Para conseguir la pizza canchera había que bajar otra vez los tablones de madera, y caminar hasta el portón que separaba la popular de la platea… Por: Derian Passaglia
Es alta, en principio, muy alta, y como esponjosa, una pizza a la que el sol le da lleno, porque no hay nada que tape al sol en la cancha, entonces es una pizza que siempre está dorándose, que no se enfría, los rayos del sol la mantienen tibia. Es una pizza que solo tiene tomate, y es muy grasosa para que sea más rica, tomate y masa, nada más, y la porción es cuadrada y no rectangular como servirían en cualquier otro lado, la porción de pizza canchera tiene la misma forma que la cancha.
Y para llegar a la pizza canchera, para hacerse de una porción de pizza canchera tiene que ser un sábado lindo de nubes en el cielo que apenas agrisen la vista, y abuelo Hugo tiene que andar con la radio en el hombro, y la tiene que llevar a la cancha que queda a cuatro o cinco cuadras de su casa. Íbamos con papá, a veces, y algunas otras lo encontrábamos al tío abuelo Ciriaco en los tablones de madera de la popular, Ciriaco también sería de Central Córdoba, del Charrúa, club de barrio donde nacieron.
Abuelo Hugo compraba las entradas en el momento, habría alguna fila no muy larga en la boletería, enfrente de la cancha estaba la plaza del Che, la plaza enorme en la que jugábamos con las hamacas después de salir de la escuela Constancio C. Vigil, la plaza que fue apenas una nota al pie de la infancia. Y entonces abuelo Hugo volvía con las entradas en la mano, y en la esquina había un portón donde los hinchas se amontonaban, y papá me ponía adelante suyo para que no me perdiera, y para protegerme también por cualquier cosa, porque en la cancha hay mucha gente junta, y nunca se sabe lo que puede llegar a pasar, y para qué mentir, algo, un poco de miedo me daba.
Abrían los portones y la gente se desesperaba por entrar, y papá, abuelo Hugo y yo no estábamos tan apurados, pero igual nos arrastraba la inercia y la ansiedad por ver al primer equipo de Central Córdoba, en otro partido igual de feo y quizá sin goles de un sábado a la tarde muy caluroso, tanto que algunos usaban la remera como gorro, y se la ataban alrededor de la cabeza, como si fueran sobrevivientes de la guerra en una selva lejana de oriente. Había que subir los tablones de madera de la popular, ¡qué miedo! ¡Los tablones de madera de la popular! Estaban podridos, y entre tablón y tablón había como mucha distancia, y abajo de los tablones no había más que un baldío, tetras de vino, botellas de gaseosa, quién sabe qué más mezclado entre los yuyos…
No podía concentrarme en todo el partido pensando que con cualquier movimiento en falso me caía por abajo de los tablones y no la contaba, mientras abuelo Hugo hablaba con un desconocido que le preguntaba qué había cobrado el árbitro, y mientras papá seguía en la suya, con los brazos cruzados, y también tío abuelo Ciriaco, más allá, acodado en el paravalanchas, con su sobretodo negro, mirando el partido como un rey mendigo. Una o dos llegadas, poco peligro para los equipos, un primer tiempo mediocre, y abuelo Hugo entonces me decía que íbamos a comprar pizza canchera.
Para conseguir la pizza canchera había que bajar otra vez los tablones de madera, y caminar hasta el portón que separaba la popular de la platea, porque la pizza canchera se conseguía del otro lado, del lado de la platea, y cuando abrían el portón era como ingresar en otra dimensión temporal del mismo espacio, porque en la platea no había tablones viejos y desgastados, los bancos eran de cemento y los hinchas estaban todos sentaditos y bien acomodados, no como en la popular, que la gente cantaba y cantaba.
Y ahí, en un carrito en mitad de la platea, un viejo de piel curtida por el sol vendía la pizza canchera por porción, una pizza que nunca había visto en mi vida, porque era cuadrada, y el viejo de piel curtida entregaba la porción envuelta en una servilleta dura, agrisada como las nubes pero de grasa, porque la pizza canchera tenía mucha grasa, y el primer bocado de esa pizza era como cuando Marcel Proust flasheó con la magdalena, era como cuando uno se acuerda de algo que hizo por primera vez que no volvió a hacer, entonces ese recuerdo se vuelve un momento que parece imaginado solo en la cabeza, ¿y dónde más existe? ¿Y dónde más? Quizá ya no existe, o quizá nunca haya existido, quién sabe, larga vida a la pizza canchera…