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viernes, noviembre 22, 2024

Manuel Puig, el escritor del pueblo

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Hace algunos días se cumplieron 30 años de la muerte del escritor argentino Manuel Puig. Derian Passaglia le dedica este artículo homenaje, recordando aspectos de su relación con Borges, la literatura, el cine y la industria cultural de su tiempo.

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Por: Derian Passaglia

En 1971, Borges y Puig se conocen en una de esas comidas en casa de Bioy. Puig le pregunta a Borges cuántas salidas va a tener ese año. Borges, que ya está ciego, mañoso, que representa su propia caricatura, no entiende la pregunta. Conocía a Puig de oídas, por terceros, a través de su éxito. “¿Y Norman es amigo del autor de un libro que se llama Boquitas pintadas?” había dicho meses atrás, todavía sin conocer personalmente al autor de Boquitas pintadas. Y ahí lo tenía enfrente, preguntándole cuántas salidas iba a tener ese año. ¿Puig se refería a La Biela, a la SADE, a dejarle flores a los antepasados militares en el cementerio de La Recoleta? Puig tenía cuarenta años y Borges setenta y uno. “¿Salidas? ¿Qué quiere decir eso?”, pregunta un Borges desconcertado. “Cuántas publicaciones de libros tuyos, en sus diversas traducciones, habrá este año”, responde Puig. Podrán haber compartido el castellano, la nación, la ciudad y un postre, pero el lenguaje no.

Manuel Puig es uno de los mejores escritores del siglo XX. Si me apuran un poquito, no tiemblo: uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Otra escena en casa de Bioy, la última, y lo dejamos al pobre Borges tranquilo, ya bastante manoseado está. Al año siguiente, en 1972, vuelven a comer en casa de Bioy, que lo felicita a Puig por un artículo sobre él aparecido en L’Express. Puig se horroriza, no le gusta el artículo, pero no por lo que dice, sobre eso no pronuncia palabra, sino porque no salió con foto y un artículo sin foto “no marcha”. Después la conservación se pone tensa porque Puig elogia al escritor cubano Severo Sarduy, que tenía entonces éxito en París, y Borges es contundente: “Un éxito en París equivale al fracaso. ¿Qué significa tener éxito en París? Nada”. Pero Puig no se deja amedrentar por la enorme figura de ese viejito sostenido por un bastón y con dentadura postiza, y se alegra de que “un buen escritor puede vivir de sus libros como cualquier comerciante”. Las diferencias no son solamente generacionales. Puig introduce una nueva sensibilidad en la literatura argentina y tiene una facilidad para manejar nuevos medios de comunicación que otros escritores no entienden ni pueden relacionarse con naturalidad, como la televisión o el cine. O como yo con Tiktok.

Puig no leía libros, miraba películas. En una entrevista para la televisión española dice que no necesitó leer el Ulises de Joyce, que le alcanzaba con hojearlo, como si fuese una revista, para saber cómo estaba escrito. De la gran literatura del siglo pasado aprendió únicamente las técnicas literarias, ¿qué otra cosa sino una forma, una técnica, una habilidad, se puede aprender de los grandes maestros? Del cine extrajo los materiales, las tramas, las pasiones, los desamores, el sentimiento, los argumentos, los nombres, el estilo. Así nacen las nuevas formas, del cruce de disciplinas distintas, de dos ideas preexistentes que no habían sido puestas en relación antes. Las ocho novelas que Puig publicó constituyen una de las obras literarias más revolucionarias de la Argentina, y son mucho más que una neovanguardia pop de los años 60 y 70. Se trata de una forma de mirar el mundo. Dani Umpi, el escritor uruguayo heredero de la estética de Puig, dice que lo que más le gusta de él es su figura: un marica de provincia que se la pasa viendo películas. Hay algo en esa idea de escritor que Puig introduce como una novedad. Desacraliza un lugar sagrado, deshace un lugar común, invierte roles y rompe normas con una naturalidad que me asombra y admira. Un escritor también puede ser esto, dice Puig con su actitud.

Ninguneado por Borges en casa de Bioy, despreciado por intelectuales y escritores de la década del 70, que lo veían como un oportunista que escribe literatura comercial, Puig es un escritor provocador, y es leído, al momento de su irrupción, como quería ser leído. Tuvo la consagración popular al mismo tiempo que el rechazo del mainstream artrósico de la literatura. A los veintitrés años viajó a Roma para estudiar cine en el mítico Cinecittà de Roma. Las cartas de este período que le envía a su familia son hermosas, llenas de una frescura y una ingenuidad y una autenticidad y una ansiedad por saber sobre el mundo que emocionan. Son sus primeros tanteos como escritor y su primera decepción en el cine, ya que el cine que se enseña -neorrealismo, corrientes europeas- no es el de las grandes estrellas, el del Star System, el de las épicas históricas de larga duración y las aventuras con finales felices y los amores imposibles de Hollywood. En Cinecittà no está Rita Hayworth, por eso tal vez Puig tenga que inventarla.

Su imaginación es la de un Hollywood personal desde la mirada de un niño en un pueblo de provincia. En las historias de sus novelas hay traiciones y hay olvidos y amores y muertes estilizadas y niños que sueñan y señoras nostálgicas de pasados remotos. La realidad de estas idealizaciones la aporta la forma, las cartas que un personaje le manda a otro con faltas de ortografía, los certificados de defunción que funcionan como pequeños capitulitos, los monólogos interiores y sobre todo los diálogos, el recurso que Puig explota y que maneja como nadie. “-El punto cruz hecho con hilo marrón sobre la tela de lino color crudo, por eso te quedó tan lindo el mantel”, escribe Puig en la primera frase de su primera novela. “-¿Cuál fue la última vez que me viste?”. “-A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas”. “-¿Qué tristeza da a esta hora, ¿por qué será?”. Así empiezan otras tres novelas suyas, todas se sirven del habla pasado por la estilización del guión cinematográfico para construir el diálogo, todas encuentran en el diálogo una realidad que muy pocos, poquísimos escritores, manejan con maestría.

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