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martes, noviembre 26, 2024

El terror sin nombre

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En su tercer envío a El Trueno, el escritor argentino Derian Passaglia narra el terror que provoca lo innominado, recordando una película que hizo época en los 90: El Proyecto Blair Witch.

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El carácter enigmático del bosque lo vuelve una fuente de los terrores más inimaginables. Una de las películas más terroríficas de los noventa, El proyecto Blair Witch, tiene como escenario un bosque de Maryland. La historia de la película es bastante llamativa. Se promocionó como una historia real y se convirtió, al momento de su estreno, según Wikipedia, en la película más exitosa de todos los tiempos, en el sentido comercial del término, ya que cada dólar invertidos produjo diez mil dólares aproximadamente, fenómeno único en la historia del cine.

La técnica que se usa es la del falso documental, una novedad para ese momento, hoy ampliamente extendida y agotada, aunque las producciones turcas le dieron un aire y una vuelta autóctona interesante al recurso. Año 1999, la historia de la película cuenta el desarrollo de su procedimiento: dos chicos y una chica, estudiantes de cine, se internan en el bosque para filmar un documental sobre una leyenda local conocida como “la bruja de Blair”. La película cuenta entonces la historia de la filmación de un documental usando únicamente imágenes de ese supuesto documental. A lo largo de la historia, los protagonistas van desapareciendo uno a uno, por causas desconocidas, hasta que en la última escena, en la imagen final, solo queda la cámara, tirada en el suelo de una casa oscura y abandonada, llena de escombros, como la única sobreviviente de la expedición.

Es el final perfecto que revela a la cámara como la cuarta protagonista de la película, de la que el espectador tiene sospechas pero nunca una confirmación. La película se abre así hacia una realidad que la excede, se vuelve sobre el mundo, quiere integrarse a él, quiere decirnos: yo soy la realidad. Las preguntas que genera ese final son simples y causan un efecto duradero porque las imágenes perviven en la memoria. ¿Quién encontró finalmente esa filmación casera? ¿Cómo sobrevivió a la magia oscura de la bruja? ¿Sus imágenes estarán hechizadas y malditas y serán letales?

La película apela a construir una hiperrealidad, un realismo que traspasa la pantalla, una realidad que sueña con superar los límites de la ficción. Se vale de una cámara-protagonista, de la cámara que cobra independencia con respecto a la historia que se cuenta. Los movimientos de esta cámara son bruscos, improvisados, tiene que dar la sensación de que todo lo que pasa es natural. El equipo de filmación carga sus bolsos en un auto, comentan sus sensaciones, hacen chistes, compran arroz en el súper, entrevistas lugareños. La pantalla se muestra blanca y negra cuando vemos el documental “real”, cuando tenemos el punto de vista de la edición que hubieran hecho los estudiantes de cine de haber sobrevivido.

¿Es la bruja del bosque la señora de cara huesuda, pelo sucio y duro, como chamuscado, abrazando una Biblia, que vive en una casa al pie del bosque y ofrece el testimonio de un encuentro con la bruja en el río, la supuesta bruja Blair, mientras pescaba con su padre? La película no revelará nunca el aspecto de la bruja, pero la imagen de esa señora resulta difícil de olvidar en el transcurso de la película, e incluso más allá, una vez terminada. La señora da detalles muy precisos, a diferencia de otros testimonios, que solo aseguran conocer la historia de la bruja de oídas.

-De repente sentí -dice- como si algo estuviera al lado mío. Era una sensación de temor; era como una mujer, pero en sus brazos y manos tenía como pelo, muy oscuro, casi negro, como un caballo, como la piel de un caballo. Tenía un chal de lana puesto. Ella no dijo nada, solo estaba mirándome. Después abrió el chal, tenía pelo en su cuerpo, como un caballo.

La descripción imaginaria de la bruja cambiará el sentido de las imágenes del bosque. Sabemos que podría ocultarse detrás de cualquier árbol. La bruja Blair no se manifestará sino en elementos muy concretos del bosque. Al amanecer aparece una rata muerta, entre hojas secas, a pocos metros de la carpa de los protagonistas; piedras apiladas forman una pirámide diminuta al pie de un árbol; muñecos con forma humana, construidos con ramitas, cuelgan de los árboles balanceándose suavemente en el aire; ruidos que no dejan dormir en la noche profundamente oscura. Cada una de estas apariciones extrañas va deteriorando la psicología de los personajes. Uno de los puntos máximos de tensión es cuando descubren que estuvieron dando vueltas en círculos sin darse cuenta.

El bosque es un laberinto del que es imposible escapar; es la causa, el motivo de la película, la enorme morada donde la bruja descansa omnipresente. En El proyecto Blair Witch los miedos más profundos se enfrentan a lo desconocido del bosque, a lo que hay más allá de arroyos y copas de árboles, a lo real del terror. Fue una de las películas más perturbadoras que vi de chico.

Recuerdo la madrugada en los confines de la ciudad de Rosario, en el barrio Irigoyen. Dos cuadras más al sur, el barrio se terminaba y empezaba la Circunvalación, frigoríficos y carbonerías, las casitas humildes donde revoloteaban gallinas, los primeros indicios de la localidad de Villa Gobernador Gálvez.

El barrio tiene la forma de una porción de pizza. En una punta la estación de trenes Rosario Sur, que no existía cuando yo era chico, los trenes pasaban de largo por ese cruce llevando vagones de carga. Hoy en día se puede tomar un tren a Buenos Aires a cuatro cuadras de la casa donde crecí. Enfrente de la estación estaba el destacamento de policía, que parecía abandonado. Cada tanto entraba y salía gente, había algún móvil mal estacionado en la puerta. Por las noches, el silbido del tren a lo lejos se acercaba como una premonición, marcaba la hora del sueño, el momento de dormirse, cuando todo estaba callado, hasta los grillos en el fondo parecían dejar de cantar para escuchar pasar el tren, una bocina que se acercaba más y más, que penetraba en la noche y acompañaba el ritmo de los pensamientos.

El pitido del sereno, otro personaje extinto del mundo del barrio, llevaba tranquilidad a las casas de familia. La dulce melodía que le arrancaba al silbato sumía en una calma envolvente, los ojos se acomodaban al juego de luces y sombras que filtraba la luna en el ventanal de la pieza hasta que llegaba el sueño. El sereno recorría las calles del barrio ahuyentando el peligro y la tristeza. El sonido del silbato era una advertencia para los terrores de la noche. Era la hora de guardarse, de dormir. Bajo los focos de luz que colgaban del cableado pasaba el sereno.

Un ruido que nunca llegué a identificar con claridad en la madrugada algunas noches me privó de horas enteras de sueño. Era el sonido similar a un bebé llorando pero más agudo, como de alguien que quería hablar y no podía, como si no supiera pronunciar las palabras, pero sí emitir sonidos. Era perturbador, no paraba, era insistente. Se sentía sobre los techos, en los tapiales. Nunca revelé a nadie lo que escuchaba, ni a mi mamá, ni a mi papá, ni a mi hermano, con el que compartíamos la pieza. ¿Qué era esa estridencia, ese efecto sonoro que no parecía provenir de este mundo?

Llegué a pensar que era Paola, la hermana del Ale y el Huevo, los vecinos con los que jugaba a la pelota en el campito de la esquina. Paola había nacido con un defecto en las orejas, las tenía como pegadas y metidas para adentro. Para entender lo que decía cuando hablaba había que esforzarse. Hablaba para sí, como consigo misma, con sonidos que se pegaban unos a otros, las palabras se entrechocaban en su boca y producían un idioma extraño, inexistente, propio. Quizá Paola por las noches hablaba, hablaba fuerte, después más bajito, practicaba su lenguaje privado, inaccesible a los humanos.

Yo estaba duro en la cama intentando no moverme, o moviéndome lo justo como para respirar. Me daba vuelta de un lado, me daba vuelta del otro, me espantaba el zumbido de un mosquito en la oreja. ¿Qué era ese ruido? No, no era Paola, no podía ser, no tenía sentido que hablara tanto tiempo sola, en la oscuridad. Pocas veces sentí ese miedo, una parálisis de punta a punta, que me obligaba a perseguir el ritmo de esa música extraña hasta encontrarle algún sentido. Lo supe de grande, mucho tiempo después, cuando al escucharlos tuve una revelación: eran gemidos de gatos.

El misterio venía de afuera, de las profundidades del fondo de casa, de ese bosque en el que se transformaba el barrio a la noche. Un ruido que no tenía nombre era la fuente de mis mayores miedos en aquella época, de procedencia desconocida, de origen incierto; ¿quién lo producía? ¿Por qué? Las brujas no existen si no se las ve, pero tienen vida en la imaginación.

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