Derian Passaglia retoma los puntos fundamentales de su anterior publicación sobre Kafka, esta vez para desarrollar un ejercicio narrativo sobre su propia infancia.
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Por: Derian Passaglia
Este narrador, supongamos, este narrador que estoy creando escribe con veinticinco años de diferencia respecto de los hechos que cuenta, en los que hay un nene como protagonista, un nene que es él mismo pero a la vez soy yo, de manera tal que sabe, o sabemos con el narrador pero no con el nene, las cosas que van a pasar, o si no sabemos al menos las intuimos. Somos tres, entonces, aunque no descontamos que existan varios más: el narrador, el nene y yo. Yo estoy por fuera, olvidémonos de mí por un rato. El que está viendo todo es el nene, pero el que lo está experimentando es el narrador, porque es él quien va a poner en palabras las sensaciones del nene, que no sabe, todavía no sabe, que lo que está viendo de alguna manera u otra lo va a marcar, será importante en el futuro, volverá como una imagen al principio y más tarde como un recuerdo, relacionado a un motivo literario de uno de los autores más importantes de la literatura del siglo XX, donde pasan ladrillos vistos de un paredón interminable por la ventanilla del auto en la que están pasando también las palabras, mudas, porque no las dice, está callado en el asiento acompañante y su papá, mi papá, maneja, lo lleva y me lleva a una práctica de fútbol en el Club Fábrica de Armas.
Se trata de una calle y de una pared. Hay un intento, ya no del narrador, olvidémonos por un ratito del narrador, no nos interesa, estorba, es una ficción, una construcción, un queso, en este caso un queso brie o un boconccino, porque son los dos que no me gustan, un intento decía por llegar a los ojos de este nene, por ver a través de la mirada de este nene, que en realidad soy yo. Pasa que todavía es muy chiquito y no tiene tanta conciencia sobre las cosas, ni idea sobre Kafka, Stevenson, la literatura, el narrador. A él, a mí, solo nos gusta jugar a la pelota. En realidad fue así: mi abuelo me llamó por teléfono de línea y me insistió para que fuera a una escuelita de fútbol que quedaba a pocas cuadras de casa, todavía vivíamos en la calle Balcarce. Yo no estoy muy convencido, me da miedo, pero acepto. Mi abuela contaba que yo le prometía que después de que me comprara masas secas en la panadería iría sin hacer lío ni rezongar a la escuelita de fútbol. Yo me comía las masas, que me encantan, y después no iba. La canchita era de pasto sintético, mi abuelo me iba a ver, se sentaba en la moto y detrás del alambrado su mirada parecía guiarme. Una vez me caí y se me peló toda la rodilla, veía la carne, sangre y pus, porque había reabierto una herida que no cerró bien. Corrí hasta mi abuelo, puse las manos en el alambrado, alcé la rodilla para mostrarle. Él me dijo que no pasaba nada, que no me había hecho nada, y me fui tranquilo pero preocupado a seguir jugando.
La calle y la pared no es de esta escuelita de fútbol, cuyo nombre no me acuerdo o no me quiero acordar, donde tuve el primer contacto con una pelota, en una ciudad, como la que nací, en la que los temas, las formas y la vida giran en torno al fútbol. La calle de la que quiero hablar lleva a las puertas del Club Fábrica Militar de Armas y la pared, que en realidad es un paredón, pertenece a la Fábrica Militar de Armas. ¿Cuáles de todos estos sentimientos son reales, o a mí también se me mezclan las cosas? No teníamos ningún vínculo con militares, dicho sea de paso, salvo que mi otro abuelo, el nono Coco, era guardiacárcel, tuvo un ACV y pasó sus últimos años viendo la tele en una pieza mientras aplaudía, hasta que llegaba mi abuela con comida y le sacaba la lengua. En el Club Fábrica Militar de Armas mi tío José llegó a ser tesorero. Mi primo Pablo se casó ahí, tiene dos hijos hermosos, Titi y Bianca. Los árboles estaban pintados de blanco como en un pueblo. Tenía una de las únicas canchas de bochas que alguna vez vi, la otra fue en un bar de viejos al que me llevó varias veces mi abuelo Hugo, el futbolero. Siento que jugué a las bochas alguna vez, o que tiré la pelota con fuerza, pero no lo puedo asegurar. Si dejo paso al narrador, se puede imaginar que sí, pero la pelota es tan pesada que apenas puedo moverla y llega con lástima hasta el final de la cancha. En la entrada del Club, el recibimiento lo daba un cañón enorme, al que trepábamos como un caballo, ¿habrá sido usado en algún momento, en alguna batalla, para alguna victoria, contra realistas españoles, ingleses en Malvinas? Era un cañón en serio, no uno de feria. No sé cuántas personas se necesitarían para mover ese armatoste, pero no se movía así nomás, ni con la lluvia, ni con el viento, ni con unos cuantos chicos arriba se movía. En el equipo de fútbol del Fábrica de Armas me dieron la 10, como a Maradona, y me decían el Tanque, petisito y gordito, de arranque explosivo, poca terminación de jugada pienso ahora, lo que se dice un lagunero. No había otro que pudiera llevar con tanto orgullo esa camiseta, y a mis primos la verdad que siempre les dio un poco lo mismo el fútbol, mi hermano Milton era muy chiquito como para jugar.
Era imposible abarcar con la mirada los campos del Fábrica de Armas, canchas y canchas de fútbol y de vóley y hasta de béisbol que se extendían hasta zonas donde el pasto crecía siempre seco, de un color que no se decide a ser gris, un beige no exclusivo del otoño, porque en primavera o en verano seguía seco, duro. La palabra oleaginosa está estrechamente ligada a estas canchas de fútbol del Fábrica de Armas; del otro lado, más allá de la nada, del vacío, del pasto seco y de alguna calle rápida para camiones, había una fábrica de aceite. Cualquier vientito arrastraba el humo blanco de su chimenea larga y circular, que parecía en el horizonte un gigante mitológico. El olor era penetrante, invasivo, y por más que se arrancara una flor del suelo o se masticara un yuyito todo tenía gusto a aceite recalentado que se olvida en una cocina por días. Los compañeros de fútbol contaban la historia de alguien que se había caído y se había muerto en una de esas máquinas y que el aceite Patito venía con sangre embotellada. Si se juega a la pelota en una cancha cerca de una fábrica de oleaginosa el olor puede sentirse veinticinco años después, impregna no solo la ropa.
En el Fábrica de Armas también hay una pileta, en la que aprendí a nadar, calculo que en la colonia de vacaciones. Me despertaba a las siete de la mañana para ir a la colonia, qué espíritu, y qué espíritu el de los profesores, que estaban medio dormidos hasta que nos ponían en fila y nos mandaban a hacer alguna actividad al aire libre, algún juego. No me gustaba el desayuno que nos daban, porque era un jugo horrible con galletitas surtidas, ¿qué clase de desayuno era ese? Yo quería café con leche y medialunas, ya de chiquito había nacido con alma de viejo. Puro colorante anaranjado diluido en agua bajo la sombra de los paraísos pintados de blanco, esperando que sea el mediodía para que abra la pileta y tirarnos. En la combi del fútbol, no de la colonia, había un colorado hijo de puta que me ponía la mano en la cara, era una mano gomosa y sádica, transpirada, de esas que cuando saludan no aprietan, quedan flojitas.
Una noche que hubo fiesta en el club, y que se hizo en la cancha de básquet, de piso de baldosas a granito, Milton ganó el segundo premio a mejor disfraz, vestido de Chapulín Colorado, ¡qué envidia me dio! Mi papá se vistió de boxeador, con la bata del baño, yo con alguna remera negra, sin onda. El disfraz de Milton era buenísimo, le habían comprado hasta las antenitas de vinil.
El nene que ve el paredón interminable de la Fábrica de Armas solo lo está viendo, yo lo estoy creando mientras pasan las palabras, en la que se ven ladrillos y ladrillos y ladrillos, y se escuchan las gomas sobre el asfalto pedregoso. Parece el paredón de un castillo, una fortaleza que va a ser asediada y destruida. No piensa en nada ese nene, o si piensa no se puede acceder al contenido de sus pensamientos, mira la pared y la pared no le refleja un vacío, una inercia, le convoca fantasías escurridizas, que no se pueden atrapar porque duran en su mente lo que dura andar por la calle que da al paredón interminable. Del otro lado del paredón, imagina que hombres grandotes de boinas verdes practican tiro al blanco en un tablero de colores. Del otro lado de la calle hay un descampado donde se amontona basura en zonas estratégicas. El paredón interminable es rojizo y alto, y le da la sensación de que nació con el mundo, la muralla más larga del planeta, la invencible, la que despierta el deseo de mirarla hasta encontrar el mínimo huequito que haya erosionado el aire, que pasa ante los ojos como pasan los años, iguales y distintos, lentos y rápidos; el paredón interminable termina donde empieza el alambrado del Club.
Ante la calle que lleva al Club estamos los tres: el nene, el narrador y yo, y un cuarto, mi papá, que está manejando y perdido en sus pensamientos y no dice nada, y yo tampoco digo nada porque me lo estoy diciendo todo a mí mismo, me guardo lo que digo para este momento, en ese momento en que todavía no tengo idea de nada sobre todo esto. La calle se extendía a lo largo de varias cuadras en la que solo se podía ver como único paisaje una pared y un baldío, lo demás corre por cuenta del narrador y del nene, que aporta la materia y la imagen. Era una calle que no tenía salida, como la tiene ahora, que sale a calle Francia, que se abrió cuando la Provincia de Santa Fe tomó posesión de las tierras de la Fábrica Militar de Armas, entonces perteneciente a Nación. Al final de la calle estaba el Club, y si alguien por error, se hubiera metido en esa calle, habría experimentado un viaje a lo desconocido que terminaba en pasto seco, baldío y el alambrado del Club. Esa calle única de la ciudad, y de todas las ciudades del mundo, esa calle para la cual no alcanza el trazo de la escritura para pintarla de cuerpo entero, a la que se entraba por Ovidio Lagos, la calle Víctor Olegario de Andrade, inducía al cuerpo y a la mente, en un estado de ensoñación que permite acceder a la comprensión de ciertas estructuras narrativas en el mecanismo narrativo de Kafka, donde la realidad tiene el mismo valor de verdad que el sueño. Pasaban por la ventanilla unicornios; primero uno solo, bravo, con el cuerno enroscado en la frente terminado en punta, una punta afilada como un cuchillo Tramontina recién comprado, el brillo del metal reflejando la blancura nívea del unicornio blanco, un relincho avisa sobre la fuerza que duerme en él y que amenaza con abrirse paso, por más piedras en el camino o Peugeot 504 con un padre y un hijo arriba que se interpongan. Detrás aparece otro, igual de perfecto, mueve la cabeza como espantándose moscas, y con el movimiento de la cabeza el pelaje de la crin se agita al viento. Los unicornios iban más rápido que el auto, quebraban las rodillas con la elegancia de saberse libres, pisando el pastito mojado por el rocío a un costado de la calle Víctor Olegario de Andrade, esquivando pinos. Un oso movía el tronco de un pino buscando una presa o un fruto. Las ardillas, curiosas en las ramas, querían saber qué tanto era ese alboroto; y los alces, asustadizos, se escabulleron entre arbustos por si las dudas, nunca se sabe, siempre hay que estar precavido. La luna lo perseguía, el nene estaba seguro, no había escapatoria, así fuera a comprar una Coca de envase retornable, un alfajor Tatín, semillitas al kiosco, la luna estaba ahí, adelante o atrás suyo, policía de sus pasos. La única manera de escaparse era cerrando los ojos, pero a veces no funcionaba, porque un círculo redondo abrillantado se le aparecía en la negrura de la mente. Iluminaba la copa de los pinos y los ladrillos del paredón de la calle Víctor Olegario de Andrade, y bajó para hacerse amiga del nene, y el nene se puso contento y como la vio tan redonda le abrochó dos breteles en la parte oscura y se la puso de mochila, se subió a un unicornio mientras el papá reía de los nervios, nunca había visto un unicornio. El nene le dijo que no pasaba nada, que eran buenitos si no se los molestaba o se los trataba con cariño, entonces el padre se subió al otro y fueron galopando así hasta al Club, todos los compañeros y el director técnico esperaban en ronda para empezar la práctica de fútbol.