Tercera y última parte del análisis histórico-económico, publicado previamente en @elExcedente, que desarrolla por qué la baja de impuestos no se traduce en un aumento de la captación de ingresos fiscales, sino todo lo contrario.
En entregas previas explicábamos qué es la llamada «curva de Laffer» -básicamente, una representación gráfica cuyo argumento central es que a determinada subida de impuestos, el efecto en los ingresos estatales es negativo dado que desalienta el ahorro y la inversión- y mostrábamos datos históricos que la refutaban. Al contrario, mostramos que desde la década de 1970, cuando el llamado neoliberalismo empezó a hegemonizar las políticas económicas en los países centrales (de la mano de Reagan y Thatcher), la presión fiscal disminuyó y creció la desigualdad social. En esta última parte, veremos que un gran número de países las reducciones impositivas no hicieron crecer a la economía y que, por el contrario, en esos mismos países la parte del ingreso que va a los sectores económicamente más favorecidos creció considerablemente.
Bajar impuestos como «receta mágica» al crecimiento económico generó históricamente mayor desigualdad de ingreso
Para que la curva de Laffer pueda considerar su validez empírica, pero principalmente teórica, hay que partir de ciertos supuestos muy relevantes de la teoría neoclásica. Estos supuestos tienen que ver directamente con su teoría de la distribución del ingreso, es decir, el cómo la teoría neoclásica explica quién se queda con qué en el reparto de la torta de la renta nacional. Esto es importante políticamente, ya que la teoría neoclásica, al igual que otras teorías o corrientes en economía, adopta una filosofía social particular, o sea, una manera de concebir a la sociedad en su conjunto y del tipo ideal al que esta debería aspirar, por lo que no es de extrañar que sirva a su vez de relato ideológico para justificar una determinada distribución del ingreso. En otras palabras, la teoría neoclásica es también una narrativa que permite legitimar cierto orden socio económico, en el cual unos salen ganando… y otros perdiendo.
En este caso, la teoría de la distribución neoclásica nos cuenta que cada quien recibe el fruto de su propio trabajo, similar al relato de la meritocracia como forma de ascenso social: un “son pobres porque quieren” pero con apoyatura teórica. Para el marginalismo* (forma más correcta de nombrar a la escuela neoclásica), el ingreso de cada factor productivo (trabajo y capital, por ejemplo) es igual, en contextos donde no se impida que el mercado y sus precios fluctúen libremente, a la productividad marginal de dicho factor. Así, el salario que reciben los trabajadores es igual a la productividad marginal del trabajo y el beneficio que reciben los empresarios es igual a la productividad marginal del “factor capital”. Con más o menos imperfecciones, el centro de su teoría se resume a eso.
Si bien desde aquí pensamos que la teoría marginalista del capital quedó totalmente desestimada luego del llamado “debate de las dos Cambridge” que se dio a mitades del siglo pasado entre académicos europeos y norteamericanos, trataremos de asumirla como verdadera para seguir el hilo del planteo lafferiano. Para mostrar una relación entre el tipo impositivo y la recaudación fiscal, la curva de Laffer debe asumir ciertos comportamientos explicativos de esa relación. Es decir, ¿por qué debería bajar la recaudación a medida que las tasas impositivas sobre el producto aumentan?
Aquí es donde la teoría de la distribución marginalista entra a jugar un papel primordial, si no de vida o muerte, en la propia formulación teórica de la curva de Laffer. Si es cierto que los factores productivos reciben el valor de lo que realmente producen, cuando el Estado decide apropiarse cada vez más de sus ingresos a través de imposiciones tributarias, es lógico pensar que estos (sean capitalistas o trabajadores) se vean motivados a encontrar una solución para obtener lo que se merecen frente al desincentivo. ¿Cuál sería el incentivo a trabajar o a invertir si no se encuentra retribución equivalente alguna?
De esta manera, tanto trabajadores y capitalistas dejarían de trabajar o invertir respectivamente al no encontrar un incentivo para hacerlo, así como también buscarían evadir o eludir los gravámenes del Estado para quedarse con lo que es suyo. Desde un punto “óptimo” del tipo impositivo, el Estado ya no puede recaudar más a sus arcas subiendo la tasa impositiva, porque a partir de este, el impuesto no hace más que desincentivar la actividad privada. Así, la curva de Laffer postula que, pretendiendo recaudar más, el Estado, en su absoluta ineficiencia y desprecio por la propiedad privada, se dispara en el pie y termina recaudando menos. Bien. Volvamos de vuelta a los datos, aunque sea solo un ratito.
En octubre de 2013, el economista francés Thomas Piketty y el economista español Emmanuel Sáez publicaron un resumen de un paper de su autoría en el diario británico The Guardian. Titularon dicho artículo “Por qué el 1% debería pagar impuestos del 80%”, un título sin dudas llamativo. A pesar de que dichos autores adhieren a la teoría de la distribución marginalista, en tal trabajo muestran evidencia importante en contra de dicha teoría en relación a la curva de Laffer. En el artículo Piketty y Sáez concluyen que la curva de Laffer efectivamente existe (para Estados Unidos), pero que realmente ese tipo impositivo “óptimo” desde el cual la activad privada empezaría a disminuir (o en el que los impuestos empezarían a tener efectos negativos sobre el producto y así en la recaudación) no es tan bajo como había afirmado Laffer (alrededor del 50%) y los marginalistas más radicales, sino que rondaría el 80%, por supuesto, para el 1% más rico de ese país.
Piketty y Sáez muestran evidencia de un grupo de países desarrollados que experimentaron subidas y bajadas de los tipos impositivos más altos (en la parte superior del ingreso) desde los años 80s y 70s del siglo pasado. En sus palabras: “Nuevamente, los datos muestran que no existe una correlación entre los recortes en las tasas impositivas máximas y el crecimiento promedio anual del PIB per cápita real desde la década de 1970. Por ejemplo, los países que realizaron grandes recortes en las tasas impositivas máximas, como el Reino Unido o los Estados Unidos, no han crecido significativamente más rápido que los países que no lo hicieron, como Alemania o Dinamarca.”
En suma, países que recortaron impuestos a los ingresos más altos no crecieron como crecieron países que no los han recortado. Por lo tanto, es difícil sostener hoy día que bajar los impuestos es la receta mágica al crecimiento económico, así como que subirlos solo destruye la actividad privada.
Por otro lado, otro dato curioso que nos muestran estos economistas es que desde 1970 el ingreso que corresponde al 1% más rico se ha más que duplicado en un grupo de países de habla inglesa y que, coincidentemente desde dicho momento, las tasas máximas sobre la renta han disminuido considerablemente. También nos muestran que existe una fuerte correlación entre las reducciones en las tasas impositivas máximas y los aumentos en la participación del ingreso antes de impuestos del 1% superior, para el período de 1975-79 a 2004-08, en 18 países de la OCDE.
Ahora bien, si consideramos estos datos y tratamos de establecer ciertos patrones con base en dicha evidencia, lo que podemos constatar parcialmente es que, primero, en un número de países las bajadas de impuestos no hicieron crecer a la economía desde los años 70s/80s y, segundo, que en ese mismo número de países la parte del ingreso que va a los sectores más altos creció considerablemente. Lo que hay que preguntarse aquí es lo siguiente: si la economía no creció en estos países y efectivamente aumentó el ingreso del 1% más rico, ¿de dónde salió el nuevo ingreso obtenido por este sector?
Ricos más ricos en economías que no crecen: ¿cómo incrementan sus ingresos?
La teoría marginalista nos diría que este 1% se volvió más productivo, pero si recién constatamos que estas economías no crecieron o crecieron de manera mediocre desde esos años, es económicamente imposible que estos actores (parte del 1% más rico) hayan aumentado su ingreso por ser más productivos. Para ejemplificarlo, si tenemos una torta y el 1% de la población se queda con, digamos, el 10% de esa torta, si estos se vuelven más productivos y crece el tamaño de la torta en su totalidad, su participación relativa seguirá siendo 10% pero su ingreso bruto será mayor en términos absolutos. Ahora, si la torta no crece en su totalidad, y de repente el 1% de la población gana más, no es porque haya sido más productivo, sino porque ahora se queda con más del 10%, digamos el 20%.
Lo que tenemos así es que un sector de la población se queda con más no porque la economía haya crecido, sino porque efectivamente hay otros que están ganando menos, es decir, unos aumentaron su participación relativa en la torta y otros la disminuyeron. Lo que esto nos muestra es que, en realidad, el ingreso de uno no tiene mucho que ver con su productividad (ni si quiera con la marginal), sino que como dicen algunos, “es más complejo”.
Piketty no afirma esto porque se enmarca dentro de la escuela neoclásica, pero juega sutilmente con dicha hipótesis al afirmar que “…si bien los modelos económicos estándar asumen que la remuneración refleja la productividad, existen fuertes razones para ser escéptico, especialmente en la parte superior de la distribución del ingreso, donde la contribución económica real de los gerentes que trabajan en organizaciones complejas es particularmente difícil de medir. En este caso, las personas con mayores ingresos podrían establecer parcialmente su propio salario negociando más duro o influyendo en los comités de compensación. Naturalmente, los incentivos para tal «búsqueda de rentas» son mucho más fuertes cuando las tasas impositivas máximas son bajas. En este escenario, los recortes en las tasas impositivas máximas aún pueden aumentar la participación de los ingresos máximos, pero los aumentos en los ingresos del 1% superior ahora se producen a expensas del 99% restante. En otras palabras, los recortes de las tasas máximas estimulan la búsqueda de rentas en la parte superior pero no el crecimiento económico general…”.
Gráfico 1. Evolución de la brecha entre salario por hora y productividad en los Estados Unidos.
Nos dice Piketty entonces con esto que “en la parte más alta” el ingreso de uno puede que no tenga nada que ver con su productividad, y se debe a cuestiones un poco más oscuras de índole sociopolítica, más relacionado al poder, las relaciones de fuerza y los contactos. Por supuesto, para Piketty esto es una imperfección del mercado y solo puede verse en “la parte más alta”. Desde nuestra posición teórica, afirmamos que realmente el ingreso no tiene nada que ver con la productividad y siempre se debe a cuestiones de índole social, como el patrón de consumo o subsistencia de determinada población, a cuestiones culturales, a negociaciones de fuerza entre gremios, existencia de sindicatos, etc. (obviamente la distribución de la productividad, no la productividad per se). Si afirmamos que el ingreso tiene que ver más con estos factores que con la productividad, estamos afirmando que la distribución del ingreso es “exógena” y no “endógena” como piensa el marginalismo dominante.
La distribución del ingreso no depende de la oferta y la demanda.
Es justamente esto lo que afirma Piero Sraffa y el resto de los economistas políticos clásicos (Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx, por ejemplo), al asumir que la distribución está dada y no depende de las curvas de oferta y demanda. Esta idea no es solo una suposición, sino que está basada en la crítica a la dificultad de suponer una distribución endógena. Básicamente, la economía política clásica del siglo XVIII y XIX, ya suponía que el salario estaba fijado por condiciones de subsistencia, y que estos eran relativos a los patrones de consumo históricos de cada población.
La adjetivación que sigue a la palabra primera no es tampoco una mera decisión estética que acompaña a la búsqueda de interdisciplinariedad entre la ciencia económica y la ciencia política, sino que intenta designar dos factores que son estructurantes fundamentales al análisis económico: la riqueza y el poder, o mejor dicho, la manera en la que dicha riqueza es producida y luego distribuida socialmente, en la que factores sociopolíticos se hacen imprescindibles para comprender incluso fenómenos macroeconómicos como la inflación. Esta es la diferencia crucial que separa a la llamada escuela clásica del excedente, que incorpora en su método la pugna entre las diferentes clases sociales en su búsqueda por la apropiación de dicho excedente, y la escuela “neo-clásica” o marginalista, que reduce el funcionamiento de la economía a un mecanismo de mercado entre oferta y demanda, en la que solo existen individuos solitarios tomando decisiones “racionales” para maximizar beneficios.
Pero no fue hasta 1960 con la obra de Piero Sraffa, Producción de mercancías por medio de mercancías, y hasta el debate Cambridge-Cambridge, que se demuestra el problema de la falta de especificación del factor capital en la teoría neoclásica y sus múltiples intentos fracasados para resolverla.
Sin ánimos de entrar a profundizar sobre esta cuestión, básicamente el mecanismo por el cual la teoría de la distribución neoclásica puede sostenerse es por el principio de sustitución factorial. Para que la sustitución entre factores productivos funcione, debe poder especificarse de manera precisa las dotaciones de los mismos. Además, debe poder demostrarse que, si el precio de un factor (por ejemplo, el trabajo) cae en relación con otro factor (por ejemplo, el capital), habrá una tendencia a utilizar aquel factor cuyo precio ha disminuido (en este caso, el trabajo), manteniendo el otro factor constante (en este caso, el capital). Dicho mecanismo funciona correctamente para los factores primarios (tierra y trabajo), pero al introducir el capital al análisis como factor productivo, aparecen los problemas.
Por lo tanto, si volvemos a la curva de Laffer, a ciencia cierta, si suponemos una distribución exógena, ¿qué tanto puede afectar una suba de impuestos a la parte más alta de la distribución? ¿Generará verdaderos desincentivos? La verdad es que no, al menos desincentivos que tengan que ver con la productividad y su relación con el ingreso. Podemos pensar en otro tipo de desincentivos, pero para eso habría que cambiar de teoría.
“La división del producto social entre ingresos de la propiedad e ingresos del trabajo aparecerá luego como requiriendo una explicación sobre la base del poder y la capacidad de negociación relativas de las partes, tal como la división del producto entre señores feudales y siervos; en el mismo sentido, las diferencias de ingreso entre los distintos tipos de trabajo tendrán que ser explicadas sobre las bases de consideraciones análogas a aquellas que pueden explicar las diferencias de ingreso bajo el feudalismo entre siervos, soldados, administradores o los tutores de los niños de los señores feudales. En tal perspectiva, la razón por la cual un gerente de banco cobra un salario al menos diez veces del equivalente del salario de una trabajador manual debe ser ampliamente fundamentada, siguiendo a Adam Smith, en la necesidad, para la reproducción de la estructura social capitalista, de motivar a cierto estrato de trabajadores de participar de los objetivos de los grupos sociales dominantes.” (Petri, 2008)
En conclusión, la curva de Laffer no puede sostenerse ni empírica ni teóricamente, principalmente porque está justificada en otra teoría que tampoco puede hacerlo por sí misma: la teoría de la distribución marginalista. Podemos negar esta teoría parcialmente como hace Piketty (al asumir que la curva de Laffer aparece cuando la tasa óptima es del 80%) o negarla en absoluto como la teoría del excedente clásico. Si el caso es el segundo, los límites impositivos, que en efecto existen, deberán buscarse por otro lado.
Mientras tanto, Laffer seguirá recibiendo condecoraciones de políticos que busquen justificar recortes fiscales que le sean beneficiosos a ciertos estratos sociales, como fue el caso de la reforma fiscal llevada a cabo por Donald Trump en 2017. Al menos para nosotros, las razones son más que claras.
*En este artículo se usan indistintamente los términos “marginalista” y “neoclásico”. Sin embargo, es preciso remarcar siempre que la forma más correcta de nombrar a esta escuela, hoy dominante en la academia, es la de “marginalista”. Esto quedó demostrado a partir de la obra Producción de mercancías por medio de mercancías de Piero Sraffa en 1960, quien señala que no existe una continuidad entre la teoría “clásica” y la “neo-clásica”, como plantea el análisis convencional, y, por el contrario, hay una ruptura entre ambas.