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domingo, mayo 5, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las máquinas parlantes. Sexta parte

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¿Por qué Rubén Darío idealiza la pobreza hasta volverla de una belleza inigualable? En algún sentido Borges hace lo mismo, pero no Laiseca, porque su costumbrismo antes que poético es prosaico.

Por: Derian Passaglia

Me gustan los nombres y las puteadas.  Anastasio Corvina Sotelo, alias Corvina Fina, Moby Dick o el gordo, sí, pero también Isidoro Pantaleón Formosa, Iguanodonta y Tiranosaurio “(Igua y Tirán, para simplificar)”,  Fáfner y Fásolt, Tollan, Quétzal Toltécalt, Guatimotzín, Benito, la Colorada, Camila, Frutecia, Desposia, Löew, Horrigonio, Pavi y Fruti “(pareja de pavos)”, Olegario y Dinarzada “(los dos gansos)”, la Liebre de Marzo, libros de Alta Magia, Suzuki y Okakura Kabuzo, don Gaspar, La Termitera, El Pino, La tortura del cuarto de las mil paredes menos una “(Fragmento del diario de guerra del general Cor Vi Nah)”, Teresa La Puta. El capítulo once se titula “El hospicio de las Larguezas, o de las Sacerdotistas Exateístas Calzadas, u Hospital Neuropsiquiátrico Dr. Tomás J. Pelman”. Hasta esa “J.” entre Tomás y Pelman está bien puesta.

Las puteadas son giros lingüísticos inesperados del narrador que distraen de la lectura y hacen pensar en la lengua misma, en la construcción ficticia del mundo de Laiseca: “Concluyamos, entonces, que un procesado un penado puede estar loco, pero ello no es óbice para que sea un pelotudo”. O el final del capítulo diez: “Sotelo meditaba: ‘Menos mal que no llegamos a eso. Dentro de todo tuve suerte y no me puedo quejar. Más suerte de la que merezco: me salvé de una paliza’. Tontito”.

El tono del narrador es jocoso, pero si pienso en lo jocoso me cuesta definirlo. La primera entrada del diccionario dice: “Gracioso, chistoso, festivo”. Todos esos adjetivos bien pueden aplicar a la literatura de Laiseca, a su frase desapegada, a esos giros costumbristas del lenguaje que cambian el registro de la escritura con una sola palabra. Borges escribía en contra del costumbrismo y del realismo argentino, pero sus imágenes eran a veces de un costumbrismo preciosista. Funes el memorioso habla como personaje de novela de Pol-ka y se viste como gaucho: “Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ‘¿Qué horas son, Ireneo?’. Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: ‘Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco’”.

Según Aira el costumbrismo es un extremo del realismo, la estética que lleva a tensionar el realismo hasta aprovechar sus máximas cualidades. Anoche me acordé de un poema de Rubén Darío, uno que se suele dar generalmente en la escuela, “Sinfonía en gris mayor”. Yo también lo doy todos los años en tercero, y hasta ayer no me había dado cuenta, concentrado en analizar año a año el poema estructuralmente, que Rubén Darío idealiza la pobreza hasta volverla de una belleza sublime, armónica, perfecta, sensual y nostálgica.

El poema de Rubén Darío describe como un cuadro un atardecer nublado en una zona portuaria. La visión del poeta es estática y descriptiva, y el título compone la idea de una musicalidad que es la marca registrada del poeta. El paisaje es hermoso y en la tercera estrofa el yo poético rompe la armonía al introducir un personaje:

Sentado en un cable, fumando su pipa,

está un marinero pensando en las playas

de un vago, lejano, brumoso país.

 

Me llamó la atención una ambigüedad que no había notado antes. Hay dos opciones para la interpretación de esos últimos dos versos. El marinero puede estar pensando en playas de brumosos países o puede estar pensando simplemente en algo que no sabemos situado en las playas de un vago, lejano, brumoso país. La indeterminación del sentido es parte de la construcción sintáctica misma y lo que confunde parece ser la preposición “en”: ¿piensa en las playas o piensa porque se lo ve triste y ausente?

La ambigüedad de los versos produce dos efectos. Por un lado, pareciera que la representación se desdobla, y que el marinero está en una playa, según la descripción del yo poético, pero pensando en otra, de manera tal que tenemos acceso a sus pensamientos y se transforma para nosotros, antes que en un personaje, en una persona real, de carne y hueso; por otro lado, si no conocemos lo que piensa, si las playas del brumoso país se refieren al lugar en el que se encuentra, entonces el marinero se vuelve parte de un paisaje visual que se integra y se pierde entre el agua quieta del mar reflejada en el cielo, el viento marino, el sol redondo y opaco, la espuma impregnada de yodo y salitre.

Todo esto a raíz de que pensé, al final, que el marinero sería un hombre pobre, viejo, de vuelta en la vida, entregado a los placeres mundanos. ¿Por qué Rubén Darío idealiza la pobreza hasta volverla de una belleza inigualable? En algún sentido Borges hace lo mismo, pero no Laiseca, porque su costumbrismo antes que poético es prosaico. No ve ninguna belleza en el costumbrismo sino solamente una cotidianeidad: Alarico Alaralena toma mates con De Quevedo mientras hablan con máquinas parlantes.

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