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viernes, mayo 17, 2024

Mail de Vicente Monroy

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Vicente Monroy contesta un email a Derian Passaglia, sobre el significado de ser escritor.

Querido Derian.

En tu último email te preguntas qué significa ser escritor. Por supuesto es una pregunta retórica, ser escritor no es otra cosa que perseguir eternamente la respuesta, y nuestra mayor suerte es también nuestra peor desgracia: nunca la vamos a encontrar. Pero podemos empezar a pensar sobre ella.

Ya sabes que en 2021 he andado metido hasta la médula en la obra de Flaubert (y digo hasta la médula porque la traducción también tiene algo de transfusión). Hay una frase suya en una carta a Colet que se ha convertido en una especie de motto que resuena en mi cabeza: «Respetemos el arte, que no está hecho para el hombre sino para los hombres». Así que, para empezar, pienso que ser escritores pasa por rebelarnos contra esa tendencia contemporánea de situar al autor en el centro de la obra. Desaparecer para que el arte hable desde y hacia la humanidad. Subir el volumen de esa voz que no es la nuestra y que se abre paso en todo lo que hacemos.

Estoy en recesión, viejo amigo, cada vez más harto de opinar, de aportar mi granito de arena al debate cultural, del disparate de las redes sociales. Me gustaría alcanzar una escritura más concreta, más expansiva. Tengo más cosas que decir que nunca, pero solo quiero hacerlo a través del filtro del estilo, alimentando lo menos posible el desorden y el barullo de la discusión pública. Cada día detesto más el columnismo, las revistas, la aspiración de convertirse en la voz de un asunto o una generación.

Es importante añadir este matiz a la definición que buscamos: como escritores, nuestra obligación no es solo escribir las palabras que hacen falta, sino también callar las que no hacen falta. Deberíamos juzgarnos con severidad por las dos cosas. El silencio es tan fértil como el sonido: es la formidable lección de Mallarmé. Es doloroso, pero ahora que hemos recorrido el largo camino hasta las palabras para convertirnos en escritores, empieza también otro largo camino hasta el silencio.

Se han dicho tantas cosas sobre el acto de escribir… Pobre literatura, el tema apunta a inflación. Como escritores, nuestra obligación es desoírlas todas, y deshacernos del lastre de las mentiras que nos hemos creído porque éramos demasiado jóvenes. Quizás en tu caso han sido las de Aira, las de Borges o las de Pessoa; en el mío las de Pavese, las de Ashbery o las de Valéry. ¡A menudos piratas hemos dado crédito! Simpáticos farsantes. Ahora tenemos que liberarnos poco a poco de cualquier autoridad, porque nuestra fidelidad solo puede ser con nuestra época (con los hombres, y nunca con el hombre).

En ese sentido, tengo que reconocer el fracaso que es Los Alpes marítimos. Me veo infinitamente lejos de conseguir el libro que sueño con escribir. Un libro que capture algo del sonido de esta época. Del sonido de la vida. Que la frase (que mi expresión) desaparezca y las hojas se conviertan en un gran vidrio que deje ver lo que hay al otro lado. Un libro que a veces sea una ventana y otras una lente curva que muestre una realidad más amplia o más pequeña (no nos avergoncemos si, como artistas, a veces tenemos que mentir para mantener intacta la verdad).

Quizás no exista un libro mejor sobre la naturaleza del artista que El barón rampante de Calvino. ¡Qué obra maestra! He pasado unas Navidades preciosas releyéndolo. Me ha sorprendido descubrir que no es, como recordaba, un libro sobre la rebeldía. Esa lectura es absurdamente superficial. Cosimo no se sube a los árboles porque sea un rebelde, sino porque entiende que ha nacido en un mundo que se ha alejado demasiado de la verdad. Es nuestro mundo, este mundo donde los políticos mienten, las noticias mienten, las imágenes mienten y hasta el arte, que debería ser el último reducto de la verdad, se ha convertido en una farsa. Subirse a los árboles no es un acto de rebeldía, sino un cambio de perspectiva, un gesto artístico brillante. Esto es lo que más asombra al narrador (su hermano) a lo largo de la novela: que baste solo con elevarse tres metros sobre el mundo, con modificar el punto de vista, para producir una transformación radical en el entorno. Un cambio que no es el de Cosimo (no es el de un hombre) sino el de toda la sociedad y la naturaleza de las cosas, un sacrificio en nombre de la verdad:

«Desde luego, el estar de continuo en contacto con las cortezas de árbol, la mirada clavada en el movimiento de las plumas, pelos, escamas, en esa gama de colores que presenta el aspecto del mundo, y también la verde corriente que circula como una sangre de otro mundo por las venas de las hojas, todas estas formas de vida tan alejadas de la humana como un tallo de planta, un pico de tordo, una branquia de pez, esos confines de lo salvaje a los que se había arrojado tan profundamente, podían ahora modelar su ánimo, haciéndole perder toda semblanza de hombre. No obstante, por muchas dotes que absorbiera en la comunidad con las plantas y en la lucha contra los animales, siempre tuve muy claro que su puesto estaba aquí, de nuestro lado».

Así que lo que iba a ser un acto de rebeldía (de individualismo) se convierte en un acto de fe (en la humanidad). Cosimo se impone una regla imposible y la cumple hasta el final, sin escuchar a nadie ni ceder a nada. Se convierte en un arquetipo: firmemente uno para ser infinitamente todos. ¡Qué difícil! Como ves, no soy optimista con el camino que nos espera. Porque si tienes razón, querido amigo, y es verdad que nos hemos convertido en escritores, solo podemos tener una certeza: a partir de ahora caminamos en la oscuridad.

Esperemos encontrar esa voz que nos llama.

Gracias por tu generosa lectura de Los Alpes martímos y que 2022 sople a favor de tu pluma. Seguimos leyéndonos.

Monroy

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