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jueves, mayo 2, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las maquinas parlantes. Cuarte parte

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Derian Passaglia escribe la cuarte parte de una serie de artículos sobre El jardín de las máquinas parlantes (1993), célebre novela del escritor argentino Alberto Laiseca: «no hay ningún balance en Laiseca, no hay armonías, hay disidencias, extremos».

Se suman dos personajes: De Quevedo y Anastasio Corvina Fina Sotelo, o a veces el gordo (como le dice el narrador) y otras Moby Dick (como le decía una chica que conoció una vez el narrador). El país, o el mundo en el que se desarrollan las acciones, todavía no me queda claro cuál de los dos, se llama Quétzal. Los nombres de Laiseca bordean la farsa, el grotesco. La deformación y el carácter monstruoso de los personajes se fijan en el nombre. Para el capítulo cinco todavía no salieron de la casa. 

Corvina Fina es un escritor incomprendido. ¿En qué momento la figura del escritor se volvió un tópico central en la literatura? Se me ocurre pensar en la pintura, el barroco y Las meninas de Velázquez: el artista en el momento mismo en que pinta su obra representado en la pintura por medio de un espejo, ese símbolo monstruoso que multiplica los hombres. Carlos Argentino Daneri es uno de mis favoritos. Un poeta snob que habla difícil y escribe un poema que representa la totalidad de la Tierra. Carlos Argentino Daneri, como me dijo Kuca, es un vendehumo. ¿Por qué Borges puso ese “Argentino” en el medio, como segundo nombre? Me molesta, me hace pensar que Carlos Daneri somos los argentinos, todos, todas, los que nos dedicamos de alguna manera u otra a la literatura.  

Cada recurso en Laiseca está llevado al extremo. Tal vez lo grotesco sea eso, tirar de todas las puntas hasta que se tensen y exploten. Alarico Alaralena cita una frase de Lao Tsé, que a su vez se aplica a Corvina Fina Sotelo: “‘Tensa un arco hasta su límite y lamentarás no haber parado a tiempo’”. Para el narrador, Sotelo es un genio pero “pocos se daban cuenta a causa del enmascaramiento que ofrecía su personalidad grotesca”. No hay ningún balance en Laiseca, no hay armonías, hay disidencias, extremos. Esto me gusta porque el que une esos extremos siempre opuestos debe ser necesariamente el escritor. 

Corvina Fina Sotelo se enmarca dentro del realismo delirante como el propio Laiseca. Su escritura es inmediata, “el gordo caminaba mucho y anotando todo lo que se le ocurría, sobre la marcha”, es caótica, se diferencia del arte convencional, se parece a Artaud, trabajó en cosechas de la provincia (como Laiseca), lleva su obra para todos lados envuelta en papel de diario (no me es difícil imaginar a Laiseca como Corvina Fina Sotelo) y está obsesionado con el sindicalismo, al punto que desarrolla una tesis: “los sindicalistas, con la excusa de que son necesarios para la defensa del obrero, han terminado por convertirse en una nueva clase de características propias”. 

Sotelo es un excéntrico al interior de la comunidad literaria, el mundillo como se le dice. A veces es acusado de intelectual por De Quevedo y el narrador, pero al mismo tiempo es rechazado por los intelectuales del bar La Termitera, donde Corvina Fina Sotelo va a leer sus textos. En El jardín… se reproduce la literatura de Sotelo y ocupa nueve páginas. Son párrafos breves, independientes, autoconclusivos, parecen más ocurrencias que proverbios y los temas no tienen que ver unos con otros. 

Si se piensa en lo que escribe Sotelo, si se aísla la literatura de Sotelo de su marco, por sí misma no tiene ningún valor, y puede leerse más bien como una parodia. Carlos Argentino Daneri es la parodia del ambiente literario en el que Borges se movía en los años cuarenta; Sotelo parece parodiar al mismo que escribe, como si en realidad no se tomara tan en serio, y al reírse de sí mismo estuviera también riéndose de todo lo otro: autor, narrador, personaje, lectores, literatura, vida, mundo, universo.

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