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viernes, noviembre 22, 2024

El movimiento de las imágenes

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El escritor Derian Passaglia continúa ofreciendo a los lectores de El Trueno un análsis de la poesía de Wang Wei, explorando diversos tópicos: el espacio, el movimiento y las imágenes.

Por: Derian Passaglia

El poema de Wang Wei tiene dos estrofas más, las primeras, que crean el espacio de lo que debe ser barrido: un sendero cubierto de musgo verde entre sombras de las sóforas. Pero no quiero aburrirme comentando todo el poema, quiero remitirme a lo esencial de una imagen que condensa una estética que atraviesa el tiempo y la historia. Las imágenes en la poesía China de la dinastía Tang capturan la lejanía. Li Po conversa con la luna borracho de vino. Tu Fu canta la batalla y se pregunta si las letras mejoran el mundo. Wang Wei observa la montaña vacía. La distancia impone una restricción compositiva y se simboliza como lo absoluto y lo eterno. Al mirar las cosas desde lejos se se las puede considerar como un todo. Wang Shizhen sugiere dos características para la poesía de Wang Wei: lo límpido, aquello que no es impuro y se asocia a la belleza secreta del paisaje; y lo lejano, que nace de la profundidad que tiende a exteriorizarse y permite alcanzar lo absoluto. La lejanía no es solo la manera en que Wang Wei mira las cosas, sino su exacta realización del mundo. Vistas desde un punto en que el sujeto parece desaparecer y las cosas dimensionarse, la imagen poética china se vuelve especial. Para González España esta imagen muestra panoramas generales observadas desde una gran distancia y con zooms focalizados, cuya nitidez es opaca y ambigua, debido a que interfiere la luz del ocaso, el color del otoño, una lluvia, dos pájaros. El concepto de zoom me hace ruido, porque supone un acercamiento brusco, violento, poco natural para una poesía que funda la naturaleza en su estado más puro, en su aproximación más real, tal como se presenta ante nosotros, sin pasiones, sin intelectualizaciones ni meras psicologías, como simple, como literatura lisa y llana de la naturaleza. Más que torpes zooms, en Wang Wei hay una profundidad de campo donde aquello que parece empañar la mirada -la luz del ocaso, el color del otoño, una lluvia, dos pájaros- componen una imagen que se mueve, que no permanece quieta en el verso, porque la hoja de un árbol tampoco permanece quieta en la realidad, en este presente en el que estamos, y que está pasando, y que pasó y que pasará, y porque Wang Wei sabía que todo se transforma. Todo pasa se leía en el anillo del meñique de Julio Humberto Grondona.

Quien cobra un protagonismo fundamental es el poema, encargado de capturar lo imposible, de apresar lo que no puede ser apresado, de fijar el momento, un momento que está en movimiento constante, que no se detiene, fluye como el río hacia un lugar desconocido. Ese presente eterno que se experimenta en el poema de Wang Wei, como si el tiempo no hubiera pasado, o como si a pesar de que hubiera pasado, nada habría cambiado, nace de una impotencia, de una necesidad extrema, desesperada, innominada del poeta de atrapar el momento presente en los caracteres ideogramáticos de la lengua china. Las cosas se mueven en los poemas de Wang Wei. Una imagen donde el movimiento se produce en el espacio, no en el tiempo.

El campito de la esquina me devuelve a la lejanía de un espacio que me refleja como las sombras de las sóforas en las ondas del río wangweiniano. Yo vivía en diagonal al campito, a mitad de cuadra, así que no podría decirse que desde mis ojos hasta el centro de esa tierra baldía existía la misma distancia que entre los ojos de Wang Wei y la montaña. Desde el frente de casa, sin pisar la vereda, acodado entre las rejas contemplaba sin embargo el campito vacío como una totalidad en la que ni el tiempo ni, como después, mucho después pasó, la apropiación de esas tierras y la construcción de una casa de dos pisos, podrían destruir. En el campito hace calor. Si es otoño hace calor. Si es invierno hace calor. Si es primavera pero el clima sigue inestable como para no sacarse el buzo, hace calor. Al mediodía es cuando hace más calor. Después del mediodía directamente está prohibido pisar el campito, porque hace un calor de locos. En el verano, además del calor que hace en el campito, caen gotas de transpiración, interminables, una tras otra, son saladas, tienen gusto a que hace calor, a que el tiempo no pasa cuando uno está corriendo, la cabeza empapada, los cachetes rojos, las rodillas percudidas, todavía están percudidas. La recurrencia sostenida al sol del campito oscurece la piel, la va dorando como una miel muy espesa, el sol es un pincel sobre los cuerpos que se agitan como un lienzo en el aire y levantan la mano para pedir la pelota o se agachan en cuclillas porque estaban solos frente al arco y se perdieron un gol, o simplemente no dan más del cansancio. El sol permite el desarrollo de la vida y permite el desarrollo del juego; molesta, a veces, en los ojos, no deja ver ni la sombra de la pelota que pasó violenta atravesando la red imaginaria y se cayó a la zanja, mientras alguien, cualquiera, el menos apto, el que está más cerca, o el arquero, tiene que apoyar un pie en cada lado, abrirse de piernas y estirar los brazos para secarla con el pasto. La pelota, mojada de agua sucia, no dobla, cuesta levantarla de la tierra y cuando dobla dobla pesada, como si el agua sucia de la zanja que la impregna la hubiera vaciado de tiempo, la hubiera hechizado con sus jugos que se esparcen por el interior del cuero y los hilos y la cámara hasta transformar su ritmo, un ritmo distinto al de los humanos, que tienen que hacer una fuerza salvaje para que ruede.

Se ha encontrado algún que otro preservativo usado entre los yuyos, en ese rincón de cascotes y palos, donde la pelota, si cae, se congela. Otro rincón en la esquina del campito, entre el pasto y la zanja, está reservado como alimento de las yeguas y los caballos del Osvaldo, que tiene permitido acceder a la mañana, en un acuerdo tácito y secreto con los chicos, momento en que la niebla desciende sobre la tierra y no se ve más que una esfera blanca suspendida sobre el campito, los chicos descansan, toman la leche y miran los dibujitos.

El campito desarrolla la capacidad de simbolización de los seres humanos, ya que una piedra, ubicada estratégicamente a una distancia de cinco pasos en paralelo al poste de luz puede considerarse el palo de un arco imaginario. Un buzo arrugado, una remera hecha un bollito, un trapo viejo, pueden cumplir la misma función que la piedra.

Bajo un régimen democrático, los equipos se deciden con un pan y queso entre dos jugadores -secreto donde se esconde la base fundamental del sistema democrático- que no fueron elegidos previamente por nadie. Los que elegirán equipos son dos de los mejores jugadores, el dueño de la pelota, los hermanos, los dos que no saben pegarle a la pelota. El sistema rota en un azar de causalidades y empieza con un dedo señalando a una persona. Pan y queso no es más que una metáfora en la que los pies, pegados el uno al otro, el talón sobre la punta y la punta sobre el talón, avanzan hasta pisar el pie del contrario; avanzan por turnos, de a un paso por vez, bajo la atenta mirada del resto en un círculo dantesco. El que gana, el que atrapa el queso con el pan, o el pan con el queso, tiene derecho a elegir primero y primero se eligen los mejores. Para lo último, rezagados, quedan como un descarte o un consuelo aquellos que no tienen habilidad para doblar el pie, anticiparse a una jugada, afirmarse sobre el suelo, defender sin falta. Gana el que mete más goles en el arco contrario hasta que la luz, árbitro natural, decida que ya no se puede ver la pelota cuando cae a la zanja o el cansancio dictamina su lento trabajo sobre los músculos.

Sangre brota como un río por la nariz y la cabeza se levanta como por instinto. Es el efecto de la larga exposición al sol. El papel higiénico en las fosas nasales sirve de remedio casero, y a seguir pateando. Ponete un gorro, repite mi mamá, porque te vas a insolar. Olor a mijo es cuando alguien se mete el dedo en el culo y te lo acerca a la nariz mientras pregunta: ¿sabés lo que es el olor a mijo? No, no sé lo que es el olor a mijo. Pegarle a alguien más chico equivale a represalias mayores: piñas, patadas de dos o tres por todo el cuerpo. Defenderse es una ilusión, como es también una ilusión la vida, algo que no sabemos si es real, si está vacía, como las montañas en el paisaje de Wang Wei, si es el sueño de un dios o un tarado aburrido, si pertenecemos a un organismo más grande del que la Tierra no es más que una célula, o si todo lo que esperamos (sueños, esperanzas, deseos) están en algún lugar de un futuro que no llega, pero que se visualiza desde la sospecha del presente. Duele el cuerpo después de la golpiza, y está agitado, impotente y vacío el espíritu, pero ya pasó, y hay silencio y calma. Yo te quiero mucho, dice el Juancho revelando él también su propio pecado, pero no tenés que ser tan soberbio. Ilusorio por la distancia que me separa en el tiempo y vívido a la vez porque me perdía en un espacio que sentía propio y que ya no existe, como la montaña, el campito está vacío. El viejo Cechi no devuelve la pelota, tocan las campanadas de la capilla Santa María de los Ángeles y hay que ir a misa, a la vuelta se juega a las bolitas en la vereda del Ale y el Huevo, el campito se va difuminando, se apaga, se cambia por bicis y gomeras con las que se cazan pajaritos en las ramas de los plátanos. Chau, campito, chau, es imposible atraparte para siempre…

Imagen de portada AFP via Getty Images

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