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domingo, noviembre 24, 2024

Los restos de un sueño que soñó Domingo Faustino Sarmiento

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Los bancos grises, los salones semi vacíos, que no logran llenar ni la mitad de su capacidad, y el pizarrón sigue verde pese a todo, con su polvo de tiza blanca, amarilla, azul y roja… Por: Derian Passaglia

La escuela pública recibe al visitante casual o al docente primerizo con un amplio patio central y aulas dispuestas alrededor de un pasillo, donde unos pibes de gorrita y campera deportiva están sentados sobre una ventana, con un enorme parlante en la puerta. Suena una música, muy fuerte, y llena todos los espacios del patio, como si fuera un boliche a cielo abierto, un boliche en el que estalla la cumbia o el RKT, el reggaetón, e infinidad de géneros en su variante “bailable”, pero la pista, en el patio, está vacía… Solo la música se escucha a todo lo que da por los parlantes que medirán casi un metro, o un poco menos, la música que tapará ¿qué silencio?

Y el docente se desconcierta ante un espectáculo inesperado, ante un escenario donde las ánimas vagan por acá y por allá, de pasillo en pasillo, de baldosa en baldosa, como si los estudiantes arrastraran los pies para no levantarlos, por simple vagancia, porque la vagancia es mucho más fuerte que cualquier otra cosa, y en eso yo los entiendo, ¿quién quisiera estudiar y para qué? ¿Qué sentido tiene ir a la escuela, con una administración, con una burocracia maldita y encarnizada que expulsa e impide, con un edificio que en otro tiempo habrá brillado y hoy solo perviven los restos de un sueño que soñó Domingo Faustino Sarmiento, casi dos siglos más atrás?

Los bancos grises, los salones semi vacíos, que no logran llenar ni la mitad de su capacidad, y el pizarrón sigue verde pese a todo, con su polvo de tiza blanca, amarilla, azul y roja… ¿Dónde quedaron los guardapolvos? Uno de los chicos mastica unos chizitos mirándome sin mirarme, y no se saca los auriculares ni cuando entra ni sale del aula, ni cuando explico lo que sería un cuento realista, y leemos, para placer propio y para que se enganchen, un hermoso cuento de Fabián Casas, “El Bosque Pulenta”, así quizá pienso se puedan identificar: se trata sobre chicos que andan en la calle, en Boedo, y se pelean con los de otro barrio…

-Ailín, dale, te toca leer.

-Profe, no comí… -dice Ailín, y ahí mismo se me parte el corazón, porque para mí eso no representaba un problema, ni siquiera había pensado que podía serlo, hasta ese momento. ¿Cómo que Ailín no comió?

Y entonces se tira sobre el banco, o mira el celular, mientras la clase sigue como si nada hubiera pasado, como si todo estuviera bien y fuera normal… Para conectarme con ellos, ¿qué debo hacer? ¿A qué situaciones vividas compartidas, a través de las clases y los géneros y las edades, debería recurrir, como si lo único que pudiera ayudarme en casos así fuera nada más que la experiencia? Entonces, pregunto:

-¿De qué cuadro son? A ver.

Y salta Alexander:

-¿De qué cuadro vamos a ser?

Lo dice como si yo no tuviera la menor idea de que estamos en el filo del barrio de la Boca, de que ellos provienen de la Isla Maciel, de que las calles de sus barrios no están asfaltadas, de que escuchan tiros de día y de noche, de que se inunda la zona cuando llueve, de que para buscar un poco de salvación efímera van al baño a drogarse, y cuando vuelven al aula, con sus ojos de rayo, iluminan una ausencia…

Lo dice así, salvaje y rebelde, maleducado e irrespetuoso, para que tome conciencia de mi propia estupidez al hablar. Lo dice buscando también, ¿por qué no?, un poco de amor, ese amor que tiene por el preceptor cuando se le cuelga por la espalda y le pide cinco pesos para comprar palitos o un alfajor, o diez pesos para la coca… Lo dice previendo mi reacción, y lo dice también ofreciéndome su cariño, su corazón sin futuro, su soledad adolescente que no encontrará respuestas del otro lado, porque del otro lado el mundo no conoce su existencia, sencillamente lo ignora…

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