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martes, mayo 7, 2024

Poligamia o muerte

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Paranaländer ama las hijuelas jesuitas (cartas privadas) donde los caciques Cuará, Chaupai, Peripú aparecen con su verdadero perfil de polígamos que no reniegan de doncellas o nueras hasta alcanzar su paraíso de Mahoma el número fabuloso de 30 mujeres.

 

Ciertas prácticas indígenas, como la poligamia y la “hechicería”, fueron deliberadamente ocultadas por los sacerdotes jesuitas en las fuentes de circulación más amplia, aunque aparentemente formaban parte de la vida cotidiana misional. Este ocultamiento deliberado queda claro en una orden del provincial Machoni incluida en un libro de preceptos del siglo XVIII: “Procure su reverencia atajar el pernicioso desorden de referir, o escribir los delitos de los indios, debiendo hablar de lo bueno, que hay, y callar lo malo; y no deje al que hallare sin castigo”.

Entonces regía una concepción de la escritura –y también de la historia– signada por una clara diferenciación entre documentos mostrables y otros que no lo eran. En la “carta principal” iba lo que podía mostrarse a muchos, con un estilo cuidado que se lograba mediante la escritura y la reescritura, mientras que en las cartas privadas (las “hijuelas”) se dejaba “hablar al corazón” escribiendo las cosas que no eran para mostrar, especialmente aquellas que “toquen a príncipe o prelado”.

Entre las fuentes inéditas existen abundantes documentos producidos por los mismos indígenas, que van desde las cartas escritas en guaraní hasta la iconografía, corpus prácticamente inexplorado hasta el momento.

Virtudes del cacique: la oratoria, la generosidad, la poligamia y la destreza guerrera. Escribía Vazquez Trujillo que “es costumbre de los caciques principales discurrir algunas noches por las calles predicando a sus indios, tomando cada uno lo que alcanza a oír poniéndose todos en gran silencio, y que aquestas palabras tienen en gran veneración”. Señala que un cacique principal del pueblo de Corpus llamado Peripú hizo a los indios “un razonamiento” para que reconocieran el amor que el jesuita les tenía al venir de tan lejanas tierras a buscarles sitio. Ruiz de Montoya escribe que los “caciques” heredaban su “nobleza” de los antepasados. Pero dice que existen algunos que se “ennoblecen con la elocuencia en el hablar”, medio por el cual agregan “vasallos” a su grupo. Éstos hacen rozas, siembran y cosechan para el cacique, y le ceden sus mujeres (pudiendo tener hasta 30, aclara Ruiz de Montoya), aunque evitan mezclarse con hermanas y madres “diciendo que es su sangre”. Por su parte, Nicolás del Techo afirma que los caciques habitan y mandan en pequeñas aldeas, siendo muy elocuentes, y tiene derecho a las mujeres del pueblo, a las que sin problemas ceden a sus huéspedes. Estas dos referencias parecen aludir a la importancia del “cuñadazgo” y la creación de relaciones de afinidad.

El famoso cacique Juan Cuará, referido por Del Techo, había recibido el bautismo en el Guayrá y luego viajó por varias regiones, divulgando sus doctrinas y combatiendo a los cristianos. Cuará predicaba que había que apartarse de los sacerdotes y religiosos por ser enemigos jurados de los indios. Afirmaba que la “confesión” era el medio que tenían los jesuitas para conocer la vida ajena y los secretos de todo el mundo, que el bautismo envenenaba y mataba a niños y adultos, y que los misioneros prohibían la poligamia para evitar la propagación de los indios y facilitar a los españoles que los dominaran. Finalmente, los exhortaba a tener cuantas mujeres pudieran alimentar, a vivir según sus “antiguas costumbres”, bailando y bebiendo, “celebrando la memoria de los antepasados”. Cuará llegó a predicar a escondidas dentro de una reducción del Itatin hasta que fue descubierto por un jesuita. Entonces huyó con sus concubinas para esconderse en Maracanain, “refugio de perversos”, hasta que fue capturado por los asunceños y condenado a muerte. El retorno a las formas de vida del pasado  era incitado por los “hechiceros” quienes se consideraban encarnaciones del antiguo ser. Provocaban sublevaciones contra la vida de la misión y promovían la destrucción, inversión o burla de los símbolos cristianos, la continuación de la práctica del canto y la danza y la poligamia. Montoya dice que los indios los llamaban Avaré que significa “hombre diverso, segretus, por el vivir diverso que deben tener apartado del vivir común, en sus costumbres, mientras que a los obispos llamaron Avaré Guazú, homo magnus segregatus, por el oficio preeminente que ejercitan exteriormente”. Este apelativo señalaba el reconocimiento de una característica distintiva de la persona jesuítica en la visión indígena: la evitación del trato con las mujeres y el aborrecimiento de la poligamia, prácticas que denodadamente buscaban erradicar de las reducciones. La poligamia entre los caciques constituía un verdadero dilema para los jesuitas, quienes seguramente entendían que esa práctica era un componente básico del poder nativo y a la vez un obstáculo para la conversión. Todavía en el siglo XVIII se producían levantamientos contra la erradicación de esa práctica en las reducciones. Dos características llaman la atención del pueblo de Iberá. Una obvia, es que carecía de sacerdote, otra, que sus pobladores practicaban asiduamente la poligamia. Nusdorffer informa que el pueblo tenía su propio cabildo, comandado por el capitán Diego Chaupai proveniente de La Cruz, quien se vestía a la española: usaba sombrero y medias, pero no zapatos. El pueblo seguía una rutina ceremonial. Por la mañana, en lugar de celebrarse una misa, se rezaba la Letanía de la virgen, haciendo de preste un indio oriundo de Apóstoles llamado Miguel, quien había sido procurador en su pueblo. A la tarde se juntaban las mujeres y “chusma” para rezar el rosario. Había tanta gente que los indios planeaban ampliar la iglesia. La prédica dominical estaba a cargo del capitán Chaupai, quien exhortaba al pueblo a permanecer unido, pues frecuentemente se suscitaban conflictos y muertes con motivo del robo de ropa y mujeres. Chaupai solía decirles “ndipori ñande paüme y tarambiche bai bae amo” [“no existe en nuestro medio quien tenga mujeres mal habidas”]. Los indios estaban todos casados y era el capitán el encargado de repartir mujeres entre los hombres pues aquellas los superaban en número. Algunos indios podían tener entre una y cuatro y si querían más, salían al camino a obtenerlas asaltando y matando a los andariegos, a quienes también les quitaban la ropa. También Del Techo refiere a la poligamia como una práctica generalizada señalando que “cada cual toma en concepto de esposas ó de concubinas cuantas mujeres puede conseguir y mantener”. Y añade que los caciques “se juzgan con derecho a las más distinguidas doncellas del pueblo” aunque las ceden con frecuencia a sus huéspedes. En ocasiones se relacionan sexualmente con “sus nueras” y no constituye afrenta “repudiar sus mujeres o ser repudiado por éstas”. “Y así aquí en este pueblo, según me ha referido persona fidedigna, ha hallado sobre veinte y ocho indios al pié de setenta y cinco mujeres que ellos tienen” (Ruyer [1627]. La poligamia y la virilocalidad –escribe Fausto– no eran privilegios de la jefatura, sino elementos del proceso político de constitución de un jefe: tener muchas mujeres, y no sujetarse al “servicio de la novia” que se debía al suegro. La poligamia fue percibida como un problema en el mundo colonial durante todo el siglo XVII. Las Leyes de Indias ordenaran castigar con la suspensión del cacicazgo y el destierro a “los Caciques [que] reciban en tributo á las hijas de sus Indios”. Como muestra Rípodas Ardanaz, todo un cuerpo doctrinal estuvo destinado a establecer impedimentos y preceptos fundamentales referidos al matrimonio en base al derecho natural, positivo y eclesiástico (1977: 85, sobre el tema ver también Imolesi 2004). El problema de la poligamia persistió en las misiones durante todo el siglo XVII, como se infiere de las exhortaciones penitenciales que vuelca Restivo en su ritual de 1721.

 

fuente: RELIGIÓN Y PODER EN LAS MISIONES DE GUARANÍES, Guillermo Wilde, sb, 2009

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