Derian Passaglia escribe sobre la diferencia entre el arte norteamericano y el latinoamericano a la hora de representar la violencia.
La otra noche, mirando El juego del miedo (James Wan, 2004), pensé que los yanquis están totalmente de la nuca. No tienen ningún problema en embellecer la violencia, en volver estética hasta las vísceras sangrantes colgando de una mano. Les encantan las armas de todo tipo y les encanta mostrarlas en pantalla. En esta parte del continente, un arma es como un unicornio del bosque encantado. A los yanquis no les importa nada, están enfermos, y las películas de terror enfermizas como El juego del miedo expone la locura de una sociedad obsesionada con la violencia, el armamento militar y el poder.
Entonces me di cuenta de que en latinoamérica la representación de la violencia, antes que a la belleza, está unida estrechamente a la política coyuntural. El Martín Fierro es un gaucho al margen de la ley que mata indios y lucha contra oficiales con una faca y unas bolas. El Matadero cuenta la historia de un unitario que llega a un campamento de los federales y muere vejado. El niño proletario es la violencia del terrorismo dictatorial de los débiles Estados latinoamericanos.
La violencia no puede desprenderse de la idea de política. En Nostalgia de la luz, documental chileno sobre la dictadura de Pinochet, las madres buscaban los huesos de sus hijos en el desierto de Atacama. Cuando encontraban un pedacito de fémur, de falange o de tórax, sentían que su hijo la acompañaba. La única forma de terminar con el sufrimiento para esas madres era encontrar restos del cuerpo de sus hijos.
La instancia que une a la representación de la violencia con la política aparece en la forma de la poesía, el cine, los cuentos, la novela, la música y el arte latinoamericano. En el arte norteamericano, esa instancia pareciera estar borrada, no cumplir ninguna función en el desarrollo de la trama, ni siquiera como un elemento externo al relato, salvo cuando aparece la policía, la única institución capaz de imponer orden.
En El juego del miedo, un psicópata secuestra personajes y los obliga a jugar un juego macabro para salvar sus vidas. Las víctimas son personas comunes y corrientes: médicos, fotógrafos, padres de familia. Son personajes que el psicópata, Jigsaw, juzga por una infidelidad, un secreto inconfesable, una atracción por menores de edad. A Jigsaw le detectan un cáncer terminal y decide pasar sus últimos días practicando estos juegos desquiciados. Si la política aparece, de la única manera que podría manifestarse es en la psicología retorcida de Jigsaw, quien se propone castigar a todo aquel que no viva la vida según su ética personal. Una política del individuo.