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sábado, noviembre 23, 2024

La observación participante. Primera parte

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Derian Passaglia escribe sobre En busca de respeto: vendiendo crack en Harlem (2010), del antropólogo Philipe Bourgeois: «el libro encuentra su mejor versión cuando el punto de vista del observador, ese observador participante, se funde con su objeto de estudio hasta volverse uno e indistinguible».

Philippe Bourgois, un profesor becario, toma cerveza con Ray, un capo narcotraficante del East Harlem en una noche clara, recostados sobre el paragolpes de su Mercedes dorado. Están en la esquina de la calle 110 frente a la boca del subte de la avenida Lexington, delante del edificio donde Ray mantiene su empresa ilegal de drogas. Entre adictos y pandilleros, la esquina se conoce como La Farmacia por la cantidad de sustancias psicoactivas que se consiguen: heroína, Valium, cocaína, crack, mescalina, polvo de ángel. Ray le quiere caer bien al profesor y Philippe quiere ganarse la confianza de Ray porque su intención es estudiar la pobreza y la marginación étnica a través de una perspectiva económica política de la cultura callejera en el gueto. Para eso, se muda a un departamento en un edificio de El Barrio infestado de ratas con su esposa y su bebé.

Ray lo invita con una Heineken a Philippe, no con una Budweiser. Ray también se toma otra Heineken, la cerveza más cara. La observación participante, el método que Philippe adopta para analizar su objeto de estudio, parece el de un narrador que observa y a la vez modifica lo que ve a través de su mirada, el punto de vista que adoptaría Henry James de haberse dedicado a la antropología.

Felipe, como lo llaman los puertorriqueños de El Barrio, cede a la tentación de la Heineken, “baja la guardia” y se relaja, olvida que es un investigador importante de la universidad y se funde con los personajes de su historia. Así, casi sin darse cuenta, estuvo a punto de faltarle el respeto a Ray: le mostró la página de un diario donde se hablaba de Philippe Bourgois y se lo dio para que lo lea en voz alta ante el grupo de empleados y amigos que buscaban llamarle la atención al jefe; ellos también querían cerveza gratis. Como un nene de primaria, Ray intenta leer, pero no puede. El silencio delata su incapacidad. “¡Vamos, Ray! ¿Qué pasa? ¿Qué dice la foto? ¡Lee, lee!”, le piden todos. Ray se enoja, se mete al Mercedes y se va arando. No sabía leer.

Esta es una de las mejores escenas de En busca de respeto: vendiendo crack en Harlem. El libro encuentra su mejor versión cuando el punto de vista del observador, ese observador participante, se funde con su objeto de estudio hasta volverse uno e indistinguible. Hay personajes protagonistas y secundarios como en una novela. Primo, César, Candy, quizá Little Pete. La esquina de la Farmacia, parada de drogadictos e indigentes en El Barrio, el Salón de Juegos, local de maquinitas que funciona como pantalla para la venta de droga, un patio de escuela estatal lleno de grafittis y los pasillos siempre reveladores de la vida de los vecinos, conforman los escenarios frecuentes de esta investigación etnográfica que no se propone representar la realidad, sino operar sobre ella usando como medio la escritura.

Cada uno de los personajes tiene su propia personalidad. Ray es una sombra que aparece en momentos claves, al principio y al final, y su aparición y desaparición resulta un recurso narrativo efectivo para mantener la tensión del texto. “¿Dónde está Ray -se pregunta el lector-, por qué ya no regentea el Salón de Juegos?”. Su destino es una incógnita que se pierde en el desarrollo de la historia, pero sirve para instalar un tono, que es el mismo tono con el que se experimenta la vida: la violencia normalizada y los abusos al interior de una comunidad inserta en la lógica de una economía clandestina. Las violaciones, los asesinatos, la deserción escolar, la mugre en las calles, el abandono infantil, los robos, el peligro, la desidia institucional y el desprecio de la clase dirigente, la sospecha de policías encubiertos, los tiroteos, las persecuciones, las peleas callejeras y los autos de alta gama de narcos exitosos, es cosa de todos los días en el Barrio.

Felipe se hace amigo de Primo y César, quienes trabajan para Ray en el Salón de Juegos. Cada vez que vuelve Ray, le avisan con un silbido y Felipe se esfuma, porque después del episodio del diario a Felipe se le hizo difícil arrancarle el sentimiento de humillación pública involuntaria al que lo había sometido. Ray, decía Primo, hasta soñó que Felipe era un agente del FBI, la CIA, o más bien un enviado de Marte que mandaron a espiarlo. La relación que entabla Felipe con Primo y César, aunque en especial con Primo, provoca un quiebre en la técnica de la observación participante, y la lleva un paso más allá de lo que se esperaría para una investigación que se pretende únicamente académica, o redefine, quizá, lo que se entiende por investigación académica. Al acercarse cada vez más y más a su objeto de estudio, su mirada se estrecha, y esa “cultura del terror” presente en cada rincón de El Barrio se vuelve parte de Felipe, al que le cuesta desautomatizar la violencia que se vive día a día. Antes que al objeto, la observación participante modifica al sujeto, y lo que ve se transforma porque la transformación nace de su interior. Es un movimiento doble. Primero se modifica el sujeto que mira, que se adapta al medio; lo mirado le devuelve la mirada y marca sus límites, como un juego de disfraces entre identidades. Felipe es un vecino más de El Barrio. Pero todos saben que su lugar en el mundo no es ese.

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