Thoreau lo medía todo en términos de valor. Cada tronco de nogal, cada gota del lago estaba a su disposición. Hacía listas de gastos y de las ganancias que le sacaba a la cosecha de habas. Por: Derian Passaglia
Mi mamá una vez me dijo: las cucarachas te persiguen. Parecía un destino, al mismo tiempo, el que me estaba imponiendo. Muchas veces sentí un ligero cosquilleo, acostado en la cama, cuando era chico, o parado en la cama buscando algo para comer. Me rascaba el brazo si fuera una picazón más, y no, eran cucarachas que me caminaban por el cuerpo, alguna de las grandes, porque en casa no había de las chiquitas. Otra vez salí corriendo de la ducha, enjabonado y desnudo, llorando: una cucaracha de caparazón plateado bajo el agua me estaba caminando por el pie. Antes que por el desagüe, esas cucarachas, y también las otras, las del departamento de Honorio, parecían salir de mí, como si yo las hubiera dejado crecer no solo dentro mío, sino también en mi imaginación, y tal vez por eso se hubieran vuelto reales.
¿Puede que el hecho de haber vivido como un verdadero estudiante más bien pobre, antes que rico, del interior, haya contribuido a la propagación de la plaga? Los platos se acumulaban durante semanas en la bacha de la cocina, hacía durar el último bóxer limpio antes de llevar la ropa al lavadero, y solamente barría el piso de parquet cuando Adri me visitaba, y a veces, los últimos años, ni siquiera eso… Una noche, en la madrugada, Adri habló dormida:
-Allá están…
Señaló para el lado de la cocina. Dormíamos apretados, en la cama de una plaza, y no había mucho espacio para moverse.
-¿Qué cosa? -le pregunté, me estaba asustando-, ¿quién está?
-Las cucarachas.
Cuando se apagaban las luces, el territorio del monoambiente se liberaba para las cucarachitas, y si por casualidad me levantaba a buscar un poco de agua, o para ir al baño, las cucarachitas, una familia entera de ellas, un pueblo entero de cucarachitas, construían su civilización en la oscuridad.
El nido estaba arriba de la heladera. Me subí a un banquito, agarré un par de bolsas con otras bolsas como guantes, y adentro de un tupper, ahí estaban, desesperadas por haber sido descubiertas. Thoreau lo medía todo en términos de valor. Cada tronco de nogal, cada gota del lago estaba a su disposición. Hacía listas de gastos y de las ganancias que le sacaba a la cosecha de habas. Anotaba hasta los granos de sal y arroz que consumía. Con esto quiere decir Thoreau que si uno se organiza y es ordenado tranquilamente puede vivir en los bosques, no se necesita mucho. Y es lo mismo que me repite mi mamá: hay que organizarse con la plata, porque organizarse sirve para llegar a fin de mes y que no falte, porque poder se puede, solo es una cuestión de organización. Y yo, que nunca fui muy dotado para las cosas prácticas que tengan que ver con la economía, como Thoreau y mi mamá, sentía que había llegado a un punto de vida crítico, en que la desorganización y la desidia eran totales.
Hasta un tiempo antes del descubrimiento del nido de cucarachitas, me la pasé ideando, practicando, los métodos más crueles para matarlas cuando me encontraba alguna que paseaba por la mesada de la cocina, como de picnic en una naturaleza muerta y sin luz. Agarraba la pava hirviendo con el agua, que había calentado para el café, y se las echaba encima. Las cucarachitas morían instantáneamente y sus cuerpos, en shock, despedían un humo blanco que enseguida se perdía en el aire. También las ahogaba. Abría el agua fría de la canilla y llenaba la pileta de la bacha hasta el tope, mientras las cucarachitas, indefensas, luchaban por trepar entre los restos de platos sucios. Pataleaban, nadaban buscando algo sólido en lo que sostenerse, pero no había nada, y flotaban en lo líquido hasta la muerte.
Esa crueldad hacia otras formas de vida, ¿sigue estando en mí? ¿Este otro sobre el que escribo, pasada ya una década, o un poco menos de dos, sigo siendo yo? No sé hasta qué fondo soy capaz de llegar, pero tal vez matar cucarachitas de la forma más sádica posible fue una forma también de exteriorizar sentimientos ocultos, que no salían a la conciencia, en una situación concreta y cotidiana. Al final me decidí, después del asco que me dio descubrir el nido. Fui a la ferretería o al Walt-Mart y compré Raid, pulverizantes, jeringas venenosas y Kao-trina. Lo grueso del nido lo liquidé en veinte minutos. Quedaba nada más embolsar los cadáveres y tirarlos a la basura.