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viernes, noviembre 22, 2024

El cine de José Celestino Campusano

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Derian Passaglia presenta a los lectores de El Trueno el cine del director argentino José Celestino Campusano. Las películas comentadas pueden verse gratuitamente en el sitio play.cine.ar

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Por: Derian Passaglia

“No mientas” dice en una entrevista José Celestino Campusano. Vil Romance produce un shock, Vikingo desconcierta. No se sabe si lo que se está viendo pasa al momento de su filmación. Campusano se propone no mentir, es sincero con lo que quiere mostrar y lo que se muestra es de verdad. ¿Qué pasa en las imágenes? La imagen del director muestra lo real, pero la imagen misma que muestra, ¿es real? ¿Se puede filmar la violación de un menor? No se sabe qué es lo que pasa en las imágenes, o en el montaje desordenado, porque un determinado conflicto en la historia lleva a la pregunta por cómo se filmó una determinada escena. Esa pregunta en el centro de su estética genera su procedimiento narrativo, una puesta en crisis de lo real.

El protagonista tiene granos. Un día pasa por la ventana de su casa y ve a su madre y a su hermana prostituyéndose, bailando alrededor de unos tipos. Vil Romance narra la deriva del adolescente, cruzando vías de trenes que parecen llevar a localidades profundas del conurbano, donde la realidad adquiere peso por sí misma: a Campusano no le hace falta describir los lugares, porque para él los lugares describen a las personas, y las personas a los personajes. No hace falta aclarar nada, es la vida de un chico marginal que no se ajusta a las normas de su sociedad, en alguna localidad perdida de la provincia. Cerca de donde vive hay una estación de tren, solitaria, y de ahí se bajan un puñado de personas. Desayuna jugo Baggio y galletitas Amor sentado en una escalera, mirando la partida del tren. La marca de las galletitas no se muestra, pero se la reconoce por su forma. Sus objetos son símbolos referenciales, productos reconocibles que se inscriben en el consumo de una clase social.

En las películas de Matías Piñiero, por ejemplo, ningún personaje podría aparecer tomando jugos Baggio, porque sus personajes desayunan avena y cereales, y café en tazas de porcelana. Así como Piñiero les hace recitar versos de Shakespeare a sus actores, los personajes de Campusano recitan sin saberlo las líneas de sus destinos shakespereanos. En Vil Romance hay una muerte que condena al abusador, en Vikingo hay otra muerte burda, apurada, desprolija, nerviosa; pero la diferencia se la da el lugar que se eligió para poner la cámara, el momento del día, la disposición de los personajes, los objetos en la escena. Una moto está en el centro de la imagen, Vikingo en un extremo, el cuerpo quieto de Aguirre sangrando en otro. La muerte tuvo lugar en un estacionamiento abandonado, hay graffittis en las paredes y la vegetación crece salvaje alrededor de las columnas. El Vikingo es un testigo que llegó tarde, la única persona viva en la escena.

Las películas de Campusano parecen borrar el hecho de que hubo una puesta escena detrás para favorecer la marca de lo auténtico que se imprime en las imágenes. La puesta en escena es un drama real. Los lugares y las personas que interpretan a sus personajes son reales, Aguirre está tan inmóvil como un muerto. Murió sin saber su verdadero castigo, pero aceptó la deriva de sus consecuencias, sabía que tenía que lidiar con sus propios fantasmas porque no le quedaba más alternativa que seguir adelante.

La pantalla no existe, nada puede mediar entre la vivencia real de la imagen y el espectador. La imaginación no es auténtica, lo que es auténtica es la realidad. La sorpresa se produce en la inmediatez, y en la inmediatez de la imagen está la búsqueda del sentimiento trágico. Campusano trasciende la pantalla, como esas películas filmadas con técnicas en 3D. Pero en él la carne es algo vivo, no un efecto técnico de los medios que maneja ni tampoco lo que provoca la sensación de lo real. La realidad absorbe la mirada y se muestra tal cual es, cualquiera podría ir a verificarla en su propio lugar de enunciación.

Un desajuste produce el shock en sus películas, un desajuste entre lo que se ve y lo que se supone que se muestra como real. Campusano filma historias para no mostrar que están construidas, pero lo que se muestra es un reflejo de sus decisiones estéticas. La realidad de las imágenes transforma al que mira en un voyeur. Estamos en el lugar donde pasan las cosas porque las reconocemos, miramos sin mirar, sin opinar, con la respiración cortada para no distraer a ninguno de los personajes. ¿Somos cómplices de una violación? ¿Podemos guardar el secreto de que el Vikingo ideó un plan macabro en el que asesinan a sangre fría a Aguirre? Las imágenes no son siniestras, lo siniestro es que pase. La realidad más inmediata tiene que prescindir de la pantalla. El cine es una realidad para el espectador, y las imágenes adquieren el carácter de un “testimonio antropológico e histórico”, como él dice, que vuelve a sus películas un registro del ser humano en una época determinada, sin tiempo. Es la historia del hombre viviendo su propio tiempo, ajeno a las fuerzas narrativas que exceden su conciencia, inmerso en lo que la vida tiene para ofrecerle como condición motora del existir.

Campusano le muestra al hombre lo que es, y en ese juego de espejos el cine no es un medio, sino la esencia misma por la que se filtra la vida, por eso prefiere “privilegiar lo que ya es a lo que uno cree que debería ser” un personaje. Las películas de Campusano no muestran que algo fue hecho a través de una perspectiva, porque la perspectiva ya estaba ahí, lo único que hacía falta era direccionar la cámara, convertir a las personas de los lugares reales en los que filma en personajes de una historia.

En el final está el destino trágico en los que no hay espacio para la catarsis aristotélica. Ni en Vil Romance o Vikingo se produce un alivio liberador más allá de la muerte. Una vez terminada la película, pasados los créditos y el fundido a negro, los personajes van a seguir con sus vidas, erráticas y vagabundas, a la búsqueda de un golpe de suerte o una pasión, entre mates y platos de fideos, vinos y motos, llenando el vacío de la existencia con enredos sentimentales, alguna que otra pelea. Sus personajes quedaron fuera del sistema de educación formal y el lenguaje que usan para comunicarse es sencillo, pero no por eso menos complejo. A veces un silencio puede dar una idea que se completa solo con la imagen. En una escena cargada de un enorme simbolismo, mientras comen al mediodía en un tablón que se sostiene por caballetes, en el frente de la casa de Vikingo, con un perro echado en la tierra, pasándose de mano en mano un vino, Aguirre cita a Drácula. Aguirre es un huésped en la casa del Vikingo, y no pretende chuparle la sangre. Con unos pocos recursos -los personajes no tienen puestas ni remeras-, el conflicto se quiebra. Ahora el Vikingo sabe que puede servirse de Aguirre porque le brinda techo y comida, y Aguirre entiende que está sujeto a él. Lo que parece un buen momento entre pares en realidad esconde una trama secreta.

Pero Campusano no se escuda en lo no dicho para crear una situación narrativa, y su cine adquiere un carácter de indistinción entre ficción y realidad cuando se verifica, a través de las imágenes, que a los actores les faltan dientes. ¿Hacen de sí mismos? ¿Representan a quienes son en la realidad? En ese caso, deberían saber que su relación va a terminar mal, y que no hay espacio en el mundo para los dos. Siguen compartiendo el vino, sin embargo, Vikingo le enseña sus tatuajes a Aguirre, le cuenta la historia de cada uno. Junto con la pantalla, la historia se borra: no hay nada más que dos personas entregadas a una situación que comprenden los va a conducir a lo inevitable, pero de la que no pueden escapar. El registro de la vida se vuelve más auténtico que lo real, y lo real no pasa delante de nuestros ojos, porque no somos los únicos que sabemos lo que va a pasar. Lo sabe también el Vikingo, lo intuye Aguirre, que confía en el Vikingo porque no tiene a nadie más a quién recurrir, huye de su pasado y de las imágenes en su memoria que lo atormentan. ¿De qué está escapando? ¿Por qué este vagabundo solitario que duerme en casas abandonadas acepta la ayuda misántropa del Vikingo? La indeterminación entre lo que es real y lo que es ficticio carga a las imágenes de un significado que no se puede desprender de su forma. Vikingo es un motociclista en la vida real y en la ficción; pero la pregunta no es si actúa o no actúa, si tiene dos hijos como en la película, o si se inspira en su propia vida para componer un personaje de recursos actorales limitados. Hay un tercer espacio entre la realidad y la ficción que habilita Campusano y que permite la pregunta: ¿en qué mundo le pasa al Vikingo lo que le pasa?  El cine de Campusano encuentra su mejor expresión estética en la idea de autenticidad. Lo que vemos es parte de una realidad que hasta entonces había permanecido oculta en los márgenes de una región perdida, pero existente, tan real como los dramas que se viven en los grandes centros urbanos, tan memorable y eterna como un verso de Shakespeare.

Hace algunos años, menos de una década pero más de un lustro, todavía era un estudiante universitario viviendo en un monoambiente de la calle Honorio Pueyrredón. En aquellos tiempos de formación, era un provinciano feliz en la gran ciudad, con una ventanita que daba a un patio interno donde el único rayo de sol que calentaba un rinconcito del parquet desaparecía después del mediodía. Me arreglaba con mis cosas. Mi papá me había regalado uno de esos televisores de tubo de catorce pulgadas cuando me mudé; las cucarachitas eran muy difíciles de matar, y me acuerdo que me divertía buscando técnicas nuevas de exterminio, como rociarlas con agua hirviendo de la pava cuando querían escaparse por la bacha de la cocina.

Una noche de esas me quedé sin internet. Es horrible quedarse sin internet cuando vivís solo porque no hay mucho para hacer. Así que prendí la tele y me puse a pasar los canales aburrido. Eran los inicios de Incaa TV, el canal de cine argentino del Estado. No pude cambiar de canal. Las imágenes eran poderosas. Al mismo tiempo que generaban rechazo, una fuerza desconocida te impedía dejar de verlas. Un tipo de pelo largo y sucio, como un rockero de otra era, discutía con un flaco desgarbado al que la remera le quedaba grande, en una cocina iluminada con una luz fría de tubo fluorescente. Me resistía a creer que lo que estaba viendo fuera la escena de una película, no podía ser verdad. Para poner una comparación, la estética estaba cerca de esos cortos que pasaban en la trasnoche los programas de pastores evangelistas, que se servían de las imágenes para dejar un mensaje ejemplar: se puede salir adelante, hay esperanza, pare de sufrir. El modo de representación de los cortos evangelistas genera un grotesco involuntario; pero lo que veía superaba cualquier grotesco y daba toda una vuelta completa a la parodia. Tampoco había distancia: asistía a las visiones de un verdadero drama humano. Después pensé que quizá la película había sido filmada por un adolescente, alguien que recién empieza, que todavía no sabe del todo manejar los materiales y se entrega a la pulsión del nervio y la vitalidad de las imágenes.

Había verdad en las muecas del protagonista, en el brillo de su piel, en el vestuario descuidado y las remeras agujereadas o desteñidas que vestían los personajes; había verdad en los diálogos, cada palabra tenía una importancia específica, una función determinada. Por más que me resultaba extremadamente chocante, al punto de no reconocer el registro, seguí mirando, perturbado en el silencio del monoambiente. No se sabe, no se puede saber lo que se está viendo, y el no saber es un modo de acceso al cine de Campusano. “¿Qué estoy viendo?” me preguntaba. Pero lo supe recién la semana pasada, cuando la volví a ver entera. Las imágenes de esa película tan extraña que se me quedaron grabadas a fuego en la memoria pertenecían a Vil Romance. Lo único que no pude recuperar en el recuerdo fue esa primera sensación de desconcierto.

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