Derian Passaglia presenta la parte número de 16 de su análisis de la novela «El jardín de las maquinas parlantes», de Alberto Laiseca.
Floridzátl, Belgranáchic, la esquina de la casa del gordo Sotelo (Suipacha y Cordobchítl), Viamonthualpili. ¿Y si en realidad se trata de una novela histórica ambientada en el imperio incáico o en un Egipto antiguo, muy cercano a nuestra conciencia, en el que la magia es una parte cotidiana del mundo real? El nombre de las calles y locaciones hacen pensar en imperios y civilizaciones sepultadas por la historia, y que ahora no son nada más que un momento de la evolución, del cambio de la humanidad.
Es como si Laiseca registrara un momento determinado de la historia, en el momento mismo en que se produce la historia, y que por esa razón no se lee como un relato histórico porque ese tipo de lectura supondría una perspectiva lejana, la aceptación del paso del tiempo. Una novela histórica supone que se relata un hecho del pasado que tuvo lugar en la realidad. En cambio, la historia en El jardín… no supone lejanía con la historia, ni tiene en cuenta la perspectiva del paso del tiempo. Su forma narrativa nos mete en el presente de la historia, como si no hubiera diferencia entre una y otra, como si no importara esa diferencia para experimentar el mundo visto desde los ojos de Laiseca.
No hay anacronismos, como dice Aira de otra de sus novelas históricas, La mujer en la muralla. Que aparezcan Hitler, Coca Cola y veredas asfaltadas mezclados con dioses, maestros y magos es una casualidad, una necesidad del relato, y no la intención de confundir lo que pasó, pasa o pasará. Los anacronismos deliberados borgeanos tienen una lógica no deliberada, porque el mundo de El jardín de las máquinas parlantes se construye con la historia del mundo, con los saberes científicos y no científicos, con los comportamientos humanos y la información acumulada en la memoria en siglos y siglos de existencia del ser humano en el planeta.
El anacronismo laisequeano no tiene en cuenta la sincronía. La historia no corresponde a distintos momentos cronológicos yuxtapuestos, como ese Floridzátl que mezcla la peatonal más famosa de Buenos Aires con nombres de pueblos indígenas americanos, sino a un intento por fusionar los mundos y las culturas de todos los tiempos en uno solo. El mundo de Tollan y Guatimotzín no es diferente al nuestro, es nuestro propio mundo en un estado de la conciencia que jamás vamos a experimentar mientras estemos vivos, porque solo podemos imaginarla, recrearla y reproducirla desde un presente que tiene otra lógica.
Así vivían los pueblos antiguos, así pensaban los pueblos antiguos parece decir Laiseca. Se hablaba de magia mientras se pone la pava para el mate, se convive con hechizos y maleficios de chichis ocultos, se aprende sobre esoterismo en un bar cualquiera de la ciudad. Este es el mundo que no vivimos, perdido en las redes de la historia, más inocente y tierno, más loco y manijeado.