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viernes, noviembre 22, 2024

La magia de los bosques

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En un nuevo envío, el escritor Derian Passaglia se pregunta en esta ocasión sobre el modo en que la magia se asocia al bosque.

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Es un tópico frecuente el del bosque como un lugar mágico. La magia no corresponde a un orden racional del universo, pero tampoco a un mundo caótico, imprevisible, que no se ubica bajo ningún patrón conocido. La magia posee la rara virtud de no poder explicarse, como las fuerzas interiores de un agujero negro en el espacio. Un mago simplemente hace aparecer una paloma blanca en la punta de sus dedos, adivina la carta que pensamos y encuentra monedas detrás de una oreja. El secreto es un truco, pero el truco nunca se revela porque se perdería la magia. El truco habilita una pregunta: ¿cómo lo hizo? Ese vacío genera respuestas imaginadas, posibles, intuidas. Si el truco se revela, la magia se pierde. Hay que suspender momentáneamente la incredulidad, según la famosa fórmula de Coleridge, para entregarse al oscuro secreto de la magia. La eficacia del mago descansa en su habilidad para esconder el funcionamiento del truco, como si el truco fuera lo real de la magia, su explicación lógica. La magia se produce porque su lógica está oculta, se produce por asociaciones desconocidas, sucede simplemente, aparece, se manifiesta. Esa es la fe poética de la que hablaba Coleridge, que vuelve al bosque, por su carácter mágico, un lugar misterioso.

Magia y realidad son dos cosas totalmente opuestas, pero guardan una relación íntima. Para escapar del realismo, Borges basa su teoría del arte narrativo en una teoría de la antropología clásica que estudia la magia y la religión en civilizaciones salvajes. Su literatura fantástica tiene una causalidad mágica; las causas lógicas, de la novela realista, corresponden al psicologismo, a un orden donde impera la realidad. Las historias extraordinarias que contaba su abuela con total naturalidad son las fuentes de la magia del realismo de García Márquez. La magia está asociada a la tierra. García Márquez cree que Sudamérica es especial, que hay situaciones y creencias que no podrían pasar en otra parte del planeta, como si una abuela australiana no pudiera contar historias de canguros antropomórficos a su nieto con la misma naturalidad que la abuela de García Márquez. En Aira, la magia es el antecedente del realismo. Sin magia, no hay relato, como si se tratara de un mito o el nacimiento mismo del universo: un estallido, una chispa primera que creó galaxias y estrellas y mundos. El realismo adquiere sentido cuando la magia esparce su polvo en el germen del relato. Como la magia está antes que la realidad en la literatura de Aira, la lógica con la que se cuenta un relato debe ser lo más realista posible.

Encuentro una contraposición ineludible en todos estos casos. Como dos fuerzas en eterna lucha, magia y realismo se atraen y se repelen, buscan vencerse en el orden cósmico de la literatura, conviven en una falsa armonía que no es otra cosa que el momento previo a una explosión. Ante el exceso de realidad, los escritores y escritoras optaron por la magia. La tradición encarna distintas figuraciones de una misma preocupación, como si buscaran la fórmula contraria a la realidad para la literatura. ¿Cómo huir del realismo? El realismo fue un peso, una carga para la vanguardia, el gran trauma del que parecía imposible escapar. La magia, en sus distintas cepas vanguardistas, fue la respuesta al método imitativo de la realidad. El 12 de febrero de 1909, Yeats anota en su Diario que toda civilización se sostiene por las sugestiones de un hipnotista invisible: por las ilusiones creadas artificialmente. El conocimiento de la realidad siempre es en cierto grado un conocimiento secreto. La conciencia del escritor del siglo pasado descubre el velo de las ilusiones creadas artificialmente por la literatura, su mejor truco.

La magia rige los bosques. Para los antiguos, el lago del bosque de Nemi se llamaba el espejo de Diana. Inspiró mitos, inspiró a Virgilio, inspiró a Turner, inspiró a Frazer, inspiró a Coppola. Esta línea de sucesión en el arte y las ciencias humanas fue adquiriendo una complejidad única en el modo de representación. La leyenda alcanza a los griegos y a Orestes, quien huye a Italia, después de matar a Thoas, llevándose la imagen de Diana Táurica oculta en un haz de leña. Transportada a Italia, el mito se modifica y se vuelve ritual. En Nemi, dentro del santuario, hay un árbol del que no se puede romper ninguna rama; solo puede hacerlo un esclavo fugitivo. Si lo logra, se gana el derecho a un combate singular con el sacerdote, y si lo mata se convierte en el Rey del Bosque. En la Eneida, Virgilio habla de una rama, en un árbol, de hojas y tallos de oro. Turner la pinta, Diana en el centro envuelta en un misterio difuminado por una niebla, recortada sobre el lago, con la rama dorada en una mano, frente a la enorme copa del árbol que se alza por encima de cualquier cosa, incluso las montañas, a un costado del cuadro. Frazer explica el proceso del mito. Alrededor de cierto árbol de este bosque sagrado ronda una figura siniestra todo el día y probablemente hasta altas horas de la noche. En la mano blande una espada desnuda y vigila cautelosamente en torno, como si esperara a cada instante ser atacado por un enemigo. Este vigilante, rey legítimo del bosque, es sacerdote y homicida a la vez. Tarde o temprano llegaría alguien a matarlo para reemplazarlo en el puesto sacerdotal. El culto del rey del bosque convivió con la Roma civilizada del imperio.

Para cuando se llega a Coppola, el bosque se transforma en una selva húmeda en alguna isla perdida del brazo de un río en la Vietnam de los 70, en plena guerra y psicodelia. El sacerdote encarna al fin un cuerpo en la figura de Marlon Brando, pelado e intimidante, interpretando al coronel Kurtz de El corazón de las tinieblas. Este sacerdote moderno, como si hubiera leído a Nietzsche y asimilado la filosofía del siglo XIX, ya no rinde culto a la diosa Diana, ni a ningún dios, sino a sí mismo. En el templo oscuro en el que se aisló, rodeado de salvajes y un fotógrafo-periodista que siente fascinación por su obra, lo único que brilla es su pelada. La ropa negra lo camufla con el fondo. Cada palabra que pronuncia tiene un sentido último, un significado profundo. La rama dorada que debería custodiar con su vida hasta la muerte es el código moral propio por el cual, en una operación secreta, el gobierno de Estados Unidos quiere matarlo. Él lo sabe, porque es un rebelde, y sabe también que va a morir, sacerdote y homicida a la vez. Creen que se volvió loco, que sus métodos son inhumanos, que desobedece cualquier sentido común y reglas básicas de comportamiento. Cabezas de hombres colgando de picas en la orilla del río reciben al visitante que llega al templo del coronel Kurtz. El esclavo fugitivo que debe matar al sacerdote se cambia por un soldado encubierto al que le fue asignada una misión secreta. Encontrar al coronel no es fácil, el viaje está lleno de ensoñaciones surrealistas, como esas flechas de juguete que vuelan sobre el barco en el que viaja el soldado, disparadas desde atrás de los árboles; o ese capitán que piensa en bombardear una orilla enemiga con el único fin de practicar surf. A su llegada, Kurtz le tiene preparado un monólogo a su verdugo, que recita lentamente y como pensando cada palabra:

-Vi horrores, horrores que vos viste. No tenés derecho a llamarme asesino, tenés derecho a matarme. Tenés derecho a hacer eso, pero no tenés derecho a juzgarme.

El soldado, mientras el coronel habla en el silencio del templo, se acerca sigiloso, machete en mano, a cara descubierta y envuelta en una oscuridad que lo protege en las sombras.

-Es imposible -sigue Kurtz- que las palabras describan lo que necesitan aquellos que no saben lo que significa el horror. El horror. El horror tiene cara y tenés que hacerte amigo del horror. El horror y el terror moral son tus amigos. De lo contrario son enemigos y hay que temerles. Son verdaderos enemigos. Me acuerdo cuando estaba en las Fuerzas Especiales. Parece que pasaron mil siglos. Vacunamos algunos niños contra la polio en un campamento y nos fuimos. Un anciano se acercó corriendo, llorando, no podía hablar. Cuando volvimos habían cortado los brazos de todos los vacunados. Y ahí estaban, amontonados. Montañas de bracitos. Me acuerdo que yo… Yo lloré como una abuela. Quería arrancarme los dientes. No sabía qué quería hacer. No me lo quiero olvidar nunca. No me lo quiero olvidar.

El soldado lo escucha en silencio, iluminado por una luz repentina que muestra el maquillaje verdinegro de su cara, los ojos extraviados.

-Y me di cuenta -dice Kurtz-, como si me hubieran disparado con un diamante, una bala de diamante en la frente. Y pensé: “Dios, es genial”. El genio y la voluntad que falta para hacer eso. Perfecto, genuino, completo, cristalino, puro. Me di cuenta que eran más fuertes que nosotros porque podían soportarlo. No eran monstruos. Eran hombres, conjunto de jefes entrenados. Estos hombres lucharon con el corazón y tenían familias, hijos, estaban llenos de amor. Pero tenían la fuerza para hacer eso. Si tuviera diez divisiones de esos hombres los problemas acá se acabarían muy rápido. Tenés que tener hombres con moral y que al mismo tiempo sean capaces de usar sus instintos primordiales para matar. Sin sentir, sin pasión, sin juzgar. Porque lo que nos vence es juzgar.

Una mosca ronda la cabeza del coronel. El soldado también parece distraerse, apoyado, vencido, contra una pared. Kurtz persigue la mosca con la mirada. ¿La guerra vuelve loco a Kurtz, la soledad de la selva, la muerte sin sentido, la toma de conciencia acerca de los poderes económicos y sociales que existen detrás de todo conflicto bélico? Kurtz descubre un elemento irracional en el ser humano, conoce el truco, se ve sorprendido por lo real del truco, lo excede. La realidad que lo circunda es intolerable. Por eso debe modificar la realidad para adaptarla a una propia, debe convertirse en mago. La magia es un cambio de paradigma del mundo donde la lógica se estira o se ralentiza, se agranda o se achica, una distorsión violenta, radical, opuesta. Magia y realidad no pueden existir la una sin la otra, se dan sentido mutuamente. La obra de Kurtz, la filosofía que impone entre salvajes y soldados desertores que lo siguen, no es otra que la caída de los velos de la realidad y el fin de la burocracia de la guerra. Si la guerra es despiadada y cruel, ¿por qué ocultar esa dinámica en otra perversa? En un rincón del mundo sin tiempo, entre chillidos de monos a la madrugada, la ambición de Kurtz supera sus capacidades y le da vuelta la cara la realidad, le ofrece la nuca pelada, se evade con magia.

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