«La ciudad de Kafka es un laberinto. Hay caminos que no llevan a ningún lugar y cuando llevan a algún lugar hay muros y reglamentaciones legales que impiden el paso». Por: Derian Passaglia
En la literatura de Kafka las ciudades no tienen nombre. No se sabe si los relatos pasan en Varsovia, Guayaquil o Katmandú. Eso le da un aire raro a lo que se lee. Al no haber referencias reales, al no poder establecer un punto de comparación, el lector se enfrenta a un universo de pura literatura. Qué lindo es eso: leer y que el libro sea un universo, y que ese universo exista solamente entre esas páginas. Tiene algo como de cuento de hadas, de los cuentos infantiles del siglo XVIII y de las fábulas de Esopo. Los hechos que se narran en la literatura de Kafka terminan una vez que se cierra el libro. La realidad es una cosa aparte. Es muy difícil establecer esa separación en un mundo donde la ficción y la realidad son indistinguibles.
Lo que me propongo averiguar, con esta nota, es cómo será esa ciudad de Kafka sin nombre. Voy a empezar por lo general y después voy a ir bajando, hasta achicar la mirada y transformar los espacios. En principio, la ciudad tiene muchos caminos, como en El castillo. El caminar, para Thoreau, es una acción que provoca la autonomía del sujeto, porque el caminante arma su propio camino, sin hacer caso a las reglamentaciones y direcciones propuestas por el Estado. Los personajes de Kafka están fuera de la ley, y esos caminos, que a veces terminan en murallas y portones inmensos custodiados por guardianes quizá tengan algo que ver.
La ciudad de Kafka es un laberinto. Hay caminos que no llevan a ningún lugar y cuando llevan a algún lugar hay muros y reglamentaciones legales que impiden el paso. Nunca va a haber un paseo despreocupado, por el simple hecho de pasear, como en El paseo de Walser, un escritor que con Kafka admiramos. No llegar a un lugar, estar siempre en el medio, provoca esa sensación desesperante, asfixiante, que generan los relatos de Kafka. A veces, en medio de esta ciudad, hay apariciones. Un ser angelado, por ejemplo. Soldados, trabajadores del Estado, artistas depresivos, borrachos.
El campo también aparece pero no como contraposición a la ciudad. Lo común en la literatura post industrial, del siglo XIX para acá, es que el campo funciona como un elemento de escape a los ruidos de ciudad, al bullicio, como el idilio anhelado, como lo otro. El campo de Kafka es una extensión de la ciudad, como si no se hubiera ido tan lejos, y en realidad pertenecieran al mismo ámbito. Dicen que Thoreau se tomó un tren nada más para llegar al lago de Walden, pero lo cuenta como si se hubiera ido a vivir al medio de la nada, en la naturaleza virgen. En el campo de Kafka hay médicos y máquinas torturadoras para prisioneros de guerra. Nada muy distinto a la ciudad.
Las familias viven en casas bajas y tienen preocupaciones de familias de clase media común y corriente. Los personajes leen el diario, desayunan, prenden el velador cuando se hace de noche y leen un libro en un sillón. Así como en la ciudad la puerta es lo que impide el paso a los personajes, en las casas la ventana es el elemento más importante, lo que muestra el adentro y el afuera, el límite. Los personajes kafkianos parecen melancólicos, porque siempre están mirando por la ventana, contemplando. Contemplación, su primer libro de cuentos, es eso: personajes mirando por una ventana.
La ventana muestra chicos jugando en la calle, mujeres hermosas, hombres de traje, viejas que pasan. Adentro, el clima familiar puede llegar a volverse también asfixiante, y a veces hasta muy raro. Un muñeco de un hijo que parece tener vida propia, un hombre que despierta convertido en una cucaracha, otro al que vienen a buscarlo para arrestarlo sin explicación. Ni en la casa se encuentra refugio. Mirar por la ventana es lo único que libera, y no siempre, de la perturbación cotidiana.