la pandemia, metiendo en una misma bolsa enfermeros, médicos, policías, militares, con un porcentaje marginal de casos con privilegios repudiables.
El padecimiento de miles de pequeños empresarios es una realidad innegable, pero la causa no son los derechos salariales de los funcionarios públicos. La verdadera razón de ese padecimiento es la debilidad del Estado para disciplinar a los bancos y financieras, quienes han fracaso en facilitar la gran cantidad de créditos disponibles.
A diferencia del rápido auxilio de los nuevos programas de protección social como Pytyvo y Ñangareko, el Fondo de Garantías a las Pymes (Fogapy) ha mostrado una gran ineficiencia para llegar a los beneficiarios, a pesar de contar con US$ 390 millones para garantías.
Los emprendedores nacionales no deberían canalizar sus frustraciones contra los que gozan de derechos laborales, sino dirigir su blanco de críticas contra el capital financiero que especula groseramente con estos fondos públicos, manteniendo intacta sus utilidades en tiempos de pandemia.
Existe una idea, con fuerte resonancia en la opinión pública, que sostiene que «si la cuarentena afectó al sector privado, el sector público no puede quedar eximido», de lo cual se deriva que es «inmoral» que los empleados públicos cobren su salario en contexto de crisis sanitaria.
No es casual que sean los «emprendedores» -neologismo que desdibuja las diferencias entre grupos empresariales y dueños de mipymes-, los grandes medios y sus representantes parlamentarios quienes acicatean este eslogan. Con un interés que choca con el de los sectores medios, este discurso intenta captar su adhesión, intentando canalizar la indignación legítima que viven por la merma de ingresos.
Pero mientras que para los grandes grupos económicos el Estado es un «carga», para las capas medias el Estado es quien debería facilitar los servicios básicos.
Así, sectores empresariales y clase media -dos estratos sociales que se relacionan de manera distinta con el Estado- parecen unidos en su lucha contra los «beneficios inmorales» de funcionarios estatales o municipales.
Ahora bien, esta es una falacia que no se sostiene ni social, ni económica, ni jurídica ni mucho menos moralmente.
Desde un punto de vista económico, los empleados públicos pertenecen al sector de los asalariados, al igual que los empleados del sector privado. Pero, a diferencia de estos últimos, los funcionarios en su totalidad gozan de derechos laborales, los cuales en el sector privado son una rareza, pues allí aproximadamente solo un 25% está formalizado.
En cualquier país del mundo que tenga un horizonte de justicia social, el objetivo primordial debería ser «igualar para arriba», es decir, tratar de que aumente la masa de asalariados registrados. No es esto lo que le conviene a los empresarios, desde luego, quienes lógicamente prefieren no pagar los costos que supone declarar a sus dependientes (mayores impuestos, menor flexibilidad para contratar y despedir, riesgo de sindicalización, entre otros).
El empleado que goza de sus derechos tiene garantizado su salario aun cuando las circunstancias -por fuerza mayor- le impidan realizar sus tareas. Esto es así porque no son cuentapropistas, son empleados en relación de dependencia. Si su empleador decide cerrar su negocio, en ese caso, deberá pagarle la indemnización correspondiente.
Esto mismo sucede en todos los niveles del Estado, donde los funcionarios tienen aún más estabilidad que los privados, dado el riesgo de sufrir persecuciones políticas en escenarios de alternancia o inestabilidad política.
Finalmente, los funcionarios públicos son empleados en relación de dependencia. Lo inmoral es querer ocultar esta circunstancia para -de manera concomitante- nivelar para abajo, no vaya a ser que los empleados privados se les ocurra reclamar algo de lo que ya tienen los públicos.
Jurídicamente, el salario es un bien que se le otorga al trabajador a cambio de su trabajo. Si el trabajo pactado no puede realizarse por fuerza mayor -por ejemplo, una pandemia que exige el aislamiento obligatorio- el empleado sigue en relación de dependencia.
Por eso no corresponde que vean afectados sus salarios. Dicho esto, es totalmente falso que el sector público esté en paro: la gran mayoría son personal de blanco, policías y docentes que vieron ampliada la presión laboral.
Es cierto que el Estado redujo significativamente sus ingresos fiscales, naturalmente, por la baja recaudación debida al freno de la actividad económica. Este aspecto fue previsto al momento de solicitar un préstamo -excepcional y específicamente- para hacer frente a la crisis de COVID-19. La mentada indignación por su utilización en «gastos rígidos» busca dejar sin sustento a funciones públicas vitales, que en el caso de Paraguay están compuestos por las erogaciones a las personas que se dedican a tareas como son la salud, la educación y la seguridad.
Además, considerar como simple «gasto rígido» al salario de la función pública supone que los servicios públicos de salud, seguridad y educación son algo que se pueda prescindir, o delegar a la iniciativa privada. Detrás de esa retórica pseudo emprendedurista hay un odio explícito hacia cualquier idea de lo público, así como la propagación de un sentido común privatista que solo favorece a unos pocos.
¿Le conviene, realmente, a la clase media que el Estado reduzca sus provisiones de estos servicios?