Derian Passaglia presenta la séptima parte de su lectura de «El jardín de las máquinas parlantes», novela del escritor argentino Alberto Laiseca.
La prosa se impone. Me pasa con muy pocos libros, con muy pocos escritores, pensar que estoy leyendo prosa cuando leo una novela. La conciencia de la prosa en la literatura de Laiseca lo vuelve prosaico. En general, no se juzga lo prosaico como un valor positivo, porque cuando se califica a un texto de prosaico se lo asocia a la torpeza, el trazo grueso, la mala calidad, el gasto, el derroche y la literatura comercial. Laiseca es prosaico como Cervantes y los grandes narradores del siglo XIX.
Lo prosaico es un valor positivo en El jardín… Narración pura, narración que avanza a partir del hecho mismo de contar. El narrador necesita contar, no importa qué, cuenta y cuenta, parece atrapado en la máquina de las palabras de su cabeza. Ahora que Sotelo está internado en un manicomio (por alguna razón que ya no importa) y desfilan los personajes locos (uno más loco que el otro), el narrador se entretiene con la locura, narra la locura, es un loco. En la novela, la locura es el umbral hacia una realidad desconocida.
Lo prosaico me enfrenta a mis propios límites como lector. La poesía, lo poético, se asocia a lo lindo, a un atardecer anaranjado a la orilla de un río, una flor que se deshoja en primavera. En muchos libros de literatura contemporánea se tiende a buscar lo poético en la narración. Pero lo poético está malinterpretado en estos libros, porque asocian lo poético a la sintaxis, a una construcción fragmentaria de la prosa, y no al espíritu de la literatura, a lo que significa profundamente que la narrativa sea poética. Entienden la poético en la superficie de la escritura y no en la cosmovisión del mundo y la perspectiva universal que se adopta al escribir. Sin querer, estos libros autobiográficos que hablan sobre separaciones y maternidades van en busca de la poesía.
Proust creía que todo escritor era esencialmente poeta, y él mismo se veía como uno. Esas frases largas, intrincadas, inventaron la respiración en la prosa y llevaron a la narración el concepto de ritmo, característica propia de la poesía. Escolarmente, la poesía se define por el ritmo. La prosa de Proust es poética en este sentido, y su literatura se puede pensar a partir de la poesía no porque construye frases de sintaxis quebradiza y remite a la belleza del pasado, sino porque piensa como poeta, en la materialidad de la palabra misma y su sonido con su peso que resuena en la página. Para Zelarayán, el escritor que no lee poesía… No me acuerdo la frase, pero seguro terminaba algo parecido a que era un boludo: el escritor que no lee poesía es un boludo.
Laiseca da vuelta las cosas y se juega por una prosa desbocada, una narración que no tiene más pretensiones que las de contar y contar, como si lo que contara no tuviera que ver con la prosa ni con la poesía, ni ninguna categoría literaria, mucho menos con los géneros, sino con el hecho mismo de liberar la máquina interior de las palabras. Lo prosaico nunca tiene vuelo, no estimula la imaginación, es plano, está mal hecho, es accesorio e indefinido y aburre. Laiseca rompe este lugar común.