Derian Passaglia escribe sobre la obra y vida el escritor chileno Braulio Arenas, fundador del grupo surrealista Mandrágora.
Braulio Arenas es un caso curioso en la literatura chilena y latinoamericana: le gustaba jugar mucho al ajedrez, y le dedicó un libro titulado Visiones del país de las maravillas. De ahí que su obra tenga una curiosa apariencia geométrica, juegos de paralelismos y estructuras que se alternan. Nació en La Serena en 1913, fundó el grupo surrealista Mandrágora, fue Premio Nacional de Literatura y murió en 1988.
La Mandrágora adhería programáticamente a cada uno de los postulados surrealistas europeos y tenía como bandera tres conceptos: ruptura, transgresión e iconoclastia. Cuenta la leyenda que en 1940 Arenas y los integrantes de Mandrágora irrumpieron en un acto en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, en el que participaba Pablo Neruda, y luego de arrancarle el discurso de las manos lo rompió en mil pedazos. El poeta Enrique Lihn, miembro de una generación posterior, le reprochó a Arenas que era demasiado culto como para dejarse llevar por postulados poéticos programáticos. Pero es precisamente esto lo que lo vuelve más interesante, según consigna Aira en el Diccionario de autores latinoamericanos.
Su poesía es surrealista y sus novelas, que siguen la cadencia del género en el que más cómodo se siente, toman de la poesía las figuraciones y las formas del lenguaje. Algunos críticos quisieron enmarcar la obra dentro de la tradición del realismo mágico, pero su literatura es anterior a la explosión del boom editorial y el fenómeno comercial del realismo mágico, y no hay un mundo sobrenatural que se acepta como norma en sus relatos, sino que es un “re interpretador de la realidad a partir de sucesos comunes, a los cuales nos hemos acostumbrado”.
El castillo de Perth, una de sus mejores novelas, se inserta dentro de un género totalmente ajeno a la tradición de Sudamérica, como es el gótico. La novela es “un sueño soñado en la noche de los tiempos” que confunde la cronología y comienza en 1934 y continúa en el año 1100, donde desfilan condes y castillos, princesas y brumas en el agua de un mar, calabozos, piedras y un dragón que habla. La novela despliega la apariencia de un gótico sutil que se combina con imágenes provenientes del sueño surrealista, como esa en la que le cortan la cabeza al protagonista, Dagoberto, y su prometida se la vuelve a pegar con saliva.
Quizá una de las razones por la cual su obra no sea tan extendida en la actualidad sea extraliteraria, ya que Arenas pasó de practicar un allendismo convencido a ser casi un militante del pinochetismo hacia el final de su vida. Pero la literatura siempre es ajena a los vaivenes ideológicos de los escritores, que no sirven más que para espantar buenas conciencias, las lecturas que ignoran la autonomía del arte y para aquellos que necesitan establecer claros los límites entre la ficción y la realidad.