Paranaländer confiesa hoy a la mitad de diciembre una de sus fuentes: Erasmo de Rotterdam (1466-1536). Fuente de risa, de desmitificaciones, de desestabilizaciones, de vida.
Un libro de cabecera para este servidor es “Elogio de la locura”. Libro para desternillarse, despatarrarse, morirse, incluso, de risa.
Su autor es Locura, mujer que -defendiendo la sandez o estupidez- se pasa ridiculizando a los hombres y sus obras a lo largo de 126 páginas (Editorial Sopena Argentina ESA,Colección Universo, 1943).
Jarry lo coloca al lado de De Quincey (“El asesinato considerado una de las bellas artes”) entre los autores más graciosos de la historia. Yo añadiría otro autor (y libro): Luciano de Samosata (“Diálogos de los muertos”).
Lo ideal al hablar del escritor holandés (en lengua latina) Erasmo de Rotterdam sería transcribir todo el “Elogio…” (título original, “Encomium Moriae”) aquí y ahora. Pero nos limitaremos hoy a extractar su diferencia “ontológica” entre escritores serios (o aristocráticos) y majaderos (o ciegos por la locura).
El genial hombrecillo roterdamés escribió esta joya desternillante en la casa londinense de su socio Tomás Moro. Fue impreso en 1509 en París. Cinco años más tarde Holbein el Joven, autor del célebre retrato de Erasmo, trazó unos dibujos al margen de un ejemplar que serán reproducidos desde entonces en ediciones posteriores.
Última acotación: mi volumen, adquirido en usados, traía de yapa al momento de su adquisición una serie de recortes periodísticos sobre nuestro satírico. “Erasmo o el coraje de la razón” (por Francisco Miró Quesada, Asunción, domingo 22 de marzo de 1987, El Diario- sección Culturales, pág. 51), “Erasmo de Rotterdam” (por Alberto Quinteros, s/n de diario, sección La Página del sábado, Asunción, sábado 20 de mayo de 1939, Pág. 8) y “Cuando Erasmo sonríe” (por Bernardo Ezequiel Koremblit, jueves 2 de julio de 1953, Democracia, s/n pág.).
Va la cita prometida:
“De la misma índole son los escritorzuelos que buscan hacerse famosos componiendo libros. Mucho me deben todos ellos, pero en especial los que cubren las hojas de papel con majaderías, porque los otros, los que escriben doctamente para satisfacción de un corto número de espíritus selectos, y que no rechazarían para críticos de sus producciones a Persio y Lelio, más me parecen dignos de lástima que merecedores de envidia; viven en continuo tormento; añaden, tachan, modifican, vuelven a añadir, vuelven a tachar, “guardan su manuscrito nueve años”, como dice Horacio, antes de resolverse a darlo a las prensas, y, por último, ni aun así están completamente satisfechos. La vanidosa recompensa de merecer las alabanzas de unos cuantos la pagan con vigilias, trabajos, ayunos y fatigas, a lo que hay que añadir la pérdida de la salud por la falta de sueño, don inapreciable; las arrugas del rostro, la debilidad de la vista, cuando no la ceguera; la pobreza, la envidia de los de su oficio, la privación de toda clase de placeres, las enfermedades, la vejez prematura y la muerte entre la miseria y el abandono, son, entre otras cosas, las desdichas que el sabio cree compensar con el aplauso de unos cuantos mentecatos de su calaña.
En cambio, el escritor que me rinde culto ciego es mucho más dichoso, porque ¿hay locura más dulce que la suya, puesto que sin esfuerzo y sin tener que pasar las noches en vela, escribe con facilidad todo lo que se le ocurre, todo lo que afluye a los puntos de su pluma, sin más gasto que esa misma pluma y unas hojas de papel? Él sabe perfectamente que cuantas más estupideces escriba, más ha de agradar al público, es decir, a los tontos y a los ignorantes. ¿Qué le importa a él las censuras de media docena de sabios que por casualidad puedan leerle? ¿Qué vale la opinión de esos pocos ante el entusiasmo de toda una muchedumbre?”.
fuente: páginas 78 y 79 de “Elogio de la locura”, ESA, 1943