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sábado, noviembre 23, 2024

El bosque de Nemi

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En este nuevo envío para el Trueno, el escritor Derian Passaglia vuelve sobre el tópico del bosque, evocando a Frazer, el lago de Nemi y a su propia infancia.

 

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El mito del bosque de Nemi extiende su influencia hasta la selva espesa vietnamita en los años de guerra fría y espías soviéticos. Fue en ese bosque donde Julio César mandó a construirse una villa lujosa. El resultado no le gustó para nada y la demolió. Los restos de dos grandes barcos de recreo pertenecientes a Calígula fueron hallados en el fondo de las aguas del lago de Nemi en los años 20, destruidos en un incendio durante la Segunda Guerra. Vespasiano tuvo en este bosque un monumento dedicado en su honor por el senado y el pueblo de Arica. En 1885, el embajador británico en Roma, Sir John Savile Lumley, excavó el sitio donde se alojaban los restos del santuario dedicado a la diosa Diana, ubicado en un terraplén al noroeste, rodeado de grandes murallas de contención encajadas en las laderas de la montaña. Inmediatamente después de las investigaciones, cuyo relato se registró en la revista de los románticos The Athenaeum y que inspiró también a Frazer, el sitio fue cubierto y en la actualidad yace bajo fresales.

Visité el lago del bosque de Nemi en Street View. Un hombre blanco, falto de bronceado, con una malla roja, hace la plancha en el agua quieta, a cuatro o cinco metros de la orilla. La gente se tira a tomar sol acostada en una manta o se moja los pies hasta las rodillas. Dejan los autos estacionados ahí nomás, también bajo el rayo del sol, sobre la vía Perino. Bajo la sombra de los árboles está bueno para abrir una reposera y echarse a tomar el fresco la tarde entera, hasta que baje el sol y empiece el fresquito y el cuerpo decida que es la hora del vermú. El azul del cielo es amplio, salpicado de algunas nubes, y una franja de vegetación verdosa corta la unión entre el cielo y el lago. A lo lejos, casitas bajas del pueblo y algún que otro edificio. En la otra punta, sobre un monte verde, otro puñado de casas con vista privilegiada al lago. Toda gente mayor la que está reunida en la orilla. Algún que otro entusiasta se aventura con un kayak y un remo en el agua. Del antiguo bosque sagrado, de la magia, ¿qué queda?

Para Frazer, Nemi sigue siendo una imagen de lo que fue Italia, cuando la región era apenas habitada por tribus de cazadores salvajes o pastores nómadas; cuando las hayas y los robles, con su follaje caducifolio, ocre en otoño y desnudo en invierno, aún no comenzaban a ceder, bajo la mano del hombre, ante los árboles perennifolios del sur: el laurel, el olivo, el ciprés y la adelfa, y mucho menos ante esos intrusos de una época posterior y que hoy en día se consideran típicamente italianos: los limoneros y los naranjos. El tiempo capturado en una sola imagen, en un momento del presente que recuerda al pasado, y a las civilizaciones del pasado, y a creencias antiguas que perviven en la historia de un objeto, en la memoria de un árbol. La magia es esa abstracción espacial y temporal.

En el fondo de la casa de mis abuelos, cuando todavía vivían en la calle Dragones del Rosario, en la casa en que hoy vive mi mamá, había un limonero, un mandarino y un paraíso; había cuatro casitas y un baño en el fondo, todas construidas por mi abuelo y un albañil que siempre llegaba borracho. De esas casitas solo sobrevive una en pie, nido de ratas, arañas y antigüedades oxidadas de las que no quieren desprenderse. Son el último resto de un pasado que ya no existe, la vieja casa de mi bisabuela convertida en cuartito. Desde que tengo uso de razón, la casa de mi bisabuela se llama cuartito, depósito de oscuridad y misterio, una magia antigua de la que ni siquiera hoy, cada vez que viajo para la ciudad y me entrego a la quietud del barrio, conozco el truco. Nunca crucé más de medio metro de la entrada, pero puedo reconocer el brillo del polvo sobre las cosas que ya no se usan, una capa sobre una capa, otra sobre otra. El polvo acumulado es del color de la ceniza con la consistencia de una polilla, apenas se lo toca se esparce.

El mandarino le da sombra a la ventana del cuartito. Algún tiempo atrás se me dio por juntar las mandarinas en una fuente, a pesar de que nadie las comía, y yo no iba a ser el primero. Cuando quedaban muchos días caídas sobre la tierra, sin que nadie las levantara, un verde musgoso les crecía desde abajo y subía como una rugosidad por las mandarinas hasta cubrirlas de un blanco apagado, los hongos las habían terminado por pudrir. El limonero era el árbol más útil, pero cuando se mudaron mis abuelos y la casa de Dragones quedó para nuestra familia, al limonero lo tiraron abajo. Mi abuelo cuenta siempre la historia: “¡esta casa no se vende!”, parece que dije. ¿Cómo pudieron hacerle caso a un nene de siete u ocho años? A la hora de la siesta, con o sin Milton, las ramas de los paraísos eran un destino noble. Trepábamos por uno de los cuartitos que todavía no habían demolido. Del techo del cuartito se veían las casas vecinas, quién entraba, quién salía, a quién le tocaba lavar la ropa en casa de la Paola… Tampoco duró mucho el paraíso, a partir del otoño las hojas caían como una plaga, eran interminables de limpiar. ¡Pobre mi mamá! ¿Cómo no la ayudé a barrer? ¡Qué malcriado!

Quería apurarme para llegar al árbol de nísperos de don Córdoba. Los nísperos no eran dulces, el gusto más bien tendía a un sabor amargo al final de la boca, pero qué lindo que era arrancarle los frutos del árbol al vecino sin que lo supiera. El tronco era gris, de ramas finas y flexibles, imposibles de romper, se doblaban como arcos resistiendo cualquier embiste de niño solo y aburrido a la hora de la siesta. Las hojas rugosas, anchas, terminadas en puntas duras como el caparazón de una tortuga. Abajo de las hojas y los nísperos había una parrilla, que también fue demolida. Ese rincón me hace acordar al cuento de la buena pipa.

La enorme copa del sauce llorón en la casa de enfrente, propiedad del Flaco y su señora, a la que nunca se le conoció nombre más que como señora del Flaco, resplandecía únicamente en dos momentos del día. A la mañana amontonaba la niebla y el canto de los pájaros, un aura gris lo distinguía en el barrio del resto de los árboles. Cuando atardecía los grillos parecían salir de un escondite secreto entre las ramas del sauce para formar filas alrededor de las zanjas en la calle y cantar su canción de siempre. Iluminado con las luces frías del alumbrado público, el sauce adquiría un fulgor dramático, el tronco era viejo y solo él conocía lo que habitaba en lo profundo de sus ramas. Una sola mirada inabarcable del sauce entero por las mañanas me infundía valor para afrontar la jornada escolar en la escuela de monjas.

Los plátanos en las esquinas eran el punto de reunión de los chicos del barrio. Cuando los paraísos daban sus frutos, los arrancábamos para jugar. Eran verdes y duros, y cuando maduraban ya no servían, porque se volvían amarillos, rugosos y lentos, gomosos. Para que piquen en la espalda al tirársela a alguien tenían que estar verdes. De tanto que picaban y de lo verde que eran les decíamos venenitos. El autor, la mente brillante que diseñó el artefacto para lanzar venenitos permanece en el más profundo de los anonimatos. Pero debería reconocerse la genialidad de esa cabeza, el ingeniero que tuvo la idea -a la altura de las invenciones de Da Vinci- de recortar una botella de plástico diez centímetros por debajo del cuello y cubrirla con un globo alrededor del pico. Adentro del globo se cargan los venenitos y se impulsa la máquina precaria hacia atrás, tensando la goma mientras se sostiene el pico de la botella. Si un venenito de esos alcanza a impactar alguna pierna o espalda, el dolor que se siente es como un pinchazo, fugaz como una estrella, un pellizco; lo mejor, en realidad, es la marca roja, redonda sobre la piel que permanece largo rato, como la picadura de un mosquito hambriento.

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