Uno podía comunicarse adentro del boliche con los celulares, y podía encontrar al amigo perdido, al amigo que había estado, borracho, colgado con el reguetón casual de Daddy Yankee… Por: Derian Passaglia
¿Cómo llegó aquella miniatura de plástico, aquella miniatura que cabía casi sin desbordarse en la palma de la mano, y que había logrado que aplazara los placeres mundanos de leer tirado en la cama por pulsar sus botones rugosos? ¿Cómo fue que mi primer celular, ese Alcatel de pantallita anaranjada y cuadritos negros, me tuvo tan en vilo por las noches con sus mensajes y sus juegos de viboritas? Era, sí, mi primer celular, el primer celular que yo tenía, después de haberlo deseado tanto viendo a mis compañeros en el aula con sus Nokia 1100 mandándose mensajes a toda hora, en cualquier momento…
Y había sido César, un mediodía en su casa, el que sentenció el futuro:
-Los amigos de mi hermano -contó una novedad hasta entonces inédita- se comunican adentro del boliche con mensajes de texto. Si se pierden, se mandan mensajes, se dicen dónde están, y enseguida se encuentran.
Uno podía comunicarse adentro del boliche con los celulares, y podía encontrar al amigo perdido, al amigo que había estado, borracho, colgado con el reguetón casual de Daddy Yankee, o con la sonrisa de una morocha esquiva, o con una pollera blanca apretada que hacía temblar el suelo pegajoso de la pista, y podía volverse a reunir con quien hasta hace media hora o un cuarto de hora se pensaba ya perdido para siempre entre botellas de champagne, camisas cuadriculadas y transpiración. El celular podía volver a unirnos, y yo quería uno, porque todos estaban teniendo celulares menos yo…
Entonces caía la noche y me tiraba como siempre en la cama a leer, fue en esa época en la que empecé a descubrir los libros de la biblioteca popular Constancio C. Vigil, los libros que me traía mamá del trabajo, y que había que devolver después de quince días. Y no hacía más que eso, con Aquiles entre las piernas cuando era todavía un cachorro, aunque pesado de todas maneras, hasta las cuatro o cinco de la mañana, cuando me llegaba pesado y arenoso el sueño. Leía en la cocina, con frío, por alguna razón que puedo sospechar pero no recordar verdaderamente, con frío y con la luz fría de los viejos tubos blancos que cuando se rompían despedían un polvo, un polvo que caía en forma mágica y bañaba el suelo con su fulgor.
Leía durante toda la noche, sin respirar casi, porque tenía algo increíble entre las manos, tenía un libro, y nunca había tenido libros entre las manos cuando era chico, en casa no había más que la colección de Billiken o Anteojito, o algún ejemplar santo del Martín Fierro. Leía como si fuera una actividad que se estuviera haciendo por primera vez en el mundo, como si nadie antes hubiera leído un libro, como si la biblioteca Constancio C. Vigil se hubiera fundado para que mamá me trajera los libros de lomo duro o de tapas ajadas por esos benditos quince días. Y de repente, en medio de la noche, resplandecía el Alcatel con su sonido monofónico, porque sí, había llegado un mensaje, un mensaje de texto que costaba quizá algunos cuantos centavos:
-¿Cuándo nos vemos?
O quizá:
-¿Qué estás haciendo?
O tal vez:
-¿Podés hablar?
La conversación con esos escritores muertos se veía interrumpida así por obra de otra conversación, prohibida a altas horas de la noche, pero no menos estimulante, y que obligaba a dejar el libro abierto dado vuelta sobre la mesada de la cocina, para atender otros asuntos de carácter urgente… Y era el Alcatel el instrumento precario con el que nos comunicábamos en la madrugada de aullidos de perros, de caños de escape, y nos llevaba al momento en que estuviéramos cerca, frente a frente, con el aliento reemplazando los códigos binarios, las teclas incómodas que sobresalían despintadas sobre el borde del celu…