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martes, mayo 7, 2024

La resurrección de los absolutos. Segunda parte

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El filósofo César Zapata presenta ahora la segunda parte de un ensayo sobre lo que se ha venido denominado «nuevo realismo» en la filosofía contemporánea. Aquí intenta pensar las consecuencias de absolutizar la correlación pensamiento-ser.

La mitología  

Hace ya algún tiempo leí un artículo muy sonoro publicado en el revista dominical de Abc Color, el autor es mi amigo, el escritor paraguayo Christian Kent, y el título rezaba: El perro filósofo. De entrada, pensé, esto se trata de Diógenes el cínico, pero no fue así. No les voy a contar nada más para que sean ustedes los que lean. Unicamente me limitaré a citar y a usar de puerta de entrada la última frase del texto: «Nuestro perro, al igual que su hombre, comienza ya a anhelar el paraíso perdido de la perrunidad».

El notable y la mayoría de las veces lamentable animal humano, en algún momento de su loca carrera por las membranas del universo y los rincones de su pensamiento, sintió la inapelable necesidad de cazar un absoluto, algo que no se someta a la inclemencia degenerativa del tiempo, ni a la localización limitadora del espacio, o a la tela de araña curvada del espacio-tiempo. Tal vez en un comienzo esta cacería comenzó en el monte de la religión: la alimaña humana arrojó su lanza contra sí mismo y fue capaz de embarazarse de un Dios, gestación que culminó con un parto rodeado de ritos, rezos, oraciones, técnicas  y misterio. Seguramente la divinidad, recién nacida y absoluta, miró con ojos de bebe curioso a estos breves  y atrevidos bípedos implumes.

Probablemente después o antes o al mismo tiempo, los disciplinados chinos, arrojaron sus redes de pesca a la naturaleza y lograron capturar al Tao, lo arroparon de poesía, se cuidaron de no nombrarlo y le entregaron el dominio total. La sutil, pero devastadora musculatura del Tao asumió la misión regulando toda la natura desde su sillón eterno.

Es posible que al mismo tiempo, después o antes, los griegos invadieron el terreno prohibido del logos y secuestraron al Ser, la escaramuza no fue fácil, pero el divino Platón finalmente lo logró. Heráclito, Parmenides y todo un brillante batallón de cazadores entregaron su vida para que él lo apresara.

Y así, de pronto tres monumentales bestias metafísicas aullaban en los días y las noches humanas: El Tao (buda), Dios (Jehová  Wiracocha…)  y el Ser. Los humanos escuchaban su profunda tonalidad y se miraban unos a otros, orgullosos de haber conseguido acurrucarse en la seguridad de la protección, pues ya nunca más estarían solos.

Sin lugar a dudas, antes o después, o al mismo tiempo, La Nada y el No Ser espiaban a las tres bestias cuando bajan a beber agua en el rio de los humanos.

Con toda probabilidad, los perros aullaron vehementes esa luminosa noche de luna para recordarles a sus humanos que los tres engendros y los dos espías tienen idéntica naturaleza canina.

El rostro de los absolutos

Los absolutos comparten ciertas características que los hacen cautivadores y repudiables.

En primer lugar son celosos como un esposo patriarcal e imponente que vigila el cuerpo y la sombra de su mujer, la cual enamorada y asustada planea una sofisticada venganza, pues lo conoce y sabe que siempre tiene una impotencia endémica. Esta vigilancia-venganza, a costado muchas vidas y atrocidades, cualquier iglesia lo sabe.

En segundo lugar representan una frontera fuera de la cual ya no es posible seguir pensando, después de ellos no hay después, antes de ellos no hay antes.

Por último, y por supuesto, nunca es lo último, los absolutos son protectores, madre guasú (grande) si sos su hijo devoto: nunca, nunca, nunca, nunca te va a abandonar, hagas lo que hagas, seas lo que seas.

Pero Meillassoux, es un franchute de profesión filósofo que  se monta a caballo en el filosofar occidental, y está irremediablemente huérfano de la emoción y el temor de un sudaca supersticioso que cuenta las gotas de lluvia en una tormenta inexistente. Por lo tanto se incrusta el arrojo de sacar turno para conversar con el absoluto, sin santificarse antes con algún barro ceremonial.

Después de la finitud, libro donde Meillassoux expone su «realismo especulativo»

Pues bien, como lo señalábamos en la primera parte de este ensayo (bravata), para Quentin, desde Kant, el filosofar occidental ha experimentado un nacimiento y un funeral mal asumido, no existe objeto alguno en este mundo que no se complete con la percepción de un sujeto, no hay realidad sin alguien que la entienda como tal. En verdad os digo, a lo Zaratustra, que no existe un Ser en sí, algo que pueda ser completo e independiente, pues tanto el humano como las cosas, son incompletitudes, son seres a medias, son entes que dependen el uno del otro. Así es kabrones tal y como lo dijo Aristófanes en el trasnochado banquete de Platón, somos una ausencia de algo, somos en falta, somos una media naranja: ni la realidad ni el ser humano son un Ser en sí mismo.

Retrocedamos, algunos siglos: los griegos antiguos descubrieron o parieron un concepto fascinante: el Ser. Pármenides y Heráclito, caminando por la columna vertebral de la Physis, es decir de la naturaleza, sintieron la presencia de todas las presencias, aquellos que hace posible que cada cosa o ente Sea lo que Es.

El humano es un ente más y como tal es parte de la naturaleza, por lo tanto resulta imposible pensar que el Ser dependa de su percepción, el Ser es independiente, es la realidad misma en donde habita el humano y los demás entes. Pero esta luminosa certeza tenía un germen que la modernidad pudo ver y examinar de manera brillante: la existencia de la realidad es indemostrable, lo único que podemos demostrar es la existencia de la percepción que tenemos de ella. La sentencia del obispo Berkeley puede reducir este increíble descubrimiento en tres palabras; Ser es percibir.

Le sugiero realice la siguiente experiencia: salga a mirar las tonalidades de verde y café de un árbol, toque sus hojas y el tronco, huela la pócima de madera, insectos, tierra, agua, sol contaminación… que emana su presencia, pase la lengua por una de sus ramas, hágalo carajo!!, escuche el sonido de sus hojas en danza con el viento, ponga la oreja en su tronco e imagine que puede oír un murmullo, tal vez en realidad lo escuche. Pues bien, por más que siga explorando, y por favor hágalo, encontrará en él características que son perceptibles por usted: el observador. ¿Qué sostiene todas estas características? algo que Aristóteles llamó sustancia (Hypokeimenon), pero la sustancia no es perceptible sin las cualidades, la sustancia es algo que se da en el entendimiento, por lo tanto, no solo las características que percibo del árbol dependen de mí, sino que además el sujeto o sustancia (árbol) a la cual atribuyo tales características es un hecho que se da, o si usted quiere se arma, en el pensamiento humano. Ergo, resulta por lo menos curioso, que aquello tan evidente como la realidad misma sea indemostrable como independiente de quien la percibe.

Frente a este problema hay numerosas soluciones en el filosofar de la modernidad que conviene tomar en cuenta, pero generalmente se ha venido suponiendo que Kant pone las cosas en su lugar con la distinción entre cosa en sí y objeto: el objeto es lo que yo puedo percibir, mientras que la cosa en sí es la realidad misma que resulta imposible de conocer. Tuvieron que pasar algo más de 100 años para que esta terrible cuestión tenga otra solución.

Franz Brentano, buscando definir lo propio de los hechos psíquicos, frente a los reales, habla de la inintencionalidad de la consciencia, lo cual quiere decir que todo hecho psíquico depende o está en necesaria relación a un hecho que ocurre fuera de ella. Esta idea es adoptada por el filosofar contemporáneo y ha tenido  una hegemonía indiscutible desde la segunda mitad del siglo XX: Husserl, Ortega, Heidegger, Levinas, Dussel son algunos notables botones de muestra.

Franz Brentano, figura decisiva para el nacimiento de la fenomenología contemporánea, una de las corrientes que Meillassoux califica como correlacionista

Aquí llegamos de nuevo al punto: ¿en qué consiste exactamente esta idea de relación, que Meillassoux llama  correlacionismo? Repitamos, consiste en aceptar que no es posible pensar la realidad-mundo sin un sujeto que la perciba, por ende tampoco podemos pensar un sujeto “en si” sin un mundo. Esto queda perfectamente expresado en el concepto alemán usado por Heidegger; Ereignis, que significa que tanto el ser como el hombre NO son dos “en-sí” en una relación, sino que tanto el uno como el otro están constituidos originariamente por su relación mutua. Ereignis es la conjunción esencial del hombre y el ser, unidos por una pertenencia mutua de su ser propio.

Pero entonces nos quedamos sin un Ser en sí, no es que se niegue la existencia de la realidad, sino que ni consciencia ni realidad existen por sí mismos. Pues bien examinemos algunas de las respuestas que da Quentin.

El absoluto contingente o la muerte necesaria de la necesidad

Meillasoux presenta como una de las posibilidades de la correlación la posibilidad de absolutizarla: si no se puede pensar un en sí mismo fuera de la correlación, entonces no hay que buscar el absoluto en los elementos de la estructura, sino en la estructura misma. Esto supone hacer de la correlación un absoluto, un en sí, pero no al modo como se ha venido pensando el absoluto, es decir como algo necesario, sino como un absoluto en apertura total a la posiblidad, dicho de otro modo, lo absoluto consiste en que todo puede suceder, todo es posible, no existe lo necesario.

La estructura correlacional obrando en la conciencia individual es eterna y sin afuera (afuera claustral, o la frontera de un sólo borde). Puesto que no se puede pensar nada fuera de la correlación y que no se puede pensar el no-ser de la correlación misma, pues al pensar su no-ser, reconocemos la correlación como “correlato” de mi pensamiento. Entonces es posible afirmar que únicamente la correlación es un ser en sí, y que sólo ella es eterna.

En este punto ocurre una verdadera genialidad, el pensamiento o la consciencia, al reconocerse ella misma como no necesaria, como un no en sí, al pensar su propia ausencia de necesidad tanto en su individualidad, como en su condición de componente en la estructura correlacional, reconoce a la correlación como un absolutamente otro. Y queda totalmente abierta a la posibilidad -pues la forma de pensar mediante una razón que opera encontrando verdades “necesarias”- que busca lo necesario como centro de gravedad para aprehender la realidad. Pierde todo sentido y de pronto queda disponible no sólo a lo posible, sino que incluso a lo imposible, pues ello es perfectamente “pensable”, dado que lo absoluto queda en una situación de resignificación radical o de contingencia absoluta.

Si pensamos ahora que la muerte de Dios significa que han muerto todos los absolutos, hemos de admitir que al abandonar lo que el pensamiento ha identificado como necesario (por tanto absoluto) es perfectamente posible que Dios resucite.

Portada de la tesis doctoral de Meillassoux, en ella plantea la posibilidad de un Dios futuro, un Dios del por-venir

Resumiendo, al reconocer que la correlación es el único absoluto, estamos abandonando un centro determinante en el pensamiento, estamos abandonando la prerrogativa de “descubrir” y “determinar” cualquier razonamiento como necesario, puesto que la naturaleza misma del pensamiento no es necesaria, sino que es contingente, y esto se constata en el reconocimiento de que lo único absoluto es la correlación, pero “necesariamente” queda cualificada como un absoluto contingente.

La genial arremetida de Meillassoux, puede mostrar, más allá de la solución que ofrece el filósofo francés, que el correlacionismo imperante en la filosofía contemporánea tiene un funeral mal asumido a cuestas, pues al querer enterrar el cadáver del Ser en sí, al mismo tiempo aborta la posibilidad de que exista una realidad fuera de la consciencia. Esta situación complicada, queda demostrada genialmente con lo que él denomina el problema de la ancestralidad.

Sin embargo, nos preguntamos si santificar la correlación misma como un absoluto, no hizo otra cosa que afirmar el correlacionismo con otro «genial paso de baile», para usar la misma ironía con la cual pondera a los filosofares correlacionistas. Nos preguntamos si no sería más honesto admitir que lo único que se puede demostrar es que la realidad es una suerte de extensión de la consciencia de los seres insertos en ella. Esta y otra flota de interrogantes suscita el potente filosofar del nuevo realismo.

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