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sábado, noviembre 23, 2024

Piel Paolo Pasolini: la fe como forma de arte

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Pier Paolo Pasolini era un convencido, un escritor que tenía una creencia que lo llevó a la muerte, alguien que como pocos, o como ninguno, o como viejos monjes escolásticos encerrados en claustros de piedra y mármol, hizo de la fe una forma del arte.

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Por: Derian Passaglia

Tengo una relación un poco rara con Pier Paolo Pasolini. No sé si me gusta o si no me gusta. Hay algo que me atrae, evidentemente, porque si no ni siquiera me haría este cuestionamiento. ¿Qué tiene Pier Paolo, además de la facha, que hace que no pueda dejar de pensar en él? A veces siento que es el mejor escritor de izquierda, como no hubo ni habrá otro. Hablo de la literatura de izquierda en sentido tradicional de la ideología y no como una metáfora para simbolizar la vanguardia, aunque también es uno de los mejores vanguardistas del siglo pasado. El realismo socialista soviético, los primeros surrealistas de los manifiestos, Bertolt Brech, Pablo Neruda. Todos esos, los que se me vienen a la cabeza ahora, son escritores de izquierda, pero ninguno de ellos logró convertir a la ideología en una forma literaria, en una materia para la escritura y el cine, como lo hizo Pier Paolo. La ideología es una forma de mostrar el mundo.

Voy a ordenarme un poco, porque quiero hablar de Pasolini de manera general a través de los libros que leí y las películas que vi. Leí: Chicos de la calle (1955), Las cenizas de Gramsci (1957), Teorema (1968) y La Divina Mímesis (1975). Vi: Mamma Roma (1962), Teorema (1968) y El decamerón (1971). Recién veía el fragmento de una entrevista en Youtube, la última que le hicieron. Dice: “Yo pienso que escandalizar es un derecho, ser escandalizados es un placer, y el que rechaza el placer de ser escandalizado es un moralista, el así llamado moralista”. Tratar de escandalizar en literatura siempre sale mal, porque se busca crear un efecto particular en el lector, que inocente abre las páginas en busca de placer, y no ve que viene Pasolini que piensa que el placer está en el escándalo, entonces el efecto se pretende inmediato, real, coyuntural, incluso físico.

Pienso en las películas de terror que buscan el susto fácil a través del recurso del jumpscare, que es un cambio repentino en la escena, según Wikipedia, y generalmente acompañada de un ruido espeluznante. Este tipo de películas juegan con una forma de corto alcance, porque una vez que aparece la cara deformada, el fantasma detrás de la puerta, el monstruo viscoso en primer plano engullendo un par de piernas blancas, el efecto inmediatamente se diluye. Detrás de este recurso hay una intención de causar un efecto rápido, que no dé tiempo al espectador para pensar, que se altere o pegue un grito de terror al cielo. La misma impresión quiere causar Pasolini mostrando la ideología burguesa a los lectores moralistas, que en general son los propios burgueses, es decir, la clase media.

Buscar un efecto determinado en el lector puede ser un arma de doble filo, porque cuando esa intención no se cumple, cuando ese elemento tan dirigido no llega de la misma manera en que lo pensó su autor, entonces produce el efecto contrario, como por ejemplo la risa en las películas de terror que quieren asustar y no pueden. Pasolini juega la totalidad de su vida y obra a escandalizar la moral de una clase que está cómoda en su lugar y no se cuestiona lo dado. Hay dos tipos de efectos en literatura: esta, de la que venimos hablando, y que apunta a causar un efecto determinado, y otra en la que su valor se encuentra en la creación de una atmósfera particular que, dicen, puede resultar más duradera en el espíritu. ¿Pero qué pasa cuando ese recurso efectista deja de ser un recurso y se vuelve la forma de concebir la literatura y el mundo? La potencia literaria adquiere un carácter duradero, porque no se trata de escandalizar por el simple hecho de escandalizar, sino para modificar de raíz las conductas a través del arte; se trata de mostrar una realidad que pueda transformar las conciencias. Es admirable que Pasolini crea que el arte puede cambiar la vida, que es el sueño húmedo de la vanguardia histórica.  Hace unos meses, mi amiga Agustina me pasó un poema de Pasolini que no había leído:

AL PRÍNCIPE

Si regresa el sol, si cae la tarde,

si la noche tiene un sabor de noches futuras,

si una siesta de lluvia parece regresar

de tiempos demasiado amados y jamás poseídos del todo,

ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello:

ya no siento delante de mí toda la vida…

Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:

horas y horas de soledad son el único modo

para que se forme algo, que es fuerza, abandono,

vicio, libertad, para dar estilo al caos.

Yo, ahora, tengo poco tiempo: por culpa de la muerte

que se viene encima, en el ocaso de la juventud.

Pero por culpa también de este nuestro mundo humano

que quita el pan a los pobres, y a los poetas la paz.

 

El poema tiene tres momentos diferentes que quiebran el sentido de lo que se venía diciendo, como capas que se van superponiendo y profundizando, y que cada una funciona como un efecto. El título habla ya de una dirección determinada a la que está dedicado el poema y que resulta ser una persona importante, por más que el príncipe sea un amigo: es un príncipe, alguien de la realeza. Empieza como un poema tradicional, y hasta el sexto verso se puede sentir un aire nostálgico que se lamenta por el paso del tiempo, sin mencionar al tiempo, que va a aparecer inmediatamente en el verso posterior, el séptimo, que instala las condiciones materiales de producción del poeta. Se habla del oficio no a partir de esa nostalgia por la vida sino a través de una realidad que quizá, muchos de los que escribimos siempre sentimos como un tema fundamental para la escritura: la falta de tiempo. Para escribir, hay que tener tiempo, tiempo para leer y para pensar, para tomar notas, para el desarrollo de la imaginación incluso, que suele despuntar con fuerza en los momentos de ocio y aburrimiento. Hacia esta mitad, el poema cambia el registro, y muestra que esa idealización por el tiempo pasado es simplemente eso, una idealización, y que el que no tiene tiempo ni soledad no puede escribir, porque esas son las condiciones necesarias para escribir. Aira dice que la literatura es ocupación del tiempo. Es fácil decirlo cuando se tiene mucho tiempo, pero al resto, ¿qué nos queda? ¿Los que teníamos que levantarnos a las seis de la mañana para ir a trabajar en el antiguo mundo y los que ahora corregimos trabajo práctico tras trabajo práctico en condiciones precarias, utilizando los recursos personales como el internet puestos al servicio del trabajo y el empleador? No lo niego, este año escribí más que nunca, tuve más tiempo en casa por la pandemia. ¿Pero qué va a pasar cuando vuelva algo así como una normalidad, o una nueva normalidad? ¿Podemos seguir produciendo y consumiendo al mismo ritmo que antes? ¿Hasta cuándo? La plata compra tiempo, y para escribir se necesita tiempo dice Pasolini, así que para escribir hay que tener plata. No cualquiera escribe, pero en realidad sí podría escribir cualquiera, si tuviera tiempo. En la tercera parte del poema irrumpe el yo. Son los últimos cuatro versos en los que el poeta se lamenta por la falta de tiempo. Culpa a la vejez y culpa también a los poderosos, construyendo así una moral en un escritor que se piensa amoral. El que quita el pan a los pobres es en realidad el “mundo humano”, como si se tratara ya no de una clase, sino de la especie misma, de una humanidad que no hace más que valorar cosas superficiales, que no tienen nada que ver con la esencia de la vida, el alimento y la poesía, la libertad y la paz.

Pier Paolo Pasolini me conmueve profundamente. Pertenece a una izquierda originaria, sensible y profunda que siente la necesidad de un cambio esencial en la forma en que se desarrolla el mundo. La izquierda desprecia lo popular, a pesar de que caretee identificarse con los trabajadores. A Pasolini le gustaba el fútbol, los chicos de la calle, los barrios bajos, desprecia al burgués como si se despreciara a sí mismo, ya que no ignora cuál es condición social en el mundo. Me conmueve porque está convencido del poder de transformación del arte y pone su vida al servicio de esa causa hasta el punto de que murió asesinado por la mafia política italiana. Pier Paolo Pasolini era un convencido, un escritor que tenía una creencia que lo llevó a la muerte, alguien que como pocos, o como ninguno, o como viejos monjes escolásticos encerrados en claustros de piedra y mármol, hizo de la fe una forma del arte.

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