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viernes, noviembre 22, 2024

Juan José Saer, el escritor de la alta cultura

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Para todos los lectores de El Trueno, Derian Passaglia desmenuza las fuentes del escritor argentino Juan José Saer, realizando duras críticas a diferentes aspectos de su obra.

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Por: Derian Passaglia

Me quedaron un par de cosas para decir sobre Saer. A mí no me interesa analizar el estilo, que es lo mejorcito que tiene. Un estilo sólido, coherente, repetitivo, hipnótico, contemplativo. Si alguien se entregara a la tarea de desmenuzar el estilo de Saer página por página, párrafo por párrafo, oración por oración, podría quedar atrapado en una telaraña de palabras. El estilo de Saer es de una ingenería perfecta. Cada coma mal puesta está perfectamente calculada. Hasta me lo imagino diciéndose: la coma no debería ir acá, así que acá la meto. Me gusta la definición de Daniel Durand sobre el estilo. Aunque él no se refiere a Saer, fácilmente se lo puede imaginar al gran escritor serodinense detrás de esa forma de concebir la literatura. Durand se opone al estilo único y a los autores que cultivan y cuidan el estilo como si fuera una quinta. Juan José Saer construyó su quintita al lado del río en Santa Fe y ahí se quedó, camisa desabrochada y escarbadiente en la boca, a disfrutar de la gloria del estilo. El concepto de estilo así pensado está más cerca de la reproducción de mercancías en el sistema capitalista de la literatura que a la verdadera literatura.

Hace tiempo vengo pensando en el estilo. Para mí el estilo no debería buscarse con tanta obsesión, con tantas ganas de trascender. El estilo va a salir solo, siempre, porque es la forma más cómoda que se encuentre para escribir. No hay que pensarlo, no hay que desvelarse, no hay que perseguirlo. Hay que estar cómodo. Borges y Aira, los dos mejores escritores argentinos del siglo XX, priorizan un lenguaje llano, claro, coloquial, “informativo” dice Aira provocador. En el fondo, fueron, son y serán barrocos; pero no son barrocos en la superficie, para la gilada, para la tribuna. Dice Borges que lo primero que se olvida de una obra literaria es el estilo, después el género, después los caracteres, por último el argumento. Lo último que se olvida de una obra literaria es el argumento.

Juan José Saer es alta cultura. No va a faltar el que diga: ah, pero en sus novelas pican un salamín durante trescientas cincuenta páginas. Y es cierto. El único elemento popular, si se quiere, no está en el modo de concebir la escritura sino en los materiales, en lo que decide representar. A partir de elementos provenientes de la alta cultura, sabe remixar y mezclar bien el olor hediondo y el color amarronado del río. Mi mamá decía que el río es marrón porque el fondo está lleno de caca. Esta mezcla de lo alto y lo bajo en Saer es solamente una apariencia, una pintada de cara, un maquillaje, como si al río lo volviera de vanguardia superficialmente. Abajo, cuando uno pisa ese barro de las playas del Paraná, todavía se sigue sintiendo que está pisando caca. El río de Saer es como los cuchilleros de Borges: perfectamente construidos, idealizados hasta el punto de volverse falsos, románticamente nostálgico. Pintoresquismo criollo.

Todas las influencias de Saer provienen de la alta cultura. Es el escritor argentino por antonomasia de la alta cultura, de las élites, del lector instruido, del intelectual, de los claustros educativos superiores, de Beatriz Sarlo y Martín Kohan, gran profesor. Por eso quizá siempre soñó con la masividad de García Márquez. No se conformaba, no quería conformarse con ser un autor de culto. En secreto, durante alguna noche parisina, en los pasillos de la Universidad de Rennes, en el baño, sentado y transpirando, pensando en la patria con desprecio y con amor, deseaba en lo más profundo de su corazón ser un autor de éxito. El destino a veces es injusto.

Juan L. Ortiz, uno de los más grandes poetas argentinos, le brinda el paisaje y el lirismo. De Juan L. Ortiz me gusta la lectura de Daniel García Helder: una palabra se repite en tres versos y suena de maneras distintas. Juan José Saer conoce el río porque lo leyó en los poemas de Juan L. Restos de ese simbolismo francés que practica Juan L. sobreviven en esos novelones saerianos que pueden leerse como metáforas, como grandes fábulas con moraleja. De Di Benedetto extrae el existencialismo vernáculo, filosofía barata y zapatos de goma. Se puede seguir rastreando el origen de ese existencialismo, la moda del momento, que le viene de Sartre y Camus, pero fundamentalmente de una mala lectura de Kafka. Leer a Kafka como un existencialista es suprimir sus mejores virtudes, llenarlo de los peores vicios del siglo XX.

Saer es un escritor hábil, pero no inteligente. Sus ensayos de El concepto de ficción no muestran grandes ideas nuevas. Concuerdo con él en que la literatura del yo es horrible. Su lectura de Pierre Menard, como la de Kafka, es limitada y estrecha. Dice del Martín Fierro lo mismo que ya había dicho Borges décadas atrás. De Borges dice que no escribió una novela porque adoptó una forma novelesca para su vida. Quiere usar el concepto de “lo real” para oponerse al realismo pero el tiro sale por la culata, porque lo termina expandiendo en una agonía sin fin. La habilidad literaria le bastó a Saer para forjar una estética.

Más influencias: como a García Márquez, lee a Proust con envidia. La técnica literaria proustiana se moldea en el litoral de un país lejano al sur de un continente. En Alain Robbe-Grillet, la nouveau roman, la vanguardia francesa de los años cincuenta, encuentra un motivo. Saer importa la vanguardia de moda de aquellos años agregándole color local. De Faulkner saca el concepto de una zona, que tuvo mayor o menor efectividad en escritores latinoamericanos como el propio García Márquez y en otro escritor demodé como Onetti.

El recurso técnico adorniano de la negatividad constituye la frutilla del postre de esta chocotorta ensamblada en el corazón del siglo XX nacional y que hace a las delicias de los lectores más refinados de Saer. Hay en sus novelas un centro que no se puede nombrar, algo oculto, latente detrás de cada palabra, a la vuelta de cada coma. No es más que el viejo recurso de lo no dicho pasado por el marco teórico de la Escuela de Frankfurt, lo inenarrable, lo que no se puede decir, aquello que escapa a las palabras pero que está latente en ellas. Este recurso es más viejo que la escarapela y adopta distintas modalidades según países, continentes, épocas, modas, corrientes literarias. Se lo puede fechar estimativamente en una de las notas que dejó Chéjov en su cuaderno, según las famosas “Tesis sobre el cuento” de Piglia: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”. Con esta información Saer hubiera narrado una novela de seiscientas páginas de un hombre que en el casino no se decide, no sabe, no puede, no quiere, si apostar al negro o al rojo.

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