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viernes, mayo 3, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las maquinas parlantes. Décima parte

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Derian Passaglia prosigue sus artículos sobre «El jardín de las maquinas parlantes», novela del escritor argentino Alberto Laiseca, leyendo desde ahí diferentes tópicos de la literatura.

Y un buen día el narrador volvió a contar su propia historia, después de entretenerse no sé cuántos capítulos con Sotelo en el manicomio y el desfile de personajes, uno más bizarro que el otro. Isidoro, De Quevedo y el narrador están otra vez como al principio en la casa de Alaralena. De Quevedo hace un viaje astral para saber cómo está el gordo Sotelo, y los astrales le contestan que murió. Pero todas esas informaciones parecen falsas, porque están demasiado “bien hechitas”. Entonces sucede la magia: van a viajar «hasta los bancos de información de los chichis».

El viaje astral que van a hacer los personajes es inverosímil, la razón es prácticamente absurda: saber cómo y dónde está Sotelo, si está en el manicomio, si no está muerto como dicen los astros. Ese conocimiento se podría obtener de una manera mucho más simple, una visita al manicomio bastaría para sacarse las dudas. Lo retorcido del argumento solo tiene sentido cuando se piensa en el placer inútil de la lectura y escritura.

El tema del viaje está en el origen de la literatura cuando Odiseo pasa sus buenos veinte años naufragando de aventura en aventura hasta llegar a Ítaca. La aventura supone el viaje, y el viaje supone el encuentro con lo desconocido, lo otro de la realidad. La identidad está en juego en el viaje, porque al enfrentarse a eso otro se revela lo que es y lo que no es por oposición. Hay una base realista en el tema del viaje, un punto donde la realidad y su representación coinciden. Se trata del concepto de identificación. Al no parecerse a lo otro, al separarse de lo que encuentra en el lugar de origen, la identidad del sujeto se pierde o se reafirma. El viaje implica un trayecto, un punto de fuga, un movimiento continuo y una búsqueda.

El mejor libro que leí sobre viaje es Muerte en Venecia. El narrador y el protagonista se van difuminando hasta volverse completamente lo Otro en la figura de Tadzio. Bueno, no, el mejor tal vez sea Una excursión a los indios ranqueles, donde también el narrador/personaje que construye Mansilla se vuelve un indio, adopta sus costumbres, sus formas. Mi género favorito de viajes es el de Crónicas de Indias, en la que el viaje se transforma en una lengua nueva para el conquistador, que ya no puede nombrar lo conocido con las palabras de su tierra. En todo viaje hay un descubrimiento que se asocia a la experiencia.

El viaje astral de Alarico Alaralena con su chichi se parece a un descenso de ultratumba lovecraftiano. La máquina le cuenta a un narrador pasmado: “‘Según pude enterarme, la asociación de chichis a la cual vamos a robarle secretos, entre diversos trabajos, sustrae los esqueletos de las personas y los reemplaza por otros de plástico para que el interesado no se dé cuenta’”. ¿Eh? ¿Qué es todo esto, qué estoy leyendo? La literatura de Alberto Laiseca cambia de registro de frase en frase, antes que de capítulo en capítulo.

De repente, los personajes tienen que atravesar un quirófano donde hay vampiros, momias y gólems que son sometidos a experimentos científicos, como un Frodo y un Sam zombie perdidos en la ruta del anillo. Después de doscientas cincuenta páginas, El jardín… llega a uno de sus momentos más altos. El de Alaralena y la máquina es un viaje dantesco por la estética del terror de clase B, un tour por una estética ochentera de películas de bajo presupuesto en televisores con antenas que agarran dos o tres canales y la imagen llueve y se entrecorta por la estática.

Para interpretar la escena, el narrador cita a los “‘relojes blandos’ de Salvador Dalí. Se podría hablar de un surrealismo gótico que se separa de su representación por medio de la ironía. Dos influencias reconocibles: el cine de Stuart Gordon, en particular su película Re-Animator, donde un científico loco experimentaba con cabezas humanas tratando de reanimar muertos. Hay una idea de risa macabra, de comedia y de terror conciliados en los mejores pasajes de la escritura del libro.

La otra es They live, de John Carpenter, que se parece a Laiseca por la forma en que la realidad se vuelve otra: los alienígenas conviven con nosotros pero aparentan ser personas común y corrientes. El protagonista además es un trabajador, un obrero de la construcción, que llega a una ciudad sin nombre y sin pasado, para quedarse a vivir en un asentamiento popular, las viejas y queridas villas. ¿Quién pudiera hacer de un obrero de la construcción un héroe de ciencia ficción que salva al mundo de extraterrestres colonizadores?

 

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